Regado por un vasto lago, una especie de mar interior, el Fayum era una región verdeante, reserva de caza y pesca. Gigantescas obras se habían emprendido en el Imperio Medio y habían permitido transformar el paraje en un lujuriante paraíso.
A la entrada del Fayum, la pirámide del gran faraón Amenemhat III[6] montaba atenta guardia para alejar a los malos espíritus y garantizar la prosperidad de aquella rica provincia. Dominaba el gran canal que traía las aguas del Nilo, y recordaba la gloria de una época próspera, magnificada también por un inmenso templo dedicado al Ka del faraón y a Sobek, el dios cocodrilo. El edificio, que se inspiraba en el conjunto arquitectónico de Zoser, en Saqqara, comprendía numerosos patios flanqueados por capillas de techo abovedado, antecámaras con deflectores, una especie de claustro y corredores ocultos en las paredes, y parecía un verdadero laberinto[7] donde sólo el alma justificada del faraón podía encontrar el recorrido adecuado.
—He aquí el primer lugar de poder —señaló Nitis—. Antaño los genios de todas las provincias se reunían aquí para reconstruir el cuerpo de Osiris y permitir, así, la resurrección del rey.
—Loables intenciones —comentó Bebón—, pero el lugar me parece abandonado y poco tranquilizador.
Kel cruzó el primer portal de acceso, pasando bruscamente de la luz del día a la penumbra. Se topó con un muro, se vio entonces obligado a tomar un estrecho paso y descubrió un primer patio rodeado de columnas.
Un pesado silencio reinaba en el lugar.
Nitis llegó a la altura del escriba.
—El santuario parece vacío.
—¡Allí, mirad! —gritó Bebón.
Al pie de una columna había una cobra negra como la tinta con una cabeza pequeña y reluciente y una horrenda y ancha boca.
—Su mordedura es mortal —dijo la sacerdotisa—, y no existe conjuro capaz de inmovilizarla en el suelo. Sobre todo, nada de movimientos bruscos.
El depredador contemplaba a sus presas.
—No es un reptil ordinario —estimó el escriba.
De hecho, los ojos de la serpiente llameaban con un anormal fulgor rojizo. Miraba, uno tras otro, a cada uno de los intrusos, como si vacilara en elegir su víctima.
—Deberíamos irnos —sugirió Bebón.
—Sólo espera un intento de huida. Te lo ruego, no te muevas.
La lengua de la cobra había iniciado una furiosa danza. Hurgando en el espíritu de los humanos, captando su miedo, serpenteó hacia ellos.
Nitis imploró a su difunto maestro que los protegiera. Los dioses no podían abandonarlos allí, en el interior de un templo, y terminar de ese modo con su búsqueda de la verdad.
De pronto, surgiendo de la columnata, una mangosta se interpuso entre el trío y el reptil. La rata de Faraón, gran aficionada a los huevos de cobra, se había revolcado en el lodo y lo había dejado secar para protegerse con aquella espesa coraza.
Al reconocer a su peor adversario, la cobra permaneció inmóvil. Pese a su pequeño tamaño, la mangosta demostraba tener un extraordinario valor y apostaba por la rapidez.
—En ella se encarna el dios Atum —recordó Nitis—. Nace a cada instante del océano de los orígenes, Ser y No Ser al mismo tiempo.
La mangosta dio vueltas alrededor de la cobra, buscando un ángulo de ataque. Ambos sabían que sólo tendrían derecho a un único mordisco, preciso y mortal.
La cobra se lanzó, y Nitis cerró los ojos. Si mataba a la mangosta, los dioses los abandonarían y la mentira triunfaría.
—Ha escapado —advirtió Bebón.
Y el pequeño mamífero se lanzó entonces al asalto, aprovechando un momento de vacilación del reptil. De un alucinante salto, se asió a la parte posterior de su cabeza y clavó sus colmillos.
Una serie de sobresaltos, un último espasmo y luego la muerte.
La mangosta había vencido.
—Los dioses os protegen —declaró un sacerdote de edad avanzada, con la cabeza afeitada, que vestía una túnica de lino blanco a la antigua.
Bebón no sabía de dónde había salido. Inquieto, se volvió.
No había nadie más.
—¿Sois el guardián de este templo? —preguntó Nitis.
—Tengo ese honor, sí.
Arrastrando al reptil, la mangosta abandonaba el lugar.
—Me llamo Nitis, superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit de Sais. Mi maestro fue el difunto sumo sacerdote Wahibre.
El guardián pareció afligido.
—¡De modo que Wahibre nos ha abandonado! Una pérdida terrible. Era un hombre sabio y recto, un auténtico «justo de voz». Instruido por todos los escritos sagrados, poseía una ciencia digna de Imhotep. ¿Por qué os ha enviado aquí?
—Necesito la ayuda de Neit, vinculada al poder del cocodrilo Sobek.
El rostro del viejo sacerdote se ensombreció.
—En este templo se expresa el Ka, y sólo él. Los asuntos humanos no le conciernen.
—Atum ha vencido a la serpiente de las tinieblas —recordó Nitis—. ¿Acaso no dais importancia a esa señal del cielo?
El guardián del laberinto reflexionó largo rato.
—Ya no suelo recibir visitantes. Este lugar está consagrado al silencio, a la meditación y al recuerdo.
—Mis compañeros y yo misma estamos buscando la verdad. Y sin vuestro apoyo, fracasaremos.
—Puesto que los dioses os ayudan, no lo eludiré. Tal vez lo que buscáis se encuentre en los alrededores de Shedit,[8] la capital del Fayum. ¿Vive Sobek en el lago todavía? No lo sé. De ser así, vuestra aventura se detendrá allí, pues nadie escapa de las fauces del cocodrilo. Ascendiendo de las aguas subterráneas, moldea el nuevo sol y devora lo perecedero. Adiós, sacerdotisa de Neit.