Estoy listo —anunció al rey el general Nesmontu—. En cuanto me deis la orden atacaremos por el río y por el desierto. Los milicianos de Khnum-Hotep quedarán atrapados en una tenaza, y el efecto sorpresa nos asegurará una rápida victoria.
—No seamos demasiado optimistas —recomendó Sehotep—. Por lo que sabemos lucharán como fieras. Si se produce el menor desliz, sabrán recibirnos. En caso de elevadas pérdidas deberemos batirnos en retirada.
—Por eso hay que lanzar el asalto sin más tardanza —insistió Nesmontu—. Cada día que pasa pone en peligro la operación.
—Soy consciente de ello —reconoció Sesostris—, pero sin embargo debo aguardar la llegada del gran tesorero Senankh. Las informaciones que traiga pueden cambiar el curso de los acontecimientos.
El monarca se levantó, dando a entender así que había finalizado el consejo restringido. Nadie habría tenido la impertinencia de tomar la palabra tras él, y el viejo general regresó a sus cuarteles mascullando. A la primera ocasión intentaría convencer a Sesostris de que revocara su decisión e interviniera cuanto antes.
De acuerdo con su costumbre, Nesmontu había instalado su domicilio en una habitación del cuartel, para estar en contacto con sus hombres. Con los oídos siempre alerta, le gustaba escuchar críticas y protestas más o menos discretas, para remediar así las insuficiencias. A su entender, la vida militar no podía admitir fallo alguno que pudiera alterar la moral de las tropas. Un soldado bien alimentado, bien alojado, bien pagado y que respetara su jerarquía era un vencedor en potencia.
Al entrar en el comedor de oficiales, Nesmontu sintió de inmediato que el clima estaba tenso. Su ayudante de campo se dirigió a él.
—Mi general, falta cerveza y el pescado seco no ha sido entregado.
—¿Has convocado al intendente?
—Ése es el problema: ha desaparecido.
—¿Se trata de un responsable nombrado por el jefe de provincia Djehuty?
—Afirmativo.
—Avisa de inmediato a Djehuty y que lo busque. Pídele también que nos haga llegar de inmediato los víveres que nos faltan. Ah… una última orden: que los oficiales no coman los alimentos suministrados por ese intendente.
—Teméis que…
—De un desertor se puede temer cualquier cosa.
Tras una comida durante la que degustó una perca asada, una costilla de buey, berenjenas con aceite de oliva, queso de cabra y algunas golosinas, todo regado con un vino tinto del año uno de Sesostris III, Khnum-Hotep se dirigió a su grandiosa morada de eternidad, cada uno de cuyos detalles verificaba.
Un pintor de talento estaba terminando un pájaro multicolor encaramado a una acacia. Ante la obra maestra, el corpulento jefe de provincia se conmovió hasta las lágrimas. La elegancia del dibujo, la calidez fulgurante de los colores, la alegría que brotaba de aquella visión paradisíaca lo fascinaba. Tan admirados como él, sus tres perros se habían sentado sobre sus cuartos traseros para contemplar la última maravilla creada por el pintor.
Khnum-Hotep habría pasado, de buena gana, la tarde mirando cómo trabajaba el genio; sin embargo, el jefe de su milicia, tras una larga vacilación, se atrevió a molestarlo.
—Señor, creo que debierais escuchar a un viajero a quien acabamos de detener.
—No me importunes, interrógalo tú mismo.
—Lo he hecho ya, pero sus declaraciones os afectan directamente.
Intrigado, Khnum-Hotep siguió al militar hasta el puesto de guardia donde habían detenido al sospechoso.
—¿Quién eres y de dónde vienes?
—Era el intendente del cuartel principal de la provincia de la Liebre y he venido a avisaros.
Los ojos de Khnum-Hotep brillaron de cólera.
—¿Me tomas por idiota?
—¡Debéis creerme, señor! El faraón Sesostris ha reconquistado todas las provincias que le eran hostiles, a excepción de la vuestra. Incluso Djehuty se ha doblegado.
—¿Djehuty? ¡Estás bromeando!
—Os juro que no.
Khnum-Hotep se sentó en un taburete que estuvo a punto de ceder bajo su peso y miró al intendente directamente a los ojos.
—Sobre todo no me cuentes bobadas o te aplastaré la cabeza entre mis manos.
—¡No os miento, señor! Sesostris está en Khemenu con su estado mayor y Djehuty se ha convertido en su vasallo.
—¿Quién es el general en jefe?
—Nesmontu.
—Ese viejo cretino… ¡Temible como una cobra! ¿Y la milicia de Djehuty?
—Lo obedece, como las de las otras provincias afectas ahora al faraón. Lo más importante es que Sesostris ha decidido atacaros.
—¿Atacarme a mí?
—Es la verdad, os lo aseguro.
Khnum-Hotep se levantó, agarró el taburete y lo rompió en varios pedazos. Los soldados se pegaron a las paredes, temiendo servir de chivos expiatorios. Soltando espuma como un toro furioso, el jefe de provincia regresó a pie hasta su palacio, desdeñando la silla de mano.
Al ver que su patrón era presa de un gran acceso de furor, Dama Techat dejó para más tarde la presentación de los expedientes administrativos que deseaba que revisara.
—¡Hacerme eso a mí! ¡Querer invadir mi territorio! Ese rey ha perdido la cabeza y haré que entre en razón.
—A mi entender, Sesostris sigue un plan preciso con una inquebrantable decisión.
Sólo Dama Techat se atrevía a hablar así a Khnum-Hotep, que fingió ignorar aquella observación y se dirigió a una sala de recepción donde había un ambiente agradablemente fresco.
Su copero le sirvió cerveza y desapareció sin hacer ruido. Dama Techat permaneció de pie, en una esquina de la estancia. Arrellanado en un sillón hecho a medida, el jefe de provincia acariciaba a sus dos perras, sentadas en sus rodillas, mientras el macho, tendido a sus pies, estaba expectante.
—Un plan preciso, decís. ¿Y adónde lo lleva eso?
—A reinar sobre todo Egipto, suprimiendo al último rebelde que, hoy día, no tiene ya aliado alguno. Sesostris ha eliminado uno a uno a sus adversarios, sabiendo que serían incapaces de unirse.
—Si cree que voy a prosternarme ante él, se equivoca por completo.
—Sin embargo, tal vez fuera la mejor solución —estimó Dama Techat—. El rey está en una posición de fuerza.
—¡Lo habría estado si hubiera atacado por sorpresa! Estar informado me pone en igualdad de condiciones, y mi combate no está perdido de antemano.
—¿Pensáis en el número de muertos?
—Esta provincia pertenece a mi familia desde hace muchas generaciones, ¡y nunca la cederé a nadie! Basta ya de charla, Dama Techat. Voy a preparar una hermosa recepción al invasor. Habrá muchos muertos, sobre todo por su lado. Y este faraón reaccionará como todos los que intentaron apoderarse de mis bienes: retrocediendo.
Aunque había escuchado con atención los argumentos de Nesmontu, el faraón permanecía inflexible. Despechado, el general seguía entrenando, sin embargo, a su regimiento de asalto. Cuando le llegó la mala noticia la comentó de inmediato con Sesostris.
—El desertor ha sido visto cruzando la frontera de esta provincia para entrar en la del Oryx. La situación está clara: ha avisado a Khnum-Hotep de nuestras intenciones. No podemos contar ya, por lo tanto, con el efecto sorpresa. Cuanto más tardemos en atacar, más reforzará el enemigo sus defensas y más dura e incierta será la batalla. En caso de derrota, vuestro prestigio quedará aniquilado y los jefes de provincia volverían a ser independientes. Perdonad la franqueza, majestad, pero no puedo soportar la idea de un desastre.
—¿Qué tipo de trampa prepara Khnum-Hotep?
—Clásica y retorcida.
—Entonces, general, adáptate y desactiva sus artimañas.
Aquella misión entusiasmó a Nesmontu. En lugar de un ataque brutal sería un enfrentamiento táctico. En tales circunstancias, su experiencia sería decisiva.
Un Senankh agotado hizo su aparición en Khemenu con su escolta. El gran tesorero había adelgazado, pero sólo comería tras haber comunicado al rey los resultados de su periplo. Por su sombrío aspecto, tan extraño en aquel enorme trabajador de apariencia jovial, Sesostris comprendió que eran desastrosos.
—He hecho llegar al Calvo las muestras de oro tomadas de los tesoros de los templos, majestad. Ninguno ha curado la acacia.
Sesostris sabía ya que el oro utilizado en la última y lejana celebración de los misterios de Osiris, en Abydos, también se había revelado ineficaz. Desmagnetizado, vacío de su energía, afectado por el maleficio, ya sólo era un metal inerte.
El ser diabólico que había atacado el corazón espiritual de Egipto iniciaba la más temible de las ofensivas.
El rey tenía la esperanza de que Senankh encontraría el oro salvador, y de que podría anunciar a sus nuevos vasallos la curación de la acacia. A raíz de ello se pondrían de su lado sin dobles intenciones y, ante un ejército tan poderoso, Khnum-Hotep tal vez cedería.
—Añadiré —prosiguió el gran tesorero— que las reservas de oro de nuestros templos están en su nivel más bajo. Algunos ni siquiera tienen ya una onza. A causa de los jefes de provincia, las minas de oro no son explotadas ya. Es posible que alguno de ellos haya acumulado considerables reservas para su uso personal.
—¿Khnum-Hotep?
—El nombre aparece frecuentemente en las acusaciones, pero no tengo prueba alguna.
El faraón reunió a su consejo, al que fueron de nuevo invitados Djehuty y el general Sepi.
Nesmontu aguardaba una declaración de guerra, según el proceso normal, al rebelde Khnum-Hotep.
—Nuestro futuro inmediato descansa en la calidad de tu palabra, Djehuty.
—Sólo tengo una, majestad. Os he reconocido como rey del Alto y del Bajo Egipto, la provincia de la Liebre está ahora bajo vuestra autoridad.
—El enfrentamiento con Khnum-Hotep parece inevitable. Antes de que comience tengo una tarea sagrada que cumplir, y los generales Sepi y Nesmontu deben acompañarme. Por eso te encargo el mando de las tropas acuarteladas en Khemenu.
Nesmontu se contuvo a duras penas. ¿Confiar sus hombres a un antiguo oponente? ¡Era una verdadera locura!
—¿Cuáles son vuestras órdenes? —preguntó Djehuty.
—Mientras esperas mi regreso dispondrás las tropas en la frontera de la provincia para rechazar un eventual ataque, en el que no creo. En caso de agresión limítate a rechazar a Khnum-Hotep.
—Se hará de acuerdo con vuestra voluntad.
La mirada del monarca se posó en los demás miembros del consejo.
—Salimos inmediatamente hacia Abydos.