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Bebón no lo dudaba: lo seguían. Si el policía podía sorprender a Kel y a sus cómplices en su madriguera, la hazaña tendría mucho más mérito. ¡Un hermoso ascenso a la vista!

El actor tomó una tortuosa calleja, en cuyo centro se había dispuesto un estrechísimo paso que la unía a una ancha arteria. A la salida, corrió hacia el puesto de un vendedor de cestos, lo atravesó y salió por detrás.

Los había despistado.

Bebón palpó la bolsa de piedras preciosas. ¡Una hermosa fortuna! Y el resto de la recompensa lo habría convertido en un hombre rico, cuya única actividad consistiría en gozar de la vida. Su traición era muy rentable…

Con paso tranquilo, llegó al puerto y se dirigió a un barco de lujo que estaba a punto de partir, el Escarabeo.

Un marino le prohibió acceder a la pasarela.

—Nadie puede pasar, muchacho. La tripulación está al completo, no enrolamos.

—Soy el portasandalias de la señora del dominio Neferet.

El guardia fue a avisar a la interesada y, una vez obtenida su aprobación, autorizó al criado a embarcar.

Bebón se inclinó ante Nitis.

—He ganado la apuesta —declaró—, y he aquí el resultado: ¡con estas piedras preciosas podremos arreglárnoslas por algún tiempo!

—Kel y yo nos moríamos de angustia —reconoció la muchacha—. Los riesgos eran considerables.

—¡Peores las hemos visto, y la cosa no ha terminado! Las fuerzas del orden desean tanto una información decisiva que están dispuestas a tragarse lo que sea.

El capitán dio la orden de levar anclas. El viento del norte permitiría abandonar rápidamente Menfis, mientras las autoridades preparaban su ratonera alrededor del Sólido, un carguero del todo inocente.

Por orden de su patrona, el intendente Kel pagó al capitán del Escarabeo, reservado a una clientela acomodada. El juez Gem buscaba a una pareja obligada a guardar una extremada discreción, no a una propietaria de dominio, radiante y relajada, acompañada por dos servidores. Oficialmente, desembarcaría en Khemenu, la ciudad de Thot, en el Medio Egipto, donde poseía numerosas tierras. Ciertamente, podría haber utilizado su propio barco, pero aquel viaje, en compañía de personas de su condición, la distraía.

Cinco confortables cabinas estaban reservadas para cuatro grandes damas y un inspector de los diques. Reunidos en proa, charlaron bebiendo cerveza ligera y degustando unos carnosos higos, antes de saborear una excelente comida sentados en sillas bajas con respaldo, a la sombra de un parasol. Los manjares, oca asada, carne de buey secada, salada, ahumada y untada con miel, así como pescado preparado a bordo, fueron servidos en hojas de haba, anchas, huecas y sólidas.

Los criados y los servidores, menos mimados, se limitaron a conservas de ave, pescado seco, una lechuga de Menfis y dátiles. Viento del Norte, en compañía de otros dos asnos, saboreó alfalfa fresca.

—Me gustaría mucho jugar a ser rico de vez en cuando —confesó Bebón—. En fin, el condumio es comestible y la cerveza pasable.

—El ministro Pefy no nos ha traicionado —observó Kel—. De lo contrario, ya nos habrían detenido. Por lo tanto, no forma parte de los conspiradores.

—Aparentemente, tienes razón. Sin embargo, temo un golpe bajo. Tal vez quiera capturarnos personalmente, sin la ayuda de la policía y el ejército, para aparecer como el salvador. Un buen comienzo para un futuro faraón, ¿no?

—En ese caso, el juez Gem estaría manipulado, mal informado, y sería íntegro.

—¡Imposible! Disfraza su acoso con el grueso manto de la legalidad y obedece las órdenes del poder.

—A saber, del faraón Amasis —recordó el escriba—. ¿Futura víctima o cabeza pensante de los conspiradores?

Bebón se rascó la mejilla.

—De modo que el rey organizaría una conspiración para derrocarse a sí mismo… Hay algo que se me escapa.

—¿Y si intentara librarse de algunos ministros, molestos ya, tendiéndoles una trampa? Si hay algo seguro es que Amasis vende, poco a poco, el país a los griegos, y algunos notables influyentes, como Pefy, lo desaprueban. Al inventar una conjura en la que estarían mezclados sus oponentes, el monarca los desacreditaría y los eliminaría.

—¡Realmente no hay nada peor que la política!

—Sí, la injusticia.

—Es lo mismo. Yo me echo una siesta. Las bajezas del alma humana me agotan.

Bebón se dormía en cualquier lugar, en seguida. A Kel, en cambio, no le gustaba en absoluto el jueguecillo del inspector de diques, que, era evidente, estaba cortejando a Nitis. Al menor gesto fuera de lugar, el escriba intervendría.

Por fortuna, la comida concluyó y la muchacha se esfumó, con el pretexto de trabajar con su intendente.

—Detesto a ese tipo.

Nitis sonrió.

—No estarás celoso…

—¿Lo dudas?

—Desgraciadamente, no puedo besarte, pero me muero de ganas.

No tomarla en sus brazos fue una prueba terrible. Ambos jóvenes tuvieron que limitarse a la complicidad de la mirada, preñada de un amor tan grande y profundo que el tiempo, en vez de alterarlo, lo fortalecería.

Juntos, examinaron de nuevo el texto cifrado, intentando diversas combinaciones, incluso las más fantasiosas. Pero en balde.

—Sin duda, la clave nos la ofrecerán símbolos como los amuletos de la capilla de Keops —supuso el escriba—. Y forzosamente se encuentran en Tebas, en casa de la Divina Adoratriz. De modo que intentarán impedir que lleguemos a ella. Me resulta insoportable ver cómo arriesgas tu vida, Nitis.

—Ahora se trata de nuestra vida. La única posibilidad de salvarla consiste en descubrir la verdad, y los dioses no nos abandonarán.

—¡Pero hay una posibilidad tan pequeña!

—No carecemos de armas —estimó la muchacha—. En primer lugar, las relaciones de Bebón en el Alto Egipto; luego, los lugares de poder de la diosa Neit que me reveló mi desaparecido maestro. Allí encontraremos una valiosa ayuda y muy pronto llegaremos al primero.

Con Nitis obligada a reunirse con sus circunstanciales amigos y Bebón dormido, Kel se acodó en la batayola y contempló el Nilo, proyección terrenal del río celeste que vehiculaba la energía en el seno del universo. Irrigando las riberas, proporcionaba a los humanos lo bastante para vivir felices y en paz. Pero si el rey era injusto, no había felicidad posible.

En la escala del Fayum,[5] los pasajeros almorzaron en tierra, y la tripulación limpió de punta a cabo la embarcación de lujo. El capitán supervisó la entrega de cerveza, vino, conservas y alimentos frescos. El pescado, en cambio, se obtenía a diario. Sus huéspedes no debían carecer de nada y se declararían satisfechos de su viaje.

Con gran asombro por su parte, el criado de la hermosa dueña de dominio colocaba al asno unas alforjas de cuero, como si se dispusiera a emprender el camino.

Y su intendente, con la bolsa a la espalda, sujetaba un bastón de andariego.

Cuando la muchacha salió de la cabina, había cambiado su refinado vestido por una sencilla túnica.

—Dama Neferet, ¿nos abandonáis ya? ¿Acaso no estáis contenta con nuestros servicios?

—Al contrario, capitán, todo ha sido perfecto. Pero mi intendente me ha indicado una declaración anormal de uno de mis granjeros, cerca de aquí. Pretendo verificarlo de inmediato, y luego regresaremos a Menfis tras hacer un pequeño alto en una aldea vecina, donde poseo una explotación. En mi próximo viaje a Khemenu, elegiré el Escarabeo, pues vuestro navío me parece muy confortable.

—Debo devolveros el dinero y…

—Ni hablar, capitán. La calidad de vuestros servicios bien merece esa prima.

¡Dioses, qué maravillosa mujer! El marino, nostálgico, pensó en las maniobras de partida.