21

Bebón no se hacía ilusiones: si Kel, Viento del Norte y él mismo se acercaban al campamento de los mercenarios griegos de Saqqara, serían detenidos de inmediato. Naturalmente, el ministro Pefy los había avisado y alardearía de la captura del asesino que huía hacía ya demasiado tiempo.

—Confío en él —declaró Kel.

—¡El amor te ciega! Ese dignatario nos manda de cabeza a una emboscada. Y, esta vez, los cascos de Viento del Norte no nos sacarán de ella.

—Pefy podría haber hecho que me mataran en su barco. No pertenece al círculo de los conspiradores.

—¡Se trata sólo de una astucia! El ministro no se ensucia las manos.

—Saqqara es nuestra única pista, Bebón, y…

—¡Nada de lecciones de moral! No tenía la menor esperanza de retenerte y sólo deseo adoptar algunas precauciones antes de morir tontamente.

—Relájate; siendo tres, no pienso atacar a toda una guarnición.

¡Ah, bueno! ¿Y qué propones?

—Examinemos los parajes y apoderémonos del mercenario encargado de las basuras.

—¿Y si son varios?

—No seas tan pesimista.

¿Y adónde nos conducirá eso? Suponiendo que el tipo nos informe de la presencia de Nitis en el campamento, tendremos que luchar uno contra veinte.

—Los dioses nos ayudarán.

Bebón prefirió no responder.

Ambos hombres, ataviados como perfectos mercaderes, se dirigieron hacia el campamento de Saqqara en compañía de su asno, cargado con algunos odres de agua.

Se cruzaron con otros comerciantes, los saludaron y se detuvieron ante un centinela.

—¡Salud, soldado! ¿Necesita agua fresca la guarnición? Es excelente y barata —le preguntó un jovial Bebón.

—Lo siento, muchacho, la jerarquía nos impone a los proveedores.

—Pero sois muchos; imagino que un pequeño suplemento sería bienvenido.

—Sólo somos unos cincuenta y no carecemos de nada.

—De todos modos, no debe de ser divertido. Vigilar la necrópolis, ¡qué aburrimiento! Sin duda preferirías vivir en Menfis. Allí no faltan distracciones.

—Aléjate, amigo. Mi jefe prohíbe que los centinelas hablen con extranjeros.

—Mi agua…

—Ve a venderla a otra parte.

El trío descubrió entonces el basurero de los mercenarios, donde una parte era quemada y la otra enterrada.

Kel, Bebón y Viento del Norte se ocultaron en un palmeral, donde el asno encontró algo para comer. Los dos hombres se limitaron a los dátiles.

Al ocaso apareció un soldado con unos pesados cestos. Era el centinela encargado del trabajo.

Solo, el mercenario maldecía aquella penosa tarea. Cuando la punta del cuchillo de Bebón le pinchó los riñones, soltó sus cestos.

—Ve hacia el palmeral —ordenó el cómico—. Si gritas, te empitono.

Kel, rabioso, obligó al griego a tenderse de espaldas. Viento del Norte le puso una pezuña sobre el pecho.

—Nuestro asno es particularmente agresivo —señaló Bebón—. No serás el primer adversario al que despedaza. Responde a nuestras preguntas y te respetaremos.

El mercenario abrió unos ojos como platos.

—¡No soy responsable de lo del agua! Yo obedezco órdenes, y…

—Nos importa un comino el agua. El campamento acaba de vivir un acontecimiento excepcional, ¿no es cierto?

—No me he fijado, yo…

Más fuerte de pronto, la presión de la pezuña arrancó un gemido al soldado.

—Mentir no te salvará —intervino Kel—. ¿Acaso te obliga a morir la protección de tus superiores?

Pensándolo bien, el mercenario no se sintió responsable de las órdenes recibidas. Y las últimas no le habían gustado demasiado.

—A pesar de la prohibición formal que figura en el reglamento —reveló—, unos colegas introdujeron a una mujer en el campamento. Era joven, muy hermosa, e iba amordazada y atada. El comandante habló con ellos largo rato.

—¿Estaba herida? —se preocupó Kel.

—Creo que no.

—¿Volviste a verla?

—Sí, cuando salieron de la tienda del comandante. Discutían mucho y agucé el oído. Me apenaba aquella hermosa muchacha, maltratada de aquel modo. ¡Yo le hubiera dado otro trato!

Bebón temió un acceso de cólera por parte de Kel, pero el escriba logró contenerse.

—¿De qué te enteraste?

—El interrogatorio no había dado resultado alguno, y los colegas deseaban un lugar seguro para proseguirlo. El comandante les indicó la galería que acaba de excavarse en el lado sur de la pirámide escalonada. Allí nadie los molestará.

—¿Cuántos son los torturadores?

—Tres. Unos tipos temibles, a mi entender.

—¿Les llevan comida y bebida?

—Al amanecer y al ocaso.

Viento del norte, que consideró concluido el interrogatorio, se apartó entonces a un lado.

—Desnúdate —ordenó Kel—. Necesitamos tu uniforme.

—¿Vais… vais a matarme?

—Sólo a impedirte que puedas hablar y moverte. Aquí estarás al fresco. Alguien acabará encontrándote. Ah, y un consejo: olvídanos.

La noche fue interminable. Sólidamente atado y dando gracias a los dioses por haber salvado la vida, el mercenario se durmió.

Kel sólo pensaba en saltar, pero Bebón le aconsejó que descansara un poco. Liberar a Nitis no iba a ser fácil. Esta vez el escriba se vería obligado a matar.