Maravillado, Kel contempló a Nitis. Tenía los ojos más hermosos del mundo, un cuerpo digno de las diosas y el encanto de una hechicera.
Naturalmente, era sólo un sueño. No podía estar allí, tan cerca de él, amorosa y entregada. Aun a riesgo de que desapareciera, se atrevió a besarla.
Radiante, ella despertó.
—Nitis… ¿Eres tú? ¿Realmente eres tú?
Su sonrisa y su mirada lo conmovieron, y Kel la abrazó como si quisiera asfixiarla.
—Despacio —imploró ella.
—Perdóname, pero soy tan feliz…
—Los dioses nos protegen, Kel, siempre que llevemos a cabo nuestra misión.
De pronto, la dura realidad cayó sobre el muchacho. No eran una pareja normal que despertaba en su casa, en una aldea tranquila. Kel no acudiría a su despacho, Nitis no cumpliría con sus deberes de ama de casa, no hablarían de sus futuros hijos…
Aquella casa era sólo un refugio temporal, tal vez su último instante de gracia.
—No pierdas la esperanza —recomendó ella—. Nuestros aliados nos permitirán hablar con la Divina Adoratriz y la convenceremos de lo justo de nuestra causa. Hoy pertenecemos al tribunal de este templo.
Kel intentó olvidar que el ejército y la policía del faraón Amasis lo buscaban. Junto a Nitis y a otros temporales, se purificó en el lago sagrado y recibió, luego, las instrucciones del ritualista en jefe. Su silencio y su recogimiento no extrañaron a nadie. Al servicio de los dioses, no se levantaba la voz. Y Thot detestaba a los charlatanes.
El descubrimiento de la biblioteca fue una maravilla. Miles de manuscritos se habían acumulado allí desde las primeras edades y estaban cuidadosamente clasificados. ¡Allí se edificaba el paraíso de los escribas! Kel se enfrascó en los papiros matemáticos, pero habría necesitado meses, años incluso, para agotar su sustancia y descubrir un eventual sistema de descifrado. Nitis, por su parte, estudió el antiguo ritual de creación del mundo modelado por la Ogdoada, formada por cuatro potencias masculinas y cuatro potencias femeninas.
Tras haber desayunado con los arrieros al servicio del templo, esa mañana Bebón y Viento del Norte recibieron las instrucciones de un intendente amigo del ritualista en jefe. Tendrían que efectuar varios viajes entre la cervecería y un barco que zarpaba hacia el sur. El capitán deseaba un buen número de jarras de cerveza para luchar contra la sed y, sobre todo, aceptaría pasajeros no declarados a la policía a cambio de una justa retribución.
El primer contacto fue difícil, pues el precio exigido superaba con mucho el nivel de deshonestidad aceptable. A medida que eran entregadas jarras y más jarras, la negociación evolucionó favorablemente y al final llegaron a un acuerdo. Gracias a la bolsa de piedras preciosas, Bebón podría enfrentarse a futuros gastos.
Aún debía tener paciencia durante dos días más, dos días insoportablemente largos.
El cómico pasó algunos buenos momentos en compañía de sus colegas, mientras Viento del Norte imponía su calma a los asnos indisciplinados. Bebieron cerveza fuerte y comieron cebollas frescas, al tiempo que se felicitaban por trabajar al servicio de un templo generoso.
Bebón representaba bien su papel. En realidad, permanecía siempre ojo avizor, temiendo ver aparecer a la policía.
Cuando regresó al barco, en plena noche, no advirtió nada anormal. Pero, desconfiado, recorrió el muelle.
—¿Buscas a alguien? —le preguntó una voz ronca.
Apareció un fortachón armado con un pesado garrote.
El actor mantuvo la calma.
—A una moza. Me han dicho que anda por aquí.
—Pues te han informado mal.
—¡Qué vamos a hacerle! Probaré suerte en otra parte.
¿De dónde sales tú?
—Vuelve a dormirte, muchacho —le recomendó Bebón.
—Yo vigilo los barcos. Y castigo a los curiosos.
—Buenas noches, amigo.
La policía tenía hombres por todas partes. Bebón volvería antes de zarpar y comprobaría que no estuviera preparándoles una ratonera.
Menk utilizaba perfectamente sus dos funciones para investigar en el territorio del templo de Hermópolis: algunas veces se presentaba como el organizador de las fiestas de Sais; otras, como el enviado especial del director del palacio real, Henat. Según sus interlocutores, utilizaba la suavidad o la amenaza. A pesar de esta hábil estrategia, no había obtenido indicio alguno que le permitiera creer que Nitis y Kel se ocultaban en el dominio del dios Thot. Sólo se transparentaba la hostilidad de varios sacerdotes a la política de Amasis y, por lo tanto, su posible complicidad con los fugitivos.
Cuando estaba descansando junto a un pozo, en pleno valle de los tamariscos, se fijó en un tipo extraño que se ocultaba tras un tronco y lo observaba.
—Id a buscarlo —ordenó Menk a dos mercenarios, que no se anduvieron con chiquitas.
—Soy un honesto hortelano —lloriqueó el chafardero—; no tenéis derecho a detenerme.
—El palacio me dio plenos poderes —declaró Menk, gélido—. Una sola mentira, una sola negativa a responderme y te mato. ¿Por qué me espiabas?
Al hortelano le temblaba la voz.
—Por el otro, por el policía… Me preguntaba si todo volvía a empezar, si erais colega suyo… ¡Yo ayudo a la policía! Le señalo a los extranjeros dudosos y ella me recompensa.
—¿Le hablaste de ése?
—¡No, porque era policía!
—¿Iba solo?
—No, bueno, no lo creo. Cerca del pozo había también una hermosa muchacha y un asno. Sin duda acompañaba al extranjero.
«Kel y Nitis», pensó Menk.
¡De modo que el templo de Thot les daba asilo!
—¿Te interrogó mi colega? —preguntó, amable, Menk.
—No, sólo me indicó que procedía del pueblo de Las Tres Palmeras, donde había participado en el arresto de un delincuente. Y yo no insistí.
—Bien hecho, amigo. Esta investigación no te concierne. Sujeta tu lengua y no te sucederá nada malo.
Ante la amenazadora mirada de los mercenarios, el hortelano se largó.
Menk debería haber avisado a Henat y organizar una redada policial. Pero no quería ceder a nadie el privilegio de acabar con el escriba Kel y salvar a Nitis. La muchacha comprendería el sentido de su gesto y se lo agradecería. Así pues, era preciso desplegar una sutil estrategia para atraer a su rival hacia una trampa mortal.