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Trabajando día y noche, el general Fanes de Halicarnaso obtenía excelentes resultados en un tiempo récord. La guarnición de la fortaleza de Elefantina, que temía su brutalidad, se había metamorfoseado de la noche a la mañana. Sentido de la disciplina, uniformes impecables, armamento cuidado, locales de perfecta limpieza, ejercicios realizados al pie de la letra… Y la llegada de instructores griegos acabaría transformando a los mediocres soldados, sumidos en su pereza, en feroces combatientes capaces de rechazar el asalto de las tribus nubias y de impedirles acceder al territorio egipcio.

El encanto de la languideciente ciudad del sur y la belleza de los paisajes no seducían al general. Él sólo veía la eficacia de la tropa y su aptitud para despedazar al enemigo. Y de eso, precisamente, aún estaban muy lejos.

—¡Reunión inmediata! —gritó.

Los soldados salieron de todas partes y se alinearon en el centro del gran patio.

Fanes aguardó a que se hiciera el silencio. Algunos llegaron, incluso, a contener la respiración.

—Soldados —rugió el general—, estoy muy descontento de vosotros. Según el oficial encargado de enseñaros las técnicas del cuerpo a cuerpo, varios cobardes han simulado. Ese comportamiento es inadmisible. Las bajas forman parte del entrenamiento, y nadie debe discutir el reglamento.

El gigante señaló a un hombre de unos treinta años con la frente arrugada.

—Tú, sal de las filas.

El hombre obedeció.

—Lucha con los puños desnudos.

—General…

—Soy tu adversario, destrúyeme. De lo contrario, te destruiré yo a ti.

Fanes le propinó un puñetazo en el vientre, con poca fuerza. Enojado por haber sido cogido desprevenido, el hombre cargó contra él, agachando la cabeza.

El gigante esquivó y, con el filo de la mano, le rompió la nuca al soldado.

—Torpe e incompetente —afirmó Fanes de Halicarnaso escupiendo sobre aquel cuerpo—. Mañana, si los informes de vuestros instructores son malos, habrá otro duelo. Romped filas.

El general escogió a una decena de mercenarios griegos procedentes del norte. Encuadrarían a los egipcios y les harían muy dura la vida.

No obstante quedaba por reformar, de manera exhaustiva, la aduana de Elefantina, laxista y corrupta. Al examinar sus informes y sus libros de cuentas, había detectado las falsas declaraciones, las omisiones voluntarias y las falsificaciones de documentos, groseras a veces.

Un alto dignatario habría procedido con la máxima prudencia, tomado infinitas precauciones y consultado a sus superiores para evitar cualquier error de procedimiento. Pero el general no había sido educado en aquella escuela.

A la cabeza de un destacamento de treinta infantes, irrumpió en los locales de la aduana ocupados por unos veinte encargados.

—¡Estáis arrestados! —tronó el gigante—. Quien intente resistir morirá.

Estupefacto, el jefe de la brigada se levantó muy lentamente.

—No comprendo…

—Apropiación de bienes públicos y atentado contra la seguridad del Estado. La justicia os condenará a muchos años de trabajos forzados.

—Os equivocáis, vos…

Fanes de Halicarnaso agarró fuertemente por la garganta al jefe aduanero.

—Exijo de inmediato toda la verdad. De lo contrario, te rompo el cuello.

El funcionario habló profusamente y facilitó al general los detalles que le faltaban para redactar un completo informe para el rey Amasis.

Ese mismo día se organizó un nuevo servicio formado por militares que obedecían a su supervisor civil, especialista en los productos procedentes de Nubia, que rendiría cuenta diariamente de sus actividades al gobernador de la fortaleza.

Fanes de Halicarnaso exploró la primera catarata, compuesta por rocas parcialmente cubiertas durante la inundación, y tomó el canal que utilizaban los barcos mercantes y de guerra.

La falta de puestos de vigilancia lo dejó consternado. Así pues, ordenó la construcción de fortines que dominaran el paraje para consolidar la frontera natural y hacerla hermética. Dentro de poco, el peligro de un ataque nubio habría desaparecido.

Era preciso, además, limpiar la alta administración de Elefantina, culpable de haber permitido que la situación se pudriera. Se citaba a la municipalidad de la ciudad, última etapa de la reconquista en nombre del rey Amasis.

De acuerdo con sus costumbres, Fanes de Halicarnaso golpearía con fuerza. El alcalde, sospechoso de apoyar a la Divina Adoratriz de un modo solapado, ¿no se preparaba para intervenir en favor de Kel y de los sediciosos?

Una vez eliminado aquel hipócrita, Elefantina se convertiría en una ciudad segura, fiel a su rey.

Un mercenario griego proporcionó a su jefe las pruebas de la corrupción del potentado, acusado también de haberse apoderado de armas destinadas a la fortaleza.

Rabioso, Fanes de Halicarnaso entró a grandes zancadas en un vasto edificio blanco, de dos pisos.

Tras él, oyó un grito de dolor.

Acababan de apuñalar a un miembro de su guardia personal, de la que fue separado bruscamente por una decena de agresores. ¡A la cabeza iba, el ex comandante de la fortaleza!

Loco de rabia, el general agarró dos de las lanzas que lo apuntaban, las arrancó de las manos de sus adversarios y las volvió contra ellos, atravesándoles el pecho. Mudos de estupor, los demás retrocedieron. Con su pesada espada de doble filo, Fanes de Halicarnaso causó una verdadera matanza, cortando cabezas y brazos.

Los mercenarios de su guardia concluyeron el trabajo.

El último superviviente era el ex comandante, quien gravemente herido, agonizaba.

—¿Quién te ha ordenado matarme? —preguntó Fanes.

—El… el alcalde.

—Rematadlo —ordenó el general a sus hombres.

El ayuntamiento se había vaciado de funcionarios, aterrorizados. Su patrón se agazapaba en su lujoso despacho, esperando que el griego hubiera sido suprimido.

Cuando apareció el gigante, el dueño de Elefantina se deshizo en súplicas.

—La alta traición merece la muerte —decretó el general—. Sin embargo, aún te queda una posibilidad de salvar tu vida.

—¡Acepto todas vuestras condiciones!

—Quiero la verdad. Tú y el ex comandante de la fortaleza dirigíais un tráfico de armas y participabais en una conspiración, ¿no es cierto?

—Él más que yo. Yo me limitaba a facilitarle la tarea.

—Vuestro objetivo era el asesinato del faraón.

—¡Oh, no! Sólo queríamos enriquecernos y…

Fanes de Halicarnaso blandió su espada.

—Lo repito: vuestro objetivo era el asesinato del faraón.

—Sí, pero yo me oponía y…

—Y vuestro jefe era el escriba Kel.

El alcalde vaciló brevemente.

—¡En efecto, el escriba Kel! Él lo concibió y lo organizó todo. Nos aterrorizaba y nos amenazaba con asesinarnos si no lo obedecíamos.

—Escribe todo eso con claridad, firma y pon tu sello.

Con mano temblorosa, el alcalde obedeció.

Fanes lo verificó.

—Excelente. Ahora debo terminar la limpieza de esta ciudad.

De un mandoble, el general degolló al corrupto. Según el informe oficial, el alcalde era culpable de agresión contra la persona del jefe de los ejércitos.

Fanes de Halicarnaso enrolló el papiro que luego enviaría al juez Gem. El magistrado dispondría así de una nueva prueba, y el griego, tras haber saneado Elefantina y hecho infranqueable la frontera del sur, regresaría a Sais para retomar el mando de las tropas. Pese a sus cualidades, el canciller Udja seguía siendo un egipcio y un civil. Sólo un militar griego, acostumbrado a las exigencias de la guerra, podía mandar un ejército capaz de vencer a cualquier agresor, en especial a los persas.