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La llegada de su jefe no apaciguó a los conjurados, presas de una viva agitación.

Frente a aquella pandilla, los miró uno a uno, sin perder su calma.

Entonces callaron y se sentaron.

—Nos hemos reunido antes de un largo período de separación —declaró el jefe—. Debemos, pues, adoptar una estrategia rigurosa a la que cada cual se someterá.

—¡El papiro cifrado ha caído en manos de la policía! —recordó el más inquieto de los conspiradores—. ¡Y no estoy hablando del de Gizeh! Ahora las fuerzas del orden disponen de dos documentos esenciales.

El jefe sonrió.

—Pero tendrán que descifrarlo. El único técnico capaz de lograrlo era el difunto director del servicio de los intérpretes que nos vimos obligados a suprimir. Ahora no hay riesgo alguno. Estos papiros permanecerán mudos.

—¿Y el escriba Kel? —preguntó otro conjurado.

—Tal vez haya encontrado la primera clave y leído algunas líneas. Un éxito menor, sin graves consecuencias.

—¿Y si llega a Tebas, donde se oculta la segunda clave? ¡Entonces lo comprenderá!

—Esa hipótesis es absurda —estimó el jefe—. Sin embargo, seguiremos tomándola en consideración y levantaremos tantas barreras entre la Divina Adoratriz y él que su encuentro resultará imposible.

—¡Los dioses parecen proteger a ese escriba!

—La desaparición de su amada Nitis lo destrozará y lo hará enloquecer. Se olvidará de la prudencia y caerá en manos de sus perseguidores.

—¿Y si, no obstante…?

—Haremos lo que sea necesario —afirmó el jefe—. La Divina Adoratriz no escuchará nunca las elucubraciones de un asesino.

La sangre fría y la determinación de la cabeza pensante tranquilizaron a los conjurados. Además, no tenían elección. Ahora era imposible retroceder.

Desde su regreso a Sais, Menk, el organizador de las fiestas, se había visto abrumado por el trabajo. El nuevo sumo sacerdote, un tipo incompetente, contaba con él para asumir el perfecto desarrollo de los grandes rituales en honor de Neit.

A la vista de la superior a de las cantantes y las tejedoras, nombrada en lugar de Nitis, el mundano y cortés Menk casi se había indignado. Se trataba de una vejarrona, acerba y puntillosa, de voz agria y gestos entrecortados. A causa de aquel horror, la coral desentonaría y los talleres periclitarían.

Menk, asqueado, evitó darle unas directrices que ella no habría seguido. Él, el adepto al compromiso y a la negociación, tendría que comunicar su desacuerdo al sumo sacerdote. Los inevitables errores, ¡ay!, le serían reprochados y arruinarían su reputación. ¿Acaso alguien estaba intentando que lo destituyeran?

Sumamente irritado, Menk acudió al tribunal donde actuaba el juez Gem. No soportaba la ausencia de Nitis, por lo que le exigiría explicaciones claras y netas.

Otro juez presidía los debates.

—Deseo ver a Gem —le dijo Menk al escriba ayudante.

—Se va de viaje. Su barco está a punto de zarpar.

El organizador de las fiestas de Sais corrió hasta el embarcadero oficial, donde comunicó su título al jefe de los centinelas. Éste avisó al juez y Menk fue autorizado a subir a bordo.

Sentado a popa, el juez bebía cerveza ligera mientras contemplaba la capital de Egipto.

—Juez Gem, he venido a pediros noticias de la investigación referente a la desaparición de la sacerdotisa Nitis.

—La ley me prohíbe responderos.

—Era mi principal colaboradora, y su ausencia me causa graves inconvenientes.

—Olvidadla, Menk.

—¿Queréis decir que…?

—Nitis no ha sido raptada, huyó.

—¿Qué huyó? ¿Por qué razón?

—Esa sacerdotisa no es una víctima, sino la cómplice de un asesino, y los detendré a los dos. Os repito mi consejo: olvidadla.

Pálido, Menk se sintió al borde del desfallecimiento. Al bajar la pasarela, estuvo a punto de caer.

De modo que el escriba Kel había obligado a Nitis a seguirlo. Ella estaba enamorada de un asesino… ¡No, imposible! Ante un drama tan atroz, no podía permanecer de brazos cruzados. Puesto que el viejo juez, encerrado en su legalidad, no conseguía encontrar al monstruo, habría que actuar de otro modo.

Menk se dirigió a palacio y pidió ser recibido por Henat, que también estaba a punto de abandonar Sais.

—No tengo tiempo —precisó el jefe de los servicios secretos—. ¡Qué cara tan triste, querido amigo! ¿Tenéis problemas de salud?

—Al parecer, Nitis ha huido con Kel.

Henat pareció turbado.

—Es lo que opina el juez Gem, en efecto.

—Ese monstruo la obligó a seguirlo.

—Es posible.

—¡Seguro! El juez se equivoca, y su intervención puede ser desastrosa. ¡Nitis herida, muerta incluso! Debo hacer algo.

—¿Qué vais a hacer?

—He trabajado ya para vos —recordó Menk—, vigilando los manejos del difunto sumo sacerdote. Confiadme una nueva misión: encontrar a Nitis y liberarla. Necesito un pequeño grupo de mercenarios expertos, un barco rápido y un asomo de pista. Luego me las compondré. Oficialmente, estaré descansando por enfermedad. Mis ayudantes me sustituirán, y los nuevos dirigentes del templo serán los principales responsables de la organización de las próximas fiestas.

—Transformaros brutalmente en agente de información… Me parece delicado.

—Nitis iba a convertirse en mi esposa —reveló Menk—. ¿Comprendéis ahora mi determinación?

Henat asintió.

—Admiro vuestro valor, Menk. Si acepto, ¿me prometéis no correr riesgos? El escriba Kel es un temible criminal.

—Os lo prometo.

—El asesino salió de Menfis para dirigirse hacia el sur —indicó el jefe de los servicios secretos—. Intentará llegar a Tebas, ganarse para su causa a la Divina Adoratriz y, luego, fomentar una insurrección en Nubia. Tratar de encontrarlo se anuncia difícil, pero tal vez la suerte os lo permita. En ese caso, limitaos a transmitir la información a las autoridades.

—Entendido.

—Mi secretario se encarga de los problemas materiales. Esta noche estarán resueltos.

—Gracias, Henat. Me mostraré digno de esta misión.

—Así os lo deseo.

Menk olvidó mencionar que sólo tenía un objetivo: matar al escriba Kel y liberar a Nitis para desposarla de inmediato.

El jefe de los servicios secretos, en cambio, no dudaba de las verdaderas intenciones de su nuevo agente. A veces, un aficionado tenía éxito.