Nombrado por el faraón Amasis, el nuevo sumo sacerdote del templo de Neit abrió de par en par las puertas al juez Gem y a su equipo de investigadores. El magistrado llevó a cabo un registro exhaustivo de los distintos edificios que componían el vasto santuario, sagrado corazón de la ciudad de Sais, en plena expansión.
Esta vez tuvo fácil acceso a los lugares reservados, como las criptas y la Casa de Vida, y su presentimiento se vio confirmado: el difunto sumo sacerdote y su discípula Nitis habían ayudado a ocultarse al escriba Kel.
Se trataba pues, en efecto, de una conspiración en la que se había mezclado un dignatario religioso de primer orden. ¿Era la cabeza pensante? ¿Tenía cómplices en palacio? ¿Tomaba Kel su relevo? Numerosas preguntas que carecían aún de respuesta.
No obstante, había un detalle positivo: el templo no albergaba ya un nido de conjurados, y los sacerdotes se limitaban a sus tareas rituales.
Gem inspeccionó la «casa de la mañana», lugar de las purificaciones, la sala del sílex, donde se conservaban los objetos del culto, el «castillo de los tejidos de lino», las capillas de Neit, de Ra y de Atum, y el santuario de la Abeja. Allí se celebraban los misterios de la resurrección de Osiris. En el centro de la nao, se hallaba el misterioso cofre que contenía la momia divina.
—Abridlo —ordenó el juez al sumo sacerdote.
Pese a su docilidad, éste protestó.
—Hay que esperar a la próxima celebración, ya que…
—Dispongo de plenos poderes.
Con manos temblorosas, el sumo sacerdote obedeció y se apartó. Violar así el secreto de los grandes misterios provocaría la cólera de los dioses.
Y su venganza sería terrible.
Gem vio entonces lo que no debería haber visto: un sarcófago de oro de un codo que contenía el ser de luz de Osiris, envuelto en un tejido que habían creado Isis y Neftis.
Pero ningún documento referente a la investigación.
Descompuesto, el sumo sacerdote pidió autorización para retirarse. Y el juez, aunque incómodo, siguió cumpliendo con su misión; de ello dependían la seguridad y el porvenir del reino.
Última etapa: las tumbas de los faraones que habían hecho de Sais su capital. Descansaban en el interior del recinto de Neit, y gozaban de la protección de la diosa. Pórticos, columnas palmiformes, una vasta sala que precedía a una capilla, una tumba abovedada: las moradas de eternidad de los monarcas no carecían de grandeza. La de Amasis, recientemente concluida, era magnífica. El juez Gem entró en ella a lentos pasos, atravesó el patio y se dirigió al oratorio.
Provista de intensa vida, la estatua de Ka del monarca lo contemplaba.
El escultor, que se había inspirado en obras del Imperio Antiguo, había sabido captar el poder y la severidad de los soberanos de la edad de oro.
El juez se acercó.
A la muerte de Amasis, aquella capilla se llenaría de ofrendas. Todos los días, un sacerdote del Ka celebraría la memoria del difunto. Encarnado en aquella estatua, su alma emprendería el vuelo para regenerarse y, luego, volvería a habitar su inalterable cuerpo de piedra.
El magistrado quiso leer los textos inscritos en el pilar dorsal, y quedó petrificado: cuidadosamente enrollado y depositado detrás de la estatua, había un papiro.
Gem, intrigado, lo cogió. No llevaba sello, sino un simple cordón que pronto desató.
¡Y vio un texto del todo incomprensible! Jeroglíficos trazados, ciertamente, por una mano hábil, pero cuyo ensamblado no tenía sentido alguno.
El magistrado pensó en las últimas palabras que, al parecer, había pronunciado el jefe del servicio de los intérpretes, agonizante: «Descifra el documento codificado». ¿Era ese papiro la causa de la matanza? Y se impuso la evidencia: era el mismo texto que ya estaba en posesión del juez y que pertenecía al escriba Kel. ¿Quién había ocultado allí el original? La respuesta era obvia: o el sumo sacerdote o su discípula Nitis, puesto que a su modo de ver, nadie se atrevería a registrar ese lugar. ¡Ahí estaba la prueba de su culpabilidad y de su complicidad!
El documento tenía que servir de nuevo a los conjurados, tal vez cuando tomaran el poder. ¿Pero qué podía contener que fuera tan importante?
—¿Habéis encontrado algo, juez Gem? —preguntó una voz gélida.
El magistrado se volvió.
—Ignoraba que ese papiro estuviera ahí —afirmó Henat—. Tened la seguridad de que no se trata de una ofrenda.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
—Superviso la conclusión de la morada de eternidad del faraón. Algunos detalles no lo satisfacen y debemos alcanzar la perfección.
—Su majestad me ordenó explorar todas las partes de este templo, con la esperanza de descubrir algún indicio —explicó el juez.
—Pues parece que habéis tenido éxito —reconoció el jefe de los servicios secretos.
—Sí y no. El texto de este papiro es incomprensible.
—¿Me autorizáis a intentar descifrarlo?
El juez vaciló.
—Mi querido Gem, el rey nos ordenó que cooperásemos. Si vos demostráis tener buena voluntad, yo os comunicaré interesantes informaciones.
El magistrado le entregó entonces el documento.
Tras un largo examen, Henat reconoció su fracaso.
—A primera vista es incomprensible, en efecto. Un texto cifrado que convendría confiar a los especialistas del servicio de los intérpretes, si vos estáis de acuerdo…
—Tras haberlo mostrado al rey, yo mismo se lo entregaré. ¿Y vuestras informaciones?
—Creo que en su día interrogasteis al ministro Pefy y dudasteis de su sinceridad. Pues bien, debo deciros que tenéis buena intuición, juez Gem. Ese excelente administrador critica la política de nuestro rey, demasiado favorable a los griegos y al progreso técnico. De modo que he pedido a mis servicios que lo vigilen discretamente.
Gem hizo una mueca.
—Deberíais habérmelo comunicado.
—La cosa es algo irregular, lo admito. Pero ¿no buscamos un criminal al servicio de temibles conspiradores?
—No apruebo vuestros métodos, Henat. Violar el procedimiento puede suponer graves abusos.
—Ya conocéis mi moderación, mi prudencia y mi fidelidad al Estado. Desde mi punto de vista, en caso de crisis grave, sólo cuenta el resultado. Ahora bien, Pefy era amigo del difunto sumo sacerdote de Neit, probable cómplice del escriba asesino: una duda suficiente para considerarlo como eventual cabeza pensante de un grupo de conspiradores.
—¿Acaso habéis obtenido alguna prueba?
Henat vaciló.
—Bueno, yo no diría tanto. Sin embargo, el comportamiento del ministro Pefy sigue intrigándome. Justo antes de regresar a Sais, retrasó la partida de su barco y acudió a su villa acompañado por un emisario llegado de Abydos. Luego la propiedad fue cerrada.
—Pefy cumple escrupulosamente sus funciones, creo.
—Exacto, ¿pero no intentará engañarnos? Alto funcionario modelo, perfecto ministro de Finanzas… ¿No estará tejiendo en las sombras su tela?
—No tengo ningún cargo contra él.
—O estamos ante un fiel servidor de su majestad, o se trata de un espíritu diabólico capaz de llegar hasta el crimen para satisfacer su ambición. Vos no tenéis medios para actuar; yo puedo observarlo e impedirle hacer daño. Y necesito vuestro apoyo moral.
—Pidamos audiencia al rey —decidió el juez.