A Bebón no le llegaba la camisa al cuerpo. Según un insistente rumor, unos espíritus agresivos protegían el paraje de Saqqara y velaban por el reposo del alma del faraón Zoser, cuya pirámide escalonada —escalera que unía el cielo y la tierra— dominaba la necrópolis. Nadie se aventuraba por allí.
—Tú, un escriba erudito —le dijo a su amigo—, deberías tener en cuenta el peligro. Nos rodea la magia del más allá y sólo somos pobres humanos, incapaces de luchar contra semejante fuerza.
—¿Acaso tienes miedo?
—¡Por supuesto que no! Yo hablaría más bien de respeto y de prudencia.
—Liberar a Nitis no ofenderá a los dioses. Sin su ayuda, no habríamos obtenido la verdad. ¿Por qué iban a abandonarnos?
El cómico renunció a discutir. La tozudez de Kel arruinaba de antemano sus argumentos.
Con paso solemne, Viento del Norte atravesó el dominio sagrado de Zoser. El asno, recogido, puso sus pezuñas sobre las huellas de los ritualistas que habían celebrado la fiesta de regeneración del Ka y de la unión de las Dos Tierras, proporcionando así a Egipto un inalterable zócalo.
Kel recordaba los intensos momentos vividos en el interior de la cripta del templo de Neit, en Sais. En el corazón del silencio y la oscuridad, rodeado por las potencias divinas, se había despojado de una piel profana. Ahora, habitado por una nueva mirada, se sentía dispuesto a afrontar a los demonios que deseaban destruirlo.
Bebón, en cambio, tenía la carne de gallina, y de buena gana se habría batido en retirada. Sentía la presencia de los espíritus que merodeaban alrededor de los intrusos, dudando sobre si golpearlos. Con las orejas gachas, Viento del Norte se desplazaba con una increíble ligereza, como si no pesara más que un pájaro. El actor participaba en una extraña procesión donde lo mortal rozaba lo invisible.
Finalmente, el trío llegó a la entrada de la galería saíta. Una puerta de madera cerraba el acceso.
El oriente comenzaba a rojear.
Bebón respiró ahora más tranquilo. Los demonios nocturnos regresaban a sus cavernas y ya sólo quedaban tres mercenarios griegos con los que enfrentarse.
De pronto, Kel pareció deprimido.
—¿Y si la han torturado y violado…? ¡Nitis nunca se recuperará! Preferirá morir.
—¿Deseas saberlo o ignorarlo? Porque todavía podemos abandonarla.
Los ojos del escriba llamearon.
—Llama a esa puerta, Bebón, y prepárate para ejecutar la primera parte de nuestro plan.
El puño del comediante fue vigoroso.
—¿Quién está ahí? —preguntó, en griego, una voz crasa.
—Entrega de agua y tortas calientes.
Un mercenario robusto y barbudo entreabrió la puerta. De entrada, al ver a Kel de uniforme y al asno que llevaba los alimentos, se tranquilizó. Luego su desconfianza despertó.
—Tú eres nuevo.
—Acabo de alistarme.
—Es extraño. Este tipo de misiones no se confían a un novato.
—Tengo mucha experiencia, y no vas a escaparte.
—¿Qué significa eso?
El garrote de Bebón, de madera de palma, destrozó el cráneo del mercenario.
—Uno menos —advirtió—, pero mi arma se ha partido en dos.
Kel dejó en el suelo las brasas recogidas en el vertedero del campamento militar. Con la ayuda de un pedazo de palma, reavivó las llamas.
El humo llenó la galería.
¡Fuego! —gritó en griego—. ¡Salgamos de aquí, camaradas! De lo contrario, moriremos asfixiados.
Con perfecta coordinación, el asno y el actor golpearon al segundo mercenario, que cayó de bruces. Luego, Viento del Norte lo neutralizó de una coz en la nuca.
El tercero arrastraba a Nitis, que se resistía con todas sus fuerzas.
Loco de furia, Kel se le arrojó al cuello, lo obligó a soltar la presa y lo zurró con ganas. El torturador se derrumbó, desvanecido.
El escriba nunca se hubiera creído capaz de semejante violencia.
—Nitis…
Llorando de alegría, la joven lo abrazó hasta asfixiarlo.
—¡Todo ha terminado, eres libre!
—Ha sido atroz —confesó ella.
—¿Te han violentado?
—No, sólo me intimidaban. Pero destruyeron todo lo que poseía y, a cada instante, he temido lo peor. El capitán del Ibis me entregó a tres mercenarios griegos que me llevaron a una hermosa villa donde sufrí los primeros interrogatorios.
—¿Viste al ministro Pefy?
La pregunta asombró a la muchacha.
—No… ¿Ha desempeñado él algún papel en mi secuestro?
—No lo creo. ¿Qué querían los torturadores?
—Conocer exactamente cuáles eran nuestras relaciones, tus escondites y tus aliados. Les di unas respuestas vagas y contradictorias. Y, hastiados, decidieron confiarme a unos especialistas.
—No nos entretengamos —intervino Bebón—. Este lugar me pone nervioso.
—Vayamos hasta el extremo de la galería[2] —recomendó la sacerdotisa—. Allí hay un tesoro.
—Yo vigilaré —decidió el actor—. Si grito, acudid.
De unos sesenta metros de largo, el vasto corredor horizontal era sostenido, en el centro, por una hilera de poderosas columnas. Y los carpinteros habían reforzado la seguridad colocando algunas vigas.
—Estamos en el corazón de la pirámide —estimó Nitis—. ¿Sientes la energía que se desprende de ella?
Impresionado, Kel experimentaba un intenso sentimiento de veneración. En vez de un encierro, aquel viaje al centro de la piedra parecía una liberación.
—Contempla estas maravillas.
El escriba admiró una cohorte de Respondientes,[3] figuritas de loza azul colocadas en las tumbas para efectuar algunos trabajos en el lugar de los resucitados. Los Respondientes, tocados con una peluca, ataviados con una túnica corta de manga larga, y con los brazos cruzados sobre el pecho, sujetaban dos azadas. Según el texto del que eran los ejecutores mágicos, se encargaban de depositar la simiente en las superficies cultivables, irrigar las riberas y transportar el abono procedente de la descomposición del limo de occidente a oriente y de oriente a occidente.
—¡Están dedicados al faraón Amasis! —advirtió el escriba.
—Sin duda se trataba de un robo —afirmó Nitis.
—Más bien del pago de esos mercenarios, que revenderán los objetos a precio de oro. ¿No confirman estas maravillas que el rey es nuestro principal adversario?
—No saquemos conclusiones precipitadas. Tomemos uno de los Respondientes y este amuleto: dos dedos de obsidiana, colocados por el embalsamador en la incisión practicada en el cuerpo osírico, durante la momificación. Separando el cielo de la tierra, permite al alma alcanzar los paraísos perforando las nubes y la pone al abrigo del mal de ojo.[4]
El dominio de la muchacha dejaba estupefacto a Kel. Tras tantas horas de angustia, había recuperado con increíble rapidez su alegría de vivir y su dinamismo.
—Ambos hemos perdido nuestras copias del papiro cifrado —deploró Kel.
Ella le sonrió.
—La copia, pero no nuestra memoria. Conozco al dedillo ese ensamblaje incomprensible de jeroglíficos. Y tú también, supongo.
Una de las bolsas de cuero de Viento del Norte contenía una paleta y material de escritura.
Pese a las protestas de Bebón, impaciente por abandonar el lugar, los amantes redactaron a ciegas su propia versión del documento. Ambas coincidían.
—Marchémonos —insistió el cómico.
—Sólo la Divina Adoratriz puede salvarnos —recordó Nitis.