14

Bajo la luz de la luna llena, el cuarteto avanzaba a rápidas zancadas. De pronto, Viento del Norte se detuvo.

Kel comprendió de inmediato.

—¡Estás intentando engañarnos, Palios! Otra jugarreta y no verás cómo apunta el alba.

—Entérate bien de una cosa —precisó Bebón—: para nosotros, un muerto más o menos no importa. Si nos llevas a la villa adecuada, tienes una posibilidad de sobrevivir.

El griego, vencido y con la cabeza gacha, tomó finalmente el buen camino.

No había policía a la vista.

En la desembocadura de una tranquila calleja, se alzaba una suntuosa propiedad protegida por altos muros. Palmeras centenarias daban sombra a una villa de dos pisos, construida en el centro de un vasto jardín.

Viento del Norte se detuvo con las orejas muy erguidas.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Kel al mercenario.

—No lo sé. Unos colegas nos aguardaban a la entrada. Les entregamos a la moza, la… sacerdotisa, y luego nos marchamos.

—Está visto que no sabes nada —observó Bebón—, así que no nos sirves.

—Pero habíais prometido…

De una de las alforjas del asno, el cómico sacó un trapo y se lo metió en la boca al mercenario; luego cogió una cuerda con la que ató sólidamente al raptor. Kel y Bebón lo dejaron al fondo de un almacén de jarras.

—Acabarán encontrándote —le dijo el cómico—. Y procura sujetar tu lengua. De lo contrario, los miembros de nuestra organización te ejecutarán. ¿Entendido?

El griego parpadeó.

—Ahora, lancémonos de cabeza —propuso el escriba.

—Espera —repuso su amigo—. A mi entender, se trata de una ratonera. Primero examinemos cuidadosamente el lugar. Luego ya pensaremos en un plan de acción.

Aunque impaciente, Kel entró en razón: no quería estropear la menor posibilidad de liberar a Nitis.

Pero Bebón, que estaba convencido de que los mercenarios vigilaban la villa, tuvo que reconocer su error. En los alrededores de la propiedad no había ni policías ni soldados, sólo un portero al abrigo de un edículo de madera, cubierto por una basta tela. De ese modo, el tipo se protegía del sol.

—Demasiado hermoso para ser cierto —estimó el cómico—. Demos otra vuelta.

El lugar era particularmente tranquilo, apartado de las calles más frecuentadas y de los barrios animados.

—Una prisión perfecta —consideró Kel.

—En este caso, los mercenarios deben de encontrarse en el interior. ¿Cuántos serán?

¡Librémonos del portero y entremos!

—Ese tipo sirve de cebo. Al menor incidente, una jauría de griegos caerá sobre nosotros.

—Pues entonces, intentemos escalar los muros.

—Lo mismo. Forzosamente hay rondas y centinelas. Y no sabremos adonde dirigirnos. Necesitamos informaciones concretas.

—El portero nos las dará.

—¡De ningún modo!

—Nitis ya ha esperado demasiado.

—Si nos matan, no le quedará esperanza alguna.

El escriba contuvo, una vez más, su deseo de lanzarse al interior de aquella maldita villa.

¿Sentía Nitis su presencia? ¿Creía aún en su liberación?

—Incluso los mercenarios griegos deben comer y beber —advirtió Bebón—. Quiero decir que, antes o después, los proveedores se presentarán a las puertas de la villa. Tal vez ellos conozcan detalles importantes.

—¿Y si no saben nada?

—¡Sé más optimista, hombre!

La paciencia de Kel fue puesta a dura prueba.

Finalmente apareció un aguador. Éste intercambió algunas palabras con el portero, que lo dejó entrar en la propiedad, de la que salió casi de inmediato.

Kel y Bebón lo detuvieron en una calleja próxima, mientras Viento del Norte montaba guardia.

—Tenemos sed —dijo el actor.

—Lo siento, he vendido toda el agua.

—¿A la gente de la gran villa?

—Eso es.

—Son griegos, ¿no?

—Lo ignoro. Sustituyo a mi patrón, que está enfermo, y no conozco mucho el barrio.

El escriba y su amigo volvieron a su puesto de observación.

Entonces llegó un repartidor de tortas calientes rellenas de garbanzos, y también él fue autorizado a cruzar el umbral. Kel lo abordó poco después de su salida, fuera de la vista del portero. Bebón se mantuvo algo apartado, asegurándose de que no los siguieran.

—Me apetece una torta.

—Ya no me quedan. No muy lejos de aquí encontrarás a varios vendedores.

—¡Realmente, esos griegos tienen suerte!

El vendedor pareció extrañado.

—No comprendo…

—¡Les has vendido todas tus famosas tortas! Esos griegos deben de ser muy ricos para vivir en una villa tan hermosa.

El vendedor se relajó.

—¡Ah, te equivocas por completo! El propietario de esa villa no es griego.

—¿Sabes cómo se llama?

—Se trata del ministro de Finanzas, Pefy. Su personal me paga muy bien. Por la cantidad de tortas que me compran, debe de haber por lo menos diez criados. Buenos días, amigo.