37

Al viajar por primera vez a Elefantina, la capital de la primera provincia del Alto Egipto, el general en jefe Fanes de Halicarnaso descubrió un paisaje encantador: islotes florecidos en medio del Nilo, el antiquísimo templo del dios carnero Khnum, acantilados que albergaban las moradas de eternidad de los notables del Imperio Antiguo y una ciudad mercantil donde se negociaban productos procedentes de Nubia, como marfil y pieles de felinos.

No obstante, la belleza del lugar no atrajo por mucho tiempo la atención del militar. De hecho, sólo le interesaba la impresionante fortaleza que garantizaba la seguridad de la región e impedía el acceso a Egipto de las temibles tribus negras, siempre dispuestas a rebelarse, tentadas por la riqueza de la tierra de los faraones.

Desde hacía muchos años, los disturbios eran menores. Y ningún signo alarmante suscitaba la inquietud de las autoridades.

A la entrada de la fortaleza había dos guardias adormilados.

Con el filo de la mano, Fanes golpeó al primero en el cuello. El soldado se derrumbó, su camarada despertó y apuntó con su lanza al general.

Éste se la arrancó, la rompió y le aplastó el cráneo de un puñetazo.

—¡Defendeos, pandilla de cobardes! —aulló el griego.

Una decena de hombres aparecieron entonces, y Fanes de Halicarnaso blandió su pesada espada.

Los soldados, asustados, se quedaron inmovilizados, incapaces de atacar a aquel gigante.

—¡Miserables! Debería degollaros aquí mismo.

Cuando escupió, todos se batieron en retirada hasta el interior del edificio.

Seguido por su guardia personal, formada por fieles que no se andaban con miramientos, el coloso penetró en el primer patio.

Por fin apareció un oficial. Iba sin afeitar, y sin duda salía de una larga siesta.

—¿Quién sois?

—Fanes de Halicarnaso.

—El… el…

—El general en jefe de los ejércitos egipcios.

—¡Vuestra… vuestra visita no estaba anunciada!

—Todas las fortalezas de Egipto son mi dominio, incluso ésta. Y no tengo necesidad alguna de anunciar mi llegada. La guarnición debe estar dispuesta, en todo instante, para rechazar un ataque enemigo. Pero a juzgar por tu estado y el de tus hombres, el fracaso estaría asegurado.

—¡Nadie nos amenaza!

—Ve a buscar al comandante.

De cuatro en cuatro, el oficial subió los peldaños que llevaban al alojamiento de su superior.

Éste, un hombre panzudo con triple papada, bajó lentamente sin aliento de su percha.

—¿A quién le estáis tomando el pelo? ¡Aquí la única autoridad soy yo!

El bofetón de Fanes derribó al protestón.

—¡Te ceso en tus funciones, incapaz! Eres la vergüenza de mi ejército y acabarás tu carrera en el fondo de un oasis, custodiando condenados. Desaparece ahora mismo de mi vista.

Con el rostro ardiendo, el gordo se arrastró lejos del gigante.

—Reunión inmediata de todos los soldados —atronó el general.

La orden se ejecutó en seguida.

—Hoy mismo nombraré comandante de esta fortaleza a un griego. Primero os enseñará disciplina; luego, el arte de la guerra. Tendréis instrucción tres veces al día. Los remolones y los perezosos serán condenados al calabozo. Comencemos limpiando esta pocilga. Por la noche quiero una fortaleza limpia, soldados afeitados y lavados. En marcha.

Fanes llamó entonces al oficial de enlace, encargado de comunicarle los informes sobre el lugar. Los textos eran soporíferos y repetitivos.

—¿Por qué no me hablaste de este desastre?

—General, la situación me parecía normal. Aquí, en Elefantina, el clima no incita a un trabajo excesivo, la región está en calma y…

De un cabezazo, el gigante hundió el pecho del charlatán.

—Libradme de este tipo —ordenó a dos aterrorizados soldados egipcios.

A paso de carga, Fanes exploró a continuación todas las salas de la fortaleza. Se detuvo en el despacho del ex comandante, donde se conservaba la correspondencia militar. En apariencia, allí sólo había banalidades administrativas. Pero, de pronto, descubrió una tablilla de madera con dos escrituras, egipcia una y extranjera la otra.

Inmediatamente, el jefe de los intérpretes locales fue convocado.

—Soy nubio —advirtió.

¡Traduce, entonces!

Balbuceando, el intérprete dio cuenta de una requisitoria del jefe de una tribu que solicitaba salvoconductos y el pago de una tasa a cambio de su actitud pacífica.

El ex comandante había accedido a ello.

Una segunda misiva hablaba de la apropiación de productos alimenticios, arcos, flechas y escudos por parte de los aduaneros.

—Mantén la boca cerrada —exigió Fanes de Halicarnaso—. Como te vayas de la lengua, serás ejecutado por alta traición.

El intérprete juró por el nombre de Faraón y de todos los dioses.

Así pues, la realidad era mucho más inquietante de lo que el general suponía. Una fortaleza destartalada, lamentable estado de la tropa, corrupción, colusión con el enemigo… En caso de ataque, Elefantina no ofrecería la menor resistencia.

—Traedme al canalla que pretendía dirigir esta guarnición.

Los mercenarios griegos lo buscaron en vano.

El ex comandante había huido.

—Interrogaremos a los oficiales —decidió Fanes de Halicarnaso—. Los interrogaremos a fondo. Quiero conocer la naturaleza de la conspiración y su magnitud.

Las sesiones de tortura comenzaron esa misma noche. Aunque estuviera prohibida por la ley de Maat, al general le importó un comino, pues la seguridad del Estado lo exigía.

Los resultados sobrepasaron todos sus temores: el ex comandante de la fortaleza de Elefantina, algunos sacerdotes del templo de Khnum y los jefes de tribus nubias querían crear una región autónoma, hostil a la reforma del rey Amasis. No se citaba el nombre del escriba Kel, pero forzosamente estaba mezclado en una conspiración de tanta envergadura.