El repartidor de agua y de tortas llamó varias veces a la puerta de la galería saíta. Sorprendido al no obtener respuesta, la empujó.
La puerta se abrió con un chirrido, y una humareda acre le agredió los ojos y las narices.
—¿Estáis aquí? —preguntó.
Ansioso, avanzó y tropezó con el cuerpo de un mercenario inconsciente; los otros dos yacían algo más lejos.
El repartidor, asustado, abandonó jarras y cestos, y corrió para avisar al comandante del campamento. En compañía de dos soldados, éste acudió de inmediato al lugar.
Uno de los heridos acababa de recuperar el conocimiento.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un ataque por sorpresa.
—¿Cuántos agresores?
—No lo sé… El humo nos ha impedido ver y defendernos. Todo ha ocurrido muy de prisa.
El comandante exploró la galena. El tesoro parecía intacto, pero la muchacha había desaparecido. Ignoraba su identidad y no quería, en absoluto, conocerla, pues aquella misión secreta le desagradaba profundamente.
El oficial se limitaba a ejecutar las órdenes al pie de la letra, sin buscar su origen ni su finalidad. Entre los mercenarios, no se discutía.
Los tres heridos serían curados y trasladados a una lejana guarnición, donde olvidarían aquel incidente cuidando de sujetar su lengua. Por lo que se refiere al comandante, se apresuraría a redactar un detallado informe y enviarlo a las autoridades.
El resto no le concernía.
Cuando el jefe de los conjurados se enteró de la liberación de Nitis, no pudo evitar sentir cierta admiración por el escriba Kel. Realmente no era un hombre común, y daba pruebas de un amor loco, capaz de mover montañas.
Según su expediente, sin embargo, debería haberse comportado como un perfecto y pequeño funcionario, temeroso, incapaz de tomar una sola decisión, y ser, por lo tanto, una presa fácil. La adversidad lo convertía en fiera, al acecho, y conquistador al mismo tiempo.
Escapar a las fuerzas del orden y seguir el rastro para liberar a la sacerdotisa eran dos auténticas hazañas. Aquel tipo brillante habría hecho maravillas al servicio de los conjurados.
Pero ahora era demasiado tarde. Dadas las circunstancias, era preciso eliminar a Kel y a Nitis de un modo u otro. Uno de los depredadores lanzados en su busca acabaría lográndolo.
Cómplices… Comenzaba a ser ya evidente. En primer lugar, el antiguo sumo sacerdote de Neit, afortunadamente desaparecido, que sin duda había procurado varios contactos a su discípula Nitis. Los templos servirían, pues, de madriguera a los fugitivos, y debían ser vigilados estrechamente.
Tebas y la Divina Adoratriz eran objetivos inaccesibles. El jefe de los conjurados detestaba aquella ciudad cubierta de santuarios, y también a la vieja sacerdotisa, casi la igual del faraón, consagrada al servicio de los dioses. El pueblo, estúpido, seguía venerándola, creyendo en sus poderes mágicos y en su capacidad para protegerlos de la desgracia. Tantas supersticiones se hacían insoportables, y la acción iniciada las barrena.
Egipto merecía algo mejor. Pese a su valor y su suerte, el escriba Kel no conseguiría interrumpir el proceso.
Buen Viaje, el puerto principal de Menfis, parecía un hormiguero. Allí se cargaba, se descargaba, se atracaba, se zarpaba, se buscaba el mejor lugar, se verificaba el estado de las embarcaciones, se vendían mercancías, se protestaba contra las excesivas medidas de seguridad, se discutía el precio de los viajes. Los griegos, cada vez más numerosos, resultaban ser unos temibles comerciantes.
Bebón se fundió entre la multitud de pasmarotes para descubrir a los policías que patrullaban, acompañados por babuinos que se encargaban de detener a los ladrones mordiéndoles las pantorrillas. Los delincuentes eran llevados luego a la prisión central y severamente condenados.
Bebón, mal afeitado, al modo de un hombre de luto, vestido con una mediocre túnica siria y calzando sandalias baratas, se parecía al menfita medio, ni rico ni pobre, en busca de un buen negocio.
Desde la imponente redada policial organizada por el juez Gem, los malhechores se mostraban discretos, temiendo controles y detenciones. Tenderos y vendedores ambulantes se felicitaban por ello, al ver cómo prosperaban sus negocios.
Al pie de la pasarela de un imponente barco mercante había cinco soldados y un oficial. Bebón se acercó a ellos lentamente, con la cabeza gacha.
—Me gustaría hablar con un responsable —le dijo al oficial.
—¿Responsable de qué?
—De la seguridad del Estado.
—Vete, amigo. Tenemos trabajo.
—Es muy serio. Escuchadme, no lo lamentaréis.
El oficial suspiró.
—¿Te ha abandonado tu mujer? ¿Has perdido el trabajo? No desesperes, las cosas se arreglarán.
—Tengo una información que interesará al propio faraón.
El oficial sonrió.
—Me pareces muy cansado, buen hombre, y pronto será la hora de la siesta.
—¿Os interesa Kel, el asesino?
La sonrisa desapareció del rostro del oficial.
—¡Detesto las bromas pesadas!
—Quiero saber a cuánto asciende la recompensa.
—No te muevas de aquí, regresaré en seguida.
Como el conjunto de sus colegas, el oficial había recibido la orden de recoger todas las informaciones, incluso las que parecieran fantasiosas.
No tardó en volver, acompañado por un superior que tenía un hoyuelo en la barbilla.
—Te lo advierto, muchacho: odio a los fabuladores.
—¿Y la recompensa?
—Una villa, dos criados, cinco asnos y una buena cantidad de productos alimenticios, sin olvidar el agradecimiento de las autoridades.
—Ya podríais añadir algunas tierras cultivables.
—Hablaremos de ello, si eres serio.
—¿Serio, yo? A la hora de hacer fortuna, no se bromea.
—¿Querías hablarnos del escriba Kel?
—Se dispone a abandonar Menfis para dirigirse a la ciudad de Tebas, y yo sé cómo.
Hoyuelo contuvo el aliento.
—Exijo garantías —prosiguió Bebón—. El Estado promete mucho y raras veces cumple.
—¿Qué deseas?
—Una bolsa de piedras preciosas.
—¡No exageres, buen hombre!
—Es sólo un adelanto —precisó Bebón—. Luego, el resto de la recompensa. No esperaré mucho tiempo. Sin duda, otros policías estarán más interesados.
—Siéntate y ten paciencia. Te serviremos bebida.
Hoyuelo regresó al poco con una bolsa de piedras preciosas.
—¿Te parece bien?
El cómico examinó largo rato su contenido.
—Podría servir.
—Bueno, ¿y esa información?
—El escriba Kel se ha dejado un pequeño bigote y lleva una peluca a la antigua. Embarcará dentro de dos días, por la mañana, a bordo de un barco mercante, el Sólido, con destino a Tebas. El navío transporta tejidos, jarras de vino y vasos de alabastro para la Divina Adoratriz. Ignoro el nombre y el número de los miembros de la tripulación a quienes ha comprado, pero se hará pasar por un escriba público capaz de redactar expedientes administrativos y así pagará el precio de su viaje.
Hoyuelo intentó contener su exaltación.
—Naturalmente, amigo, te quedarás con nosotros.
—Si no vuelvo, Kel no tomará ese barco. Cree que estoy verificando los últimos detalles y debo darle cuenta de la situación. Sobre todo, no intentéis seguirme: algunos centinelas os descubrirían y lo avisarían. Mañana, después de su arresto, volveré a buscar el resto de la recompensa.