Infecto! —declaró el rey Amasis derramando la copa de vino blanco que acababa de servirle su copero—. ¡De dónde procede este vinacho!
—Se trata de un gran caldo de los oasis, reservado para el palacio, majestad.
—¡Rompe las jarras que lo contienen! Y procúrame el nombre del vendimiador responsable. Su carrera ha terminado.
El copero se esfumó.
La reina posó tiernamente la mano en el brazo de su esposo.
—Tampoco era para tanto, creo yo.
—Tenéis razón, Tanit. Tengo los nervios de punta. A veces experimento la insoportable sensación de que el control del Estado se me escapa.
—¿Acaso tenéis algún indicio serio?
—No, sólo es una simple premonición, una especie de malestar.
—Vuestro jefe de los servicios secretos, Henat, ocupa un lugar esencial en la cúpula del Estado. Se oyen numerosas críticas contra él, más o menos acerbas. ¿No deberíais desconfiar de sus ambiciones?
—Henat me informa, pero no decide. Es un hombre ponderado, metódico, trabajador y también retorcido. El puesto le va a las mil maravillas, y conoce sus límites.
—¿Diríais lo mismo del canciller Udja?
—Es un excelente primer ministro, de una probidad y una envergadura insólitas. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
—¿Piensa en sucederme? No lo creo. Y la misma observación vale para el ministro de Finanzas, Pefy. Esos dignatarios han consagrado su existencia a servir al Estado y conocen el peso de la función real.
—No seáis demasiado confiado —recomendó la reina—. Según un antiguo texto de Sabiduría, el faraón no tiene amigos ni hermanos.
Amasis besó a Tanit en la frente.
—Tranquilizaos, querida: tras haber escuchado a mis consejeros, compruebo sus afirmaciones. Y sólo yo dirijo el país.
Se anunció entonces la llegada del canciller Udja.
—Os dejo —dijo la soberana.
—No, quedaos. Tal vez necesitemos vuestros consejos.
La fortaleza de Udja era impresionante realmente. Por sí solo llenaba la sala de audiencias. Se inclinó con respeto ante la pareja real.
—Majestades, tengo el placer de anunciaros la botadura del nuevo barco de guerra, el mayor de nuestra flota. Lo he examinado personalmente en sus menores detalles, y puedo aseguraros que no habrá adversario a su medida. Queda por nombrar un comandante capaz de manejarlo y de obtener el máximo de sus posibilidades.
—¿Puedes proponerme algún nombre? —preguntó Amasis.
—He aquí una lista de profesionales expertos, majestad. Mis dos preferidos están marcados con un punto rojo; el de Fanes de Halicarnaso, con un punto negro. He añadido el detallado expediente de cada candidato.
Amasis examinó rápidamente la lista y las hojas de servicio de los postulantes. Luego eligió a un capitán de unos cuarenta años, cuyo nombre no estaba marcado por punto alguno.
—Que ocupe su puesto rápidamente.
—Le comunicaré su nombramiento hoy mismo —prometió Udja—. Dentro de un mes, dos navíos más saldrán de los astilleros. ¿Debo proseguir con el programa de construcción?
—Aceléralo y contrata a más carpinteros.
Con las manos a la espalda, Amasis recorrió la sala de audiencias.
—Mientras el servicio de los intérpretes no sea plenamente operativo, desconfiaré de los persas.[12] Este pueblo lleva en la sangre la guerra y la intriga. Armémonos hasta los dientes para disuadirlos.
La reina asintió con un discreto movimiento de la cabeza.
—¿Tenemos noticias de Creso? —preguntó.
—Correspondencia diplomática normal, majestad. Os traigo su última carta: os desea una excelente salud de parte del emperador Cambises, muy ocupado restaurando la economía de sus vastos territorios.
—Escribe una respuesta convencional —ordenó Amasis—. ¿Realmente Mitetis, la esposa de Creso, me ha perdonado que derrocara a su padre para sucederlo?
—Es imposible saberlo —consideró la reina—. Imagino que, con la edad, verá de un modo distinto esos dolorosos momentos, salvo si la corroe un infinito rencor. Sea como sea, ¿goza de influencia real sobre la política persa?
—Sólo cuenta Creso —decidió el rey.
—Acabo de recibir un inquietante informe del juez Gem —declaró el canciller con voz grave—. Su investigación avanza y está convencido de que el escriba Kel encabeza una pandilla de sediciosos, itinerantes y decididos a la vez. No se trata, pues, de un simple asunto de asesinato, sino de una conspiración contra el Estado y contra vuestra persona, en la que estaría mezclada la sacerdotisa Nitis. Además, he hecho un descubrimiento decepcionante: las diversas autoridades del Alto Egipto aplican a regañadientes las consignas del juez. Así pues, las mallas de la red resultan demasiado grandes, lo que permite que los insurrectos escapen.
—¡La influencia de la Divina Adoratriz! —maldijo el monarca—. Se opone al progreso encarnado por los griegos y quiere mantener el Alto Egipto en sus antañonas tradiciones. ¿Tiene el juez alguna pista seria?
—Sí, majestad, pues el escriba Kel dejó huellas de su paso, especialmente en el Fayum. Gracias a los medios de los que dispone, el juez Gem tiene fundadas esperanzas de encontrarlo. Chocará, sin embargo, con la falta de colaboración de los templos, descontentos con vuestra política para con ellos.
—Los templos… ¡Debería arrasar buen número de ellos!
—Eso sería un error —estimó la reina—. Para la población, que sin embargo no puede acceder a ellos, los santuarios son morada de los dioses y garantizan la supervivencia de las Dos Tierras. Lo importante era hacer entrar en razón a los sacerdotes, y lo habéis conseguido.
—¡Pero sólo en apariencia! Ciertamente, Nitis dispone de una red de cómplices que los albergan y les proporcionarán medios de transporte hasta Tebas.
—Perseguimos a los fugitivos, majestad —recordó el canciller—, y podemos contar con la tenacidad del juez Gem. Además, la Divina Adoratriz no desdeñará la solemne advertencia de Henat.
—¡Esa anciana sacerdotisa es tozuda como una mula! Convencerla no será fácil.
El canciller pareció escandalizado.
—La Divina Adoratriz nunca se atreverá a ayudar a un criminal huido y a su pandilla de rebeldes. Sea cual sea su hostilidad a la evolución de nuestra sociedad, no infringirá la ley; de lo contrario, su reputación se hundiría.
—¿Tienes algún informe del general en jefe Fanes de Halicarnaso?
—Todavía no, majestad. El ministro Pefy, en cambio, ha llegado a Abydos, donde supervisa las obras de restauración y prepara la celebración de los misterios de Osiris. Me ha dejado los expedientes ordenados, y sus ayudantes colaboran rigurosamente. Gracias a la eficacia de los agentes del fisco, los nuevos impuestos son todo un éxito, y las finanzas del país, una maravilla.
—Puedes retirarte, Udja.
Amasis se sentó pesadamente en su trono.
—El poder me abruma —le confió a su esposa.
—Pero ¿acaso no son un éxito vuestras reformas? Al aplicarlas con mano firme, aumentáis la riqueza de las Dos Tierras.
—Basta ya de hablar de trabajo, querida. Daremos un paseo en barco, tomaremos vino fresco y almorzaremos en compañía de algunas tañedoras.