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Nitis se estremeció. Menk, el mundano, se había transformado de pronto en una bestia feroz, y no hablaba por hablar.

—¡Os lo suplico, respetadlo!

—Imposible, querida. Ese miserable debe desaparecer. Es el precio de mi triunfo y de nuestra felicidad.

—¡En ese caso, matadme a mí también!

Menk pareció estupefacto.

—No os deseo ningún mal, Nitis. Al contrario, voy a liberaros de un hechizo.

Ella lo miró intensamente.

—Vais a cometer un crimen.

—Tengo una misión. Y las autoridades me felicitarán por haber eliminado al asesino que escapaba desde hacía tanto tiempo. Encontraros exigía reflexión y suerte. Puesto que el sumo sacerdote de Hermópolis os ocultaba, estaba claro que os procuraría el medio de llegar a Tebas. Al saber que un barco había recibido una autorización excepcional para navegar de noche, comprendí que estaríais a bordo. El capitán no os ha traicionado; en realidad, se ha inclinado ante el superior interés del Estado.

—¿Por qué os habéis vuelto tan cínico?

—El fin justifica los medios.

—¿Cómo puedo convenceros de vuestro error? Kel no ha cometido delito alguno. Volved a ser vos mismo, Menk, ayudadnos a vencer la injusticia.

—Me importan un comino la justicia y la verdad. Kel morirá y vos me perteneceréis.

—¿Tan duro se ha hecho vuestro corazón?

—Uno de mis hombres os mantendrá vigilada. No intentéis intervenir, pues se vería obligado a ataros y a amordazaros.

Menk dejó entonces a la muchacha en manos de un mercenario griego y se dirigió a la cabina.

—Sacad a los dos prisioneros —ordenó.

Menk miró de arriba abajo al escriba.

¡Triste final para un ilustre malhechor! Reventarás como una bestia maléfica, y nadie te echará de menos.

Kel mantuvo una calma sorprendente.

—Supongo que es inútil contaros los hechos exactos.

—Inútil. El veredicto se ha dictado, y yo lo ejecuto.

—¿Por qué os encarnizáis contra nosotros? —protestó Bebón—. ¡No hemos hecho nada malo!

Los ojos de Menk llamearon de odio.

—Ese maldito escriba ha intentado robarme a la mujer que me está destinada. Lo demás no importa. Yo mismo te degollaré, y tu cadáver alimentará a los peces.

Menk blandió un cuchillo.

Dos mercenarios sujetaban con fuerza a Kel, otros dos a Bebón y el quinto a Nitis.

La hoja rozó el cuello del escriba.

—¡Deteneos, Menk! —aulló Nitis—. No os convirtáis en el peor de los asesinos.

—¡La liberación, Nitis, la liberación! Y una larga vida feliz en perspectiva cuando este miserable escriba haya desaparecido.

La mirada de Kel se encontró por última vez con la de Nitis.

—¡Navío a estribor! —gritó el capitán—. ¡Nos atacan!

El mercenario que sujetaba a Nitis la arrojó contra la batayola, cogió un arco y disparó.

Su flecha hirió al hombre de proa del navío puesto al mando del juez Gem, que había decidido la intercepción.

Ante esa agresión, los arqueros de élite respondieron y, pese a la débil luz, demostraron una gran precisión.

Menk, un mercenario, el capitán y dos marinos fueron alcanzados. Una flecha rozó el hombro de Bebón, trazando en él un surco sanguinolento.

El juez, que creía enfrentarse con la pandilla de conspiradores al completo, ordenó el asalto. Esta vez, capturaría a Kel y a sus cómplices, vivos o muertos. Pero, dada su primera reacción, no se rendirían sin combatir encarnizadamente.

Viento del Norte rompió la cuerda que lo ataba al mástil y golpeó a uno de los griegos que intentaba estrangular a Bebón. El cómico consiguió deshacerse de él, y dos flechas se clavaron en la espalda de su agresor.

Nitis corrió a la cabina y sacó de la bolsa el arco de Neit. Apenas lo había tensado cuando una saeta de fuego iluminó la noche. Los mercenarios soltaron a su presa.

Kel y Bebón quedaron libres, ¿pero por cuánto tiempo? Una lluvia de flechas caía sobre la cubierta, sin dejar de causar víctimas, y el navío de guerra se aproximaba. Aunque escaparan de la muerte, caerían en manos del juez Gem.

—Arrojémonos al agua —decidió Nitis—. Es nuestra única posibilidad.

Viento del Norte imitó a la sacerdotisa.

—¡El río está lleno de cocodrilos! —protestó Bebón.

Kel empujó a su amigo. No era el momento de reflexionar.

—¡Escapan! —aulló el vigía del navío de guerra.

Una decena de soldados se arrojaron a continuación al agua, efectivamente infestada de depredadores.

Brutalmente arrancados de su sopor, varios monstruos se lanzaron contra aquella cantidad inesperada de presas.

Furiosos sobresaltos turbaron las aguas del Nilo mientras los soldados se apoderaban del barco mercante, donde había cesado cualquier resistencia.

A la luz de las antorchas, el juez Gem recorrió la cubierta. Uno de los cadáveres lo dejó pasmado: se trataba de Menk, el organizador de las fiestas de Sais. De modo que aquel elegante dignatario pertenecía a la pandilla armada del escriba Kel, que contaba, también, con varios mercenarios y un capitán de barco.

Una buena cantidad de criminales eliminados. Faltaban, sin embargo, el principal culpable, el escriba Kel, y sus cómplices más cercanos, la sacerdotisa Nitis y el actor Bebón.

De los nadadores lanzados en su persecución, sólo tres habían sobrevivido.

—Los fugitivos no han escapado de los cocodrilos —estimó un oficial.

El juez aguardó la mañana con impaciencia para poder inspeccionar el Nilo y sus riberas.

Pero las largas búsquedas fueron infructuosas.

—Los colmillos de los grandes peces no han dejado ni rastro de esos malhechores —confirmó el oficial—. Cuando están hambrientos, se muestran de una increíble voracidad. El asesino y sus cómplices fueron sus primeras víctimas.

Sin embargo, el juez Gem era escéptico.

—Que un barco de la policía siga lentamente hacia el sur e intente descubrir restos humanos —ordenó—. Nosotros volveremos a examinar la ribera, interrogaremos a los pescadores y los campesinos de la zona. Y registraremos las casas de las aldeas próximas.

—Es una pérdida de tiempo —estimó el oficial—. Los fugitivos no han podido sobrevivir.

—Soy yo quien dirige la investigación —recordó tajantemente el magistrado.

Gem pensaba en el extraño relámpago que había visto durante el abordaje. ¡Sin embargo, no había tormenta! Así pues, se trataba de una señal de los dioses. Pero ¿cómo había que interpretarla? Sin duda, era su justa cólera, que hería al asesino y ponía fin a su deplorable existencia. Un último control acabaría con aquel siniestro asunto, y el reino podría respirar libremente de nuevo.