El recuperado vigor del juez Gem sorprendió a sus subordinados. Quedaban olvidados el peso de los años, la artrosis, el dolor de piernas y la aspiración a un merecido retiro. Era inútil hablarle de fatiga y de limitar las horas de trabajo. Sólo contaba la persecución del escriba y de sus cómplices.
Provisto de un decreto real que le permitía detener a cualquier sospechoso, incluido un jefe de provincia, el alto magistrado ponía en marcha una operación policial de inigualable magnitud. Muy pronto el Alto Egipto estaría bajo un control permanente.
A bordo del barco, cuyas dos cabinas habían sido transformadas en despachos, trabajaban una gran cantidad de escribas. En cada una de las escalas, procuraban informaciones al juez, y él impartía nuevas directrices.
Releer el expediente de Bebón lo confortó en su opinión: aquel actor era un importante recluta para la facción terrorista dirigida por Kel. Gran viajero, y asumiendo el papel de los dioses en el atrio de los templos cuando se celebraba la parte pública de los misterios, Bebón había tejido, por fuerza, una red de amistades puestas, hoy, al servicio del crimen.
Desgraciadamente, no había nada que indicara su amistad con el escriba asesino. Bebón no tenía domicilio fijo, vivía encasa de sus sucesivas amantes y, al margen de sus giras, se las arreglaba como podía. La perspectiva de pertenecer a un movimiento oculto capaz de derribar el trono real debía de haberlo seducido.
Y la sacerdotisa de Neit, Nitis, aportaba su piedra al edificio. Su difunto maestro espiritual le había proporcionado, forzosamente, los nombres de algunos ritualistas implicados en la conspiración que podían ayudarla. Por eso Kel escapaba a las fuerzas del orden desde hacía tanto tiempo.
Una terrible hipótesis pasó por la mente del juez: ¿era la Divina Adoratriz el alma y el jefe de los terroristas? Al no poder actuar a cara descubierta, alentaba la andadura de los conjurados, espiritual y materialmente al mismo tiempo. ¿No se equivocaba Amasis al creer que estaba confinada en Tebas y desprovista de una influencia real? Tal vez había conseguido crear un ejército secreto de partidarios, decididos a ofrecerle la plenitud de la función faraónica.
Un análisis objetivo de la situación, sin embargo, hacía inverosímil esa teoría. Amasis controlaba el ejército, la policía y el conjunto de los servicios del Estado. La Divina Adoratriz, por su parte, celebraba ritos en honor de Amón y reinaba sólo sobre un restringido número de ritualistas y de servidores que se aprovechaban de las riquezas de la provincia tebana.
Kel se equivocaba al buscar su ayuda. La Divina Adoratriz se vería obligada a rechazarlo y lo pondría, probablemente, en manos de las autoridades. Salvo… salvo si los papiros cifrados eran un elemento esencial en esa tragedia y si la soberana de Tebas, de inmenso saber, tenía la clave para descifrarlos.
Nadie conseguía leerlos. ¿Acaso esconder su contenido con tanta habilidad no demostraba su importancia?
Uno de los ayudantes del juez Gem interrumpió su reflexión.
—Acabo de recibir una gran cantidad de informes de la mayoría de las grandes ciudades del Alto Egipto.
¿Por qué pones esa cara? ¿Te has enterado de alguna catástrofe?
—Más o menos.
—¡Explícate!
—Los jefes de provincia y los alcaldes del Alto Egipto no se apresuran a poner en práctica vuestras directrices. Obedecen al faraón, es cierto, pero no están muy contentos con su amor por Grecia. Sais les parece lejana y tan vuelta hacia el Mediterráneo que olvida el profundo sur y sus tradiciones, defendidas por la Divina Adoratriz.
—¿Un comienzo de rebelión?
—Tampoco hay que exagerar. Las autoridades se limitan a ir despacio y a moderar sus esfuerzos.
—O sea, que los controles no se ejercen con el rigor necesario y el asesino puede pasar entre las mallas de la red.
—Eso me temo, juez Gem. Del lado de los templos es aún peor. Desaprueban la intromisión del Estado en su gestión y en sus bienes, y deploran el nombramiento del sumo sacerdote de Sais sin haber consultado con los clérigos locales. Los sacerdotes del sur, que se sienten despreciados y maniatados, no nos procuran ayuda alguna.
—¡Incluso serían capaces de ocultar a los fugitivos!
—Podría ser. Por fortuna, disponemos de algunos informadores.
La situación parecía mucho peor de lo previsto, y el escriba Kel la aprovecharía en su favor. El juez redactó un largo informe para el rey Amasis, revelándole aquella realidad subterránea e inquietante. En esas circunstancias, la misión del general Fanes de Halicarnaso en Elefantina parecía decisiva. En caso de revuelta de la guarnición y de alianza con los nubios, el equilibrio del país se vería amenazado.
Cuando el barco del alto magistrado atracó en el muelle del principal puerto del Fayum, un oficial subió a bordo y solicitó una entrevista inmediata.
—Se han producido graves incidentes en el lago de Sobek —le dijo a Gem—. Unos sacerdotes fueron salvajemente agredidos por tres individuos, dos hombres y una mujer. El cocodrilo sagrado fue respetado.
—Tráeme a los testigos.
—¿Al sumo sacerdote de Sobek también?
—A todos los testigos, y pronto.
El juez tuvo que aguantar una oleada de gemidos e indignadas protestas. El clero local exigía una fuerte indemnización por parte del Estado, a causa de los prejuicios sufridos. Por lo que se refería a la descripción de los culpables, era cosa de la más desbordada fantasía. Sólo había un detalle significativo: la mujer era una sacerdotisa de Neit, que había acudido para pedirle ayuda a Sobek. ¡Y éste le había ofrecido un enorme arco y unas grandes flechas!
Gem retuvo al sacerdote que había hablado con el trío. Era evidente que ocultaba parte de la verdad.
—¿La mujer habló con el cocodrilo?
—No… Bueno, un poco.
—¿Cómo se comportó éste?
—Normalmente.
—Según el sumo sacerdote, la encarnación de Sobek reconoce a sus servidores por la voz. Ahora bien, esa sacerdotisa de Neit no formaba parte de ellos. Si se acercó al dios, corría un peligro mortal. ¿No intentaste librarte de ella?
—Nuestro destino pertenece a los dioses, y…
—¡El intento de asesinato se paga muy caro!
—Me prometieron que nadie me molestaría y que cobraría la merecida recompensa. ¿Por qué me acusáis ahora?
Los ojos del juez brillaron.
—¿Quiénes te lo prometieron?
—He jurado que no hablaría.
—O hablas o te mando de cabeza a prisión.
El sacerdote no lo dudó demasiado.
—Un agente especial, enviado por el palacio, me interrogó largo rato y me ordenó que no mencionara su intervención, so pena de represalias.
—¿Cómo se llamaba?
—No me lo dijo. Lo acompañaban varios acólitos que no tenían muy buen aspecto.
—¿Les facilitaste alguna indicación que hayas olvidado comunicarme a mí?
—¡En absoluto! ¿Me protegeréis?
—Se destinarán militares a la vigilancia de la región.
El sacerdote hizo una reverencia.
Al juez, que estaba perplejo, se le ocurrían dos posibilidades: o Henat, el jefe de los servicios secretos, llevaba a cabo su propia investigación utilizando un comando, o algunos miembros de la pandilla del escriba Kel hacían uso del terror y la intimidación.
Tanto en un caso como en el otro, más valía no chocar con Henat. El magistrado se las arreglaría solo.