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El sumo sacerdote del templo de Thot, un hombre de edad avanzada, salía pocas veces de su modesta residencia oficial, cercana al lago sagrado. Sin embargo, seguía rigiendo la vida ritual del inmenso santuario y supervisaba de cerca a los administradores, encargados de mantener la prosperidad material del vasto dominio. Todas las mañanas, se alegraba al ver cómo el sol iluminaba los edificios, y daba gracias al dios del conocimiento por haberle concedido una hermosa y larga vida al servicio de lo sacro.

Su más cercano colaborador, el ritualista en jefe, cumplía impecablemente con sus múltiples deberes. Pertenecía a esa excepcional categoría de servidores del dios desprovistos de ambición, que sólo pensaban en la perfección de las ceremonias. Su última iniciativa era sorprendente, pero sus argumentos habían convencido al sumo sacerdote, muy apegado al derecho de asilo, que era una barrera para el poder actual.

Y la ley de Maat debía imponerse a la justicia de los hombres. Si se alejaban la una de la otra, el mundo desaparecería.

Recibir al juez Gem lo enojaba. Ante la insistencia del jefe de la magistratura egipcia, el sumo sacerdote había aceptado, sin embargo, una entrevista con él para no provocar la irritación del rey Amasis contra Hermópolis.

—Agradezco que hayáis aceptado recibirme, sumo sacerdote —dijo el juez, molesto por haber aguardado tanto.

—Mi mobiliario es escaso. ¿Os parece adecuado este taburete de tres patas?

—Por supuesto.

—¿Qué os trae por aquí, juez Gem?

—El faraón me ha dado plenos poderes para detener, para eliminar incluso, a un asesino de la peor especie, el escriba Kel. Está a la cabeza de una cohorte de peligrosos conspiradores de la que forman parte una sacerdotisa de Neit, Nitis, y un actor llamado Bebón. Éste ha interpretado a menudo, aquí, algunos papeles en las representaciones de los dramas sagrados en el atrio del templo.

—Bebón… Un excelente muchacho, sí, algo fantasioso, pero apreciado por todos.

—Os recuerdo, sumo sacerdote, que está ayudando a un criminal implacable, acusado de gran número de asesinatos.

—¿Por qué iba a cometer ese escriba tan horribles actos?

—Eso es secreto de Estado.

—¡Ah!… De modo que ha disgustado al rey.

El juez procuró mantener la calma.

—No lo creáis, sumo sacerdote. El Estado está amenazado, por lo que debemos intervenir e impedir que un grupo de sediciosos derribe el trono.

—¿No es el faraón el primero de los servidores de Maat? Como constructor de templos, ofrece a los dioses sus moradas terrenales y, con esa ofrenda, se gana su benevolencia. ¿No es un grave error atacar los santuarios y considerarlos como dominios ordinarios? Decidle al soberano que el respeto de la Tradición preserva la armonía y que la adulación del progreso desenfrenado conduce a la desgracia.

—Sumo sacerdote, no he venido aquí para hablar de una política de la que no soy responsable.

—Y sin embargo, la aplicáis, puesto que ya no se reconoce la justicia de los templos.

Gem bullía de furia.

—En este instante, sólo cuenta una cosa: ¿se ocultan en este templo el escriba asesino y sus cómplices?

El anciano se sumió largo rato en la reflexión.

—En primer lugar, habría que aportar pruebas irrefutables de su culpabilidad; conociendo a Bebón, no lo veo participando en una conspiración criminal contra el rey. Luego, ¿cómo controlar la totalidad de las idas y venidas? Pocas veces salgo de esta modesta casa y debo confiar en los informes de mis subordinados. A mi edad, tan cercana ya al hermoso Occidente, me ocupo cada vez menos de los problemas profanos e intento percibir las palabras de los dioses.

—¿Quién controla al personal?

—Más de veinte administradores y sacerdotes.

—Me gustaría consultar sus listas.

—Como queráis. Proceded con delicadeza, pues esa intervención los disgustará.

—Una orden escrita por vuestra parte facilitaría mi tarea.

—No apruebo vuestra gestión, así que no la daré. Aconsejad a vuestro rey que restablezca la autonomía financiera y jurídica de los templos. Sometiéndolos por la fuerza a la ley ordinaria e imponiendo un igualitarismo desastroso, provocará la cólera de los dioses. Ahora debo descansar. Que tengáis buen regreso a Sais, juez Gem.

Frente a aquel anciano autoritario, obstinado y venerado, el magistrado se sintió desarmado. Reclamar a su jerarquía los documentos necesarios probablemente no daría resultado alguno. Ausencia de los responsables, mala clasificación, inexplicable desaparición de ciertos papiros… Se utilizarían mil astucias para impedir que su investigación tuviera éxito.

Amasis había metido en cintura a los templos sólo en apariencia, y su sumisión era puro artificio. Obligados ahora a pagar pesados impuestos, maquillaban sus declaraciones y se oponían a las investigaciones del Estado. Al canciller Udja y al ministro de Finanzas Pefy les tocaba resolver ese complicado problema.

El juez Gem, en cambio, debía detener al escriba asesino y a sus cómplices. Por las apuradas declaraciones del sumo sacerdote, tenía una certeza: se ocultaban, en efecto, en Hermópolis, donde la sacerdotisa Nitis y el cómico Bebón disponían de apoyos eficaces.

Segunda certeza: el templo era sólo una etapa y no su destino final, Tebas. Temiendo la indiscreción y la delación, probablemente los fugitivos no se quedarían allí mucho tiempo. ¿Cuál era el mejor medio para desplazarse? Uno de los barcos pertenecientes al clero.

Pero mandar al ejército y la policía a los muelles, interrogar a los capitanes y a las tripulaciones… ¡sería inútil! Mentirían y darían la alerta a sus pasajeros clandestinos.

Había que obtener una información clave: la lista de los navíos dispuestos a partir hacia el sur. Luego colocarlos bajo estrecha vigilancia y aguardar la llegada de Kel, Nitis, Bebón y el resto de la pandilla.

La intercepción no se llevaría a cabo en la propia Hermópolis, sino a buena distancia de la ciudad, para evitar la cólera del sumo sacerdote y dejarlo al margen del asunto. Si se beneficiaba de la clemencia de la justicia, tal vez se mostrara menos hostil a las nuevas leyes.

El juez Gem convocó a una decena de oficiales y les expuso su plan, y entre todos decidieron utilizar sólo confidentes locales y estibadores capaces de proporcionar buenas informaciones. Bien pagados, se apresurarían a merecer sus primas.

Todos eran conscientes de la importancia de su misión. Esta vez, la caza del hombre estaba a punto de tener éxito.