18

Con mano firme, Pefy sacudió al portero, adormilado.

—¡Señor! ¿Sois vos? Creía que habíais partido.

—Y lo aprovechabas para holgazanear y no vigilar mi casa.

—¡No penséis esas cosas! Sólo es un momento de fatiga.

—¿Algún incidente que destacar?

—¡No, no, ni el más mínimo!

—Una muchacha fue traída hasta aquí —intervino Kel, impaciente—, y unos mercenarios griegos la mantienen cautiva.

El portero abrió unos ojos como platos.

—¿Qué estáis diciendo?

—¡No mientas, estoy al corriente de todo!

El empleado miró a su amo.

—¡Señor, este hombre ha perdido la cabeza!

—A tu entender, nadie ha entrado en mi casa durante mi ausencia.

—Nadie, salvo el equipo de limpieza que trabaja por las mañanas, de acuerdo con vuestras instrucciones, y vuestro intendente, que se encarga de verificar que el lugar esté en perfecto estado.

—Entremos —propuso el ministro—, e interroguémoslo.

El intendente, un tipo flaco de ojos negros, salió al encuentro de los recién llegados y se inclinó ante su señor.

Kel, que temía una emboscada, no dejaba de mirar a su alrededor.

—Me complace vuestro regreso, señor. ¿Cenaréis solo o tenéis invitados?

—Más tarde veremos. ¿Han estado aquí una joven y algunos mercenarios griegos?

El intendente se quedó boquiabierto.

—No comprendo…

—Si te amenazaron, confiésalo.

—Amenazado… ¡No, no! He hecho mi trabajo, como de costumbre, sin olvidar la supervisión de los jardineros y comprar jarras de cerveza.

—¿No ha habido ninguna visita desacostumbrada?

—¡Ninguna, señor!

Sintiendo la irritación y el escepticismo de Kel, Pefy lo invitó a registrar la gran mansión, de la bodega a la terraza. El escriba inspeccionó incluso las habitaciones y los cuartos de aseo.

Pero ni rastro de Nitis.

—Habéis sido engañado, Kel.

—¡Imposible! El mercenario griego estaba demasiado asustado para inventar una fábula.

—Rendíos a la evidencia: trataba de engañaros contando una historia absurda.

—No, sigo creyéndolo. Vuestros criados son cómplices y vos mentís.

El escriba blandió de nuevo su cuchillo.

—Mi paciencia se agota, Pefy. ¿Dónde ocultáis a Nitis?

—Yo no la rapté.

Con los nervios de punta, Kel se volvía amenazador. Pero un repentino rebuzno hizo que se detuviera.

¡De modo que era una trampa!

—Yo no he avisado a la policía —aseguró Pefy.

Desde una ventana, Kel echó una ojeada al jardín.

El asno precedía a Bebón, que sujetaba por el cuello de su túnica al portero y al intendente, conmocionados.

—Intentaban huir —explicó el cómico—. Hemos tenido que interceptarlos.

El ministro, extrañado, salió de la casa en compañía del escriba.

Un hermoso chichón adornaba la frente del portero y el intendente sangraba por la nariz y por la boca.

—Dos soberbias coces de Viento del Norte —indicó Bebón—. Estos criados no parecen tener la conciencia tranquila.

Kel apoyó su cuchillo en el gaznate del portero.

—¡Habla, canalla! Trajeron aquí a una muchacha, ¿no es cierto?

—Sí, sí… ¡Pero yo no soy culpable! Obedecí las órdenes del intendente.

Con la mirada perdida, éste parecía medio inconsciente. Bebón lo abofeteó y le tiró del pelo.

—¡Despierta, muchacho, y responde a las preguntas! De lo contrario, mi asno te arreglará la jeta.

El intendente dio un respingo.

—Unos mercenarios griegos me amenazaron —confesó—. No puede negarse nada a esa gente.

—Te amenazaron y te pagaron…

—Un poco.

—¿Lo sabía tu patrón? —preguntó Kel mirando al ministro Pefy.

—No, aprovecharon su ausencia para traer aquí a una prisionera e interrogarla durante toda una noche.

—¿La maltrataron?

—No lo sé.

—¿Cómo te has atrevido a pisotear así mi confianza? —intervino Pefy, encolerizado.

—¡Señor, los griegos no me dejaron otra opción!

—¿Cómo se llamaban esos mercenarios?

¡Lo ignoro!

—¿Adonde llevaron a la prisionera?

—¡Lo ignoro también!

—Realmente estás muy mal informado. Los cascos del asno te refrescarán la memoria.

El intendente se arrodilló.

—¡Estoy diciendo la verdad!

—Cuando los mercenarios se llevaron a la mujer —lloriqueó el portero—, uno de ellos habló de su campamento en Saqqara.

—¿Algo más?

El portero se arrodilló a su vez.

—¡Os he dicho todo cuanto sé, señor!

—Desapareced, tú y tu cómplice.

—¿Podemos… podemos marcharnos?

—¡Esfumaos!

El intendente y el portero pusieron pies en polvorosa.

—¿No deberíais haberlos entregado a la policía? —preguntó Kel.

—Mantendrán la boca cerrada. Y yo no quiero verme mezclado en el rapto de una sacerdotisa. Bueno, ya habéis obtenido la información que deseabais. ¿Qué vais a hacer ahora?

—Si os dejamos libre —estimó Bebón—, ordenaréis que nos detengan. Ahora, ya sabéis demasiado.

—Por eso callaré también y me guardé de intervenir. Dudo de la culpabilidad del escriba Kel, pero no tengo intención de llevar a cabo mi propia investigación e inmiscuirme en un asunto de Estado que me supera. Que el juez Gem establezca la verdad. Yo debo regresar a Sais y administrar del mejor modo la economía egipcia. Por mi parte, no nos hemos visto nunca.

Kel y Bebón se consultaron con la mirada.

—De acuerdo —dijo el escriba.

El ministro Pefy se alejó sin prisas.

—Acabas de cometer un error fatal —afirmó Bebón—. Tanto si era el jefe de los conspiradores como si no, había que eliminarlo.