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La reina Tanit, tan elegante como siempre, perfectamente maquillada y ataviada con un simple collar de lapislázuli y unos brazaletes de oro, organizó un banquete la noche misma del regreso de la corte a Sais, la ciudad del Delta convertida en capital de la XXVI dinastía. El faraón Amasis apreciaba esos momentos de relajación, pues le hacían olvidar los deberes de su cargo. Ciertamente, bebía demasiado y a veces se entregaba a lamentables fantasías; sin embargo, seguía llevando el gobernalle con mano firme y persiguiendo sus objetivos: prosperidad económica, alianzas con los reinos y los principados griegos, y fortalecimiento del poderío militar egipcio.

—Estáis arrebatadora —advirtió Amasis—. Yo sufro de nuevo una espantosa jaqueca.

—¿No habréis olvidado tomar los medicamentos prescritos por Udja?

—Es posible… Pero prefiero el vino blanco, ligero y arrutado, capaz de disipar todos los males.

—La corte está encantada con nuestro regreso a Sais. Menfis sigue siendo una hermosa ciudad, pero ¿no tiene nuestra capital encantos incomparables?

—Y no ha dejado de crecer, ¡os lo aseguro! Aquí, en adelante, se decidirá la suerte del mundo. Menfis seguirá siendo un centro económico, y Tebas, un conservatorio de las tradiciones antañonas.

—Pero la Divina Adoratriz goza de una gran popularidad, ¿no es así?

—Nuestro pueblo aprecia el glorioso pasado de la ciudad del dios Amón y recuerda la fastuosa época de los Tutmosis, los Amenhotep y los Ramsés. El porvenir está en otra parte, querida Tanit; en adelante, habrá que volverse hacia el Mediterráneo y hacia Grecia. Gracias a intelectuales como Pitágoras, fortaleceremos sus vínculos con Egipto, que no será mantenido al margen del progreso.

—Esta noche están invitados a vuestra mesa varios embajadores griegos.

—¡Excelente! Que nuestro cocinero en jefe se muestre a la altura.

—Contad con mi vigilancia.

Aun admirándola, el personal de la corte conocía el rigor de la reina Tanit. No soportaba los errores profesionales y se apegaba al estricto respeto de la etiqueta. De ello dependía la reputación de Egipto. Y el rey Amasis se felicitaba, día tras día, de tenerla a su lado. ¿Acaso no había conseguido Tanit domesticar a Mitetis, la esposa de Creso, jefe de la diplomacia persa y, sobre todo, hija de su infeliz rival Apries, destronado por Amasis?

Al apaciguar los resentimientos de aquella leona, Tanit se había revelado como una perfecta negociadora.

—Antes del banquete, sin embargo, tengo numerosas tareas molestas que llevar a cabo —deploró el rey.

Tanit sonrió.

—La prosperidad de las Dos Tierras depende de eso.

Los esposos se separaron, y Amasis recibió al juez Gem.

—A pesar de que obtuvimos buenos resultados —estimó el alto magistrado—, la vasta operación de policía organizada en Menfis no me permitió detener al escriba Kel. Ciertamente, la seguridad ha mejorado y la criminalidad se reducirá en gran medida. He metido entre rejas a individuos peligrosos y he averiguado algo: Kel ha abandonado la ciudad e intenta llegar al sur. Si consigue cruzar la frontera de Elefantina, se refugiará en Nubia e intentará levantar alguna tribu contra vos.

—¿Has tomado las medidas necesarias?

—He pedido al general Fanes de Halicarnaso y a Henat, el jefe de los servicios secretos, que pusieran sus efectivos en estado de alerta permanente. Por mi parte, he ordenado a todas las policías del reino que refuercen su vigilancia. Las vías terrestres y el río nunca se habrán vigilado tan estrechamente. Majestad, sinceramente no veo cómo podría tomar cuerpo una insurrección.

—Y, sin embargo, ese maldito escriba se desliza entre nuestros dedos, ¡y mi casco sigue sin ser encontrado!

—Puesto que me concedéis vuestra confianza, me mostraré a la altura de mi tarea y os traeré, vivo o muerto, a ese asesino. Su inteligencia no prevalecerá sobre mi paciencia.

—Gracias al nombramiento de un nuevo sumo sacerdote de Neit, menos renuente que el anterior, las puertas del templo se nos abren ahora de par en par, y ya no servirá de refugio a los contestatarios —anunció Amasis—. Realiza un nuevo registro exhaustivo, juez Gem. Tal vez tengamos alguna sorpresa agradable.

—¿Un registro… exhaustivo?

—No respetes ningún edificio.

—¿Ni siquiera las capillas de las tumbas reales?

—He dicho ninguno.

El magistrado pareció turbado.

—La discípula del sumo sacerdote difunto ha desaparecido, majestad. No hay indicios, ni tampoco testigos.

—¿Ha desaparecido… o ha huido?

—Pese a la falta de pruebas concretas, la actitud de la tal Nitis, una muchacha notable destinada a una carrera brillante, siempre me pareció sospechosa. Si suponemos que su maestro protegió al escriba Kel de un modo u otro, es probable que ella lo obedeciera a ciegas.

—Convertida en cómplice de un criminal, ¿se habrá reunido con él?

—Estoy convencido de ello, majestad.

—¡Extraña andadura! ¿No era acaso superiora de las cantantes y las tejedoras de la diosa Neit?

—Es cierto, pero el nombramiento de un nuevo sumo sacerdote la convenció de que pronto sería cesada de sus funciones y devuelta a un rango subalterno. A mi entender, existe una explicación determinante para esa curiosa desaparición.

—¿Cuál, juez Gem?

—Una siniestra historia de amor, majestad.

—¿Nitis enamorada del escriba Kel?

—Sí, y el amor es recíproco, a menos que él la utilice como aliada para desplazarse y ocultarse. Buscamos a un hombre solo, no a una pareja.

—¡Convincente explicación! —estimó el rey—. Distribuye nuevas consignas.

—Ya lo he hecho, majestad. La habilidad de Kel no se apoya en el azar, sino en una ayuda eficaz y discreta. He aquí, sin duda, uno de sus aspectos. Si existen otros, los descubriré.

—Quiero que sepas que cuentas con mi confianza, juez Gem.

El anciano magistrado había rejuvenecido de pronto. Volvía a ser un cazador implacable, paciente y perspicaz, del que no escapaban ni los más astutos delincuentes. Olvidando los honores, los títulos y el confort de una cómoda existencia, recuperaba la energía y la felicidad del joven investigador deseoso de que se aplicara la justicia y se combatiera el mal. Amasis, agradablemente sorprendido, supo que los días de la pareja huida estaban contados.