El Calvo y el faraón se dirigieron hacia la acacia.
—Vuestras instrucciones se han seguido al pie de la letra, majestad.
—¿Qué han propuesto tus colegas?
—Se sienten tan desamparados que se limitan a sus obligaciones. Ya sólo hablamos de trivialidades, todos nos encerramos en el silencio.
Reuniendo en su misterio el cielo, la tierra y el mundo subterráneo, el gran árbol seguía luchando contra el deterioro. En él, Osiris seguía presente, pero ¿durante cuánto tiempo aún podría la acacia hundir sus raíces en el océano primordial para obtener la energía necesaria para su supervivencia?
—¿Has descubierto remedios en los antiguos textos?
—Por desgracia no, majestad. Hoy me ayudan en mi búsqueda y no pierdo la esperanza.
Un viento fresco soplaba en el bosque sagrado. Poco a poco, la puerta del más allá se cerraba.
Acompañado por Sobek el Protector, Sesostris visitó la obra, que, a pesar de numerosos imprevistos, seguía avanzando. Gracias a la intervención de las sacerdotisas de Hator apenas se producían accidentes y las herramientas no se rompían ya. El maestro de obras reconoció que estaba viviendo jornadas difíciles, pero su determinación y la de los artesanos seguían intactas. Eran conscientes de participar en una verdadera guerra contra fuerzas oscuras, y cada piedra colocada les parecía una victoria.
La presencia del faraón fortaleció la energía de su trabajo. Seguros de su indefectible apoyo, los constructores se juraron no ceder ante la adversidad.
—Prepara el «Círculo de oro» de Abydos —le ordenó Sesostris al Calvo.
En una de las salas del templo de Osiris se habían dispuesto cuatro mesas de ofrendas en función de los puntos cardinales. El signo jeroglífico de la mesa de ofrendas rezaba «Hotep», y significaba «paz, plenitud, serenidad», nociones que caracterizaban la misión del «Círculo de oro» de Abydos, cuyos miembros, en aquellos angustiosos tiempos, se preguntaban por su capacidad para cumplirla.
El faraón y la reina se colocaban a oriente. Ante ellos, a occidente, el Calvo y el general Sepi. En el septentrión, el Portador del sello, Sehotep, y el general Nesmontu. A mediodía, el gran tesorero Senankh.
—Dada la tarea que le ha sido confiada, uno de nosotros está ausente —declaró el monarca—. Naturalmente, será informado de nuestras decisiones.
Todos los miembros del «Círculo de oro» habían sido iniciados en los grandes misterios de Osiris. Entre ellos se habían establecido vínculos indestructibles. Mantenidos en absoluto secreto, como sus predecesores, consagraban su vida a la grandeza y a la felicidad de Egipto, que descansaban precisamente en la justa transmisión de la iniciación osiriaca.
Allí, la muerte se afrontaba de frente. Allí, como afirmaba un texto grabado en las pirámides reales del Imperio Antiguo, se hacía morir a la muerte. El «Círculo de oro» de Abydos mantenía la dimensión sobrenatural de las Dos Tierras donde vivía el pueblo del Conocimiento[40].
—Si la acacia se extingue —recordó Sesostris—, los misterios no se celebrarán ya. La savia que circula por el gran cuerpo de Egipto dejará de manar, el matrimonio entre el cielo y la tierra se romperá. Por eso debemos buscar sin descanso la causa del maleficio, cuyo autor es, probablemente, el jefe de provincia Khnum-Hotep.
—¿Lo dudáis aún, majestad? —preguntó el general Nesmontu—. Puesto que se ha establecido la inocencia de los demás, ¡sólo queda él!
—Quiero oír de su boca los motivos por los que ha cometido esa abominable fechoría. Habrá que librar una batalla y agarrarlo vivo. En este período tan trágico y peligroso, la unidad del país es más necesaria que nunca. Nuestra división nos ha debilitado mucho y es una de las razones que han permitido a una fuerza maléfica alcanzar el árbol de Osiris, cuyo cuerpo cósmico se compone del conjunto de las provincias celestes y terrenales unidas.
—Las palabras de poder pronunciadas en Abydos obtienen aún un eco favorable por parte de las divinidades —afirmó el Calvo— y el colegio de los sacerdotes permanentes asume sus funciones con el indispensable rigor.
—¿Y si uno de esos sacerdotes fuera cómplice? —sugirió Senankh.
—Es una hipótesis que no puede excluirse —deploró el Calvo—, pero ningún indicio lo confirma.
—Perdonad la pregunta, majestad —dijo Sehotep con gravedad—, pero debe hacerse: si morís durante el enfrentamiento con Khnum-Hotep, ¿quién va a sucederos?
—La reina asumirá la regencia, y aquellos de nosotros que sobrevivan designarán un nuevo monarca. Lo esencial es encontrar el medio de curar la acacia. Hasta ahora, la búsqueda del oro ha fracasado. Intensificaremos, pues, nuestras investigaciones.
—Explorar el desierto, llegar a las canteras y traer el metal salvador requerirá mucho tiempo —consideró el general Sepi—. Y no hablo ya de los peligros del viaje.
—Cada uno de nosotros tendrá una tarea inhumana que realizar —advirtió Sesostris—. Sean cuales sean los riesgos, sean cuales sean las dificultades, juremos que no vamos a renunciar.
Todos lo juraron.
—Ha llegado la hora de hacer que nuestra discípula avance por el camino de los misterios —decretó la reina—. Ciertamente, no está dispuesta aún para cruzar la última puerta, y sería tan peligroso como inútil precipitar su formación. Sin embargo, debe intentar superar una nueva etapa hacia el «Círculo de oro».
La joven sacerdotisa se inclinó ante el faraón.
—Sígueme.
En plena noche penetraron en una capilla iluminada por las antorchas. En el centro había un relicario formado por cuatro leones que se daban la espalda y, plantado en el pequeño monumento vacío, un astil con un escondrijo en la parte superior.
—He aquí el venerable pilar que apareció en los orígenes de la vida —reveló el monarca—. En él se levantó Osiris, vencedor de la nada. Él, Verbo y espíritu, fue agredido, asesinado y despedazado. Pero al transmitir la iniciación a algunos seres les permitió reunir las partes dispersas de la realidad y resucitar al ser cósmico de donde cada mañana renace Egipto. No hay ciencia más importante que ésta, y tendrás que dominar sus múltiples aspectos. ¿Serás capaz de ver lo que está oculto?
La sacerdotisa contempló el relicario, sabiendo que no podía permanecer pasiva. Por un instante pensó en sacar el velo para descubrir la parte de arriba del astil; sin embargo, su instinto le impidió llevar a cabo semejante profanación.
Debía dirigirse a los leones, a aquellos cuatro centinelas de mirada ardiente. Se enfrentó con las fieras, una tras otra. Ellas le abrieron las puertas del espacio y del tiempo y la hicieron viajar por parajes inmensos, poblados de capillas, colinas, dorados trigales, canales y frondosos jardines. Aparecieron luego dos caminos, uno de agua y otro de tierra. En su extremo había un círculo de fuego en cuyo centro se veía un jarrón sellado.
Los paisajes se desvanecieron, y la muchacha divisó de nuevo el relicario.
—Has visto el secreto —advirtió el rey—. ¿Deseas seguir por este camino?
—Lo deseo, majestad.
—Si los dioses te permiten algún día alcanzar el jarrón sellado y descubrir su contenido, conocerás un júbilo que no es de este mundo. No obstante, antes te acecharán temibles pruebas. Serán más exigentes y crueles que las impuestas a las iniciadas que te han precedido, pues nunca habíamos conocido un peligro semejante. Estás a tiempo aún, puedes renunciar. Sé muy consciente de tu decisión. A pesar de tu juventud, compórtate con madurez y no presumas de tus fuerzas. El camino de agua aniquila el ser, el camino de tierra lo devora, el círculo de fuego es infranqueable. Si te sumes en esta aventura, estarás sola en los peores momentos, corroída por la angustia y la duda.
—¿No son efímeras las felicidades humanas, majestad? Habéis hablado de un júbilo que no es de este mundo. Eso es lo que busco. Si mis defectos me impiden vivirlo, seré la única responsable de ello.
—He aquí el arma con la que conseguirás desviar algunas etapas de la mala suerte.
Sesostris entregó a la joven sacerdotisa un pequeño cetro de marfil.
—Se llama heka, la magia nacida de la luz. En él está inscrito el Verbo que produce la energía. Por sí solo es una palabra fulgurante que deberás emplear con buen tino. Este cetro pertenecía a un faraón de la primera dinastía, el Escorpión. Descansa aquí tras haber vinculado su destino a Osiris. Desde que Egipto es la tierra amada por los dioses, el «Círculo de oro» de Abydos ha demostrado que la muerte no era irreversible. Pero hoy, la acacia se marchita y la puerta del más allá se cierra. Si no conseguimos mantenerla abierta, la propia vida nos abandonará.
Posando el cetro sobre su corazón, la sacerdotisa supo que no retrocedería nunca. Sorprendentemente, su pensamiento la llevó hacia el joven escriba que, cada vez con más frecuencia, llenaba sus noches. En un momento tan solemne se reprochó aquella debilidad. ¿Acaso no era aquello un signo que le mostraba hasta qué punto sería peligrosa su andadura?
Poco importaban sus imperfecciones y sus enemigos interiores, más valía identificarlos y combatirlos sin descanso. Sin embargo, lo que sentía por Iker no parecía debilitarla ni apartarla de su objetivo. Pero ¿no enseñaban los sabios que las pasiones humanas concluían en andar vagando de una parte a otra y en la desesperación, muy lejos del júbilo celestial?
La sacerdotisa estaba trastornada por las emociones, que le impedían pensar con plena lucidez. Asiendo el cetro como un gobernalle acompañó al faraón, que salía de la capilla del relicario.
—Voy a celebrar los ritos del alba —anunció— y ofrecer Maat a Maat. Que la rectitud sea tu guía.
La muchacha, sola en el atrio del templo de Osiris, asistió al nacimiento del nuevo sol. Una vez más el faraón había vencido a las tinieblas.
Si la acacia se extinguía, el astro del día sólo sería un disco abrasador que quemaría toda la naturaleza.
Degustó, sin embargo, el final de aquella noche que había visto cómo su existencia cambiaba de dimensión, y saboreó las luces de un alba de la que no estaba ausente la esperanza.
Muy pronto, con el Calvo, derramaría el agua y la leche al pie del árbol de vida, mientras la tierra sagrada de Abydos se cubriría de luz.