El escaso equipaje de Iker estaba listo. Tras su violento altercado con Heremsaf esperaba ser despedido de un momento a otro.
No lo sorprendió, pues, ver que aparecía un escriba melenudo, con fama de ser portador de malas noticias. Lo seguirían, después, unos policías que llevarían a Iker fuera de Kahum, con la prohibición de regresar.
—Estoy listo —dijo el Melenudo.
—También yo. ¿Estás solo?
—Hoy sí, porque hay sobrecarga de trabajo en el ayuntamiento. Mañana me echará una mano otro colega.
—Me indultan hasta mañana.
El Melenudo frunció el entrecejo.
—¡Ni siendo diez lograríamos terminar antes de una semana! No han podido imponerte un plazo tan breve, forzosamente se trata de un error. Vista la labor impuesta necesitaremos por lo menos un mes, y sin distraernos.
—¿De qué labor hablas?
—Pues… de la que te han confiado: el inventario del mobiliario destinado a los almacenes y la descripción de cada objeto.
—¿No has venido… a expulsarme?
—¿Expulsarte a ti, Iker? Pero ¿de dónde lo has sacado? ¡Ah, ya veo! Uno de los adjuntos del alcalde te ha gastado una broma pesada. Es preciso reconocer que el entorno del gran patrón te teme un poco; mucho, incluso. Desconfía de esta pandilla, sabe mostrarse terrible. Por fortuna, gozas del apoyo de Heremsaf.
Iker se sintió perdido.
De modo que ni el alcalde ni Heremsaf habían decidido expulsarlo. ¿Qué juego se traían entre manos el uno y el otro o el uno contra el otro?
Incapaz de responder a aquella pregunta, Iker se concentró en la tarea, con la ayuda del Melenudo, poco acostumbrado a un ritmo sostenido. Éste se detenía para beber agua, comer cebolla fresca, secarse la frente o satisfacer alguna necesidad natural. No dejaba de charlar.
Iker escuchaba con poca atención sus historias de familia, de espantosa trivialidad, así como la retahíla de chismes sobre los empleados municipales, a partir de inciertas noticias y de vagos rumores.
Cuando el sol se ponía ya, el Melenudo guardó su material.
—¡Ya está, la jornada ha terminado por fin! Te daré un buen consejo, Iker: trabaja mucho menos, de lo contrario nuestra corporación se te echará encima. Y algunos, y no pequeños precisamente, se sentirán vejados, humillados incluso. Sé más lento y ascenderás de prisa por la jerarquía.
Iker regresó a su casa. Sekari no estaba allí, pero había hecho la limpieza. El joven escriba alimentó a Viento del Norte, y luego se dirigió a la cita que había concertado con Bina. Aunque no esperaba nada en concreto, en su actual situación le convenía no rechazar a su única aliada.
No había nadie por aquellos parajes.
Entró sin ruido en la casa abandonada.
—Bina, ¿estás aquí?
—En la habitación del fondo —respondió la voz afrutada de la joven asiática.
Iker caminó sobre restos de yeso. La vislumbró en la oscuridad y se sentó a su lado.
—¿Y tus problemas?
—Divergencia de puntos de vista con mi superior.
—Estoy segura de que es mucho más grave.
—¿Por qué lo crees?
—Porque has cambiado. Tu turbación es tan profunda que el ser más insensible la percibiría. Un simple problema profesional no te habría conmovido hasta ese punto.
—No te equivocas, Bina.
—Tú también eres víctima de una injusticia, ¿no es cierto? En este país, la tiranía no respeta a nadie, ni siquiera a quienes se creen protegidos.
—¡La tiranía! ¿A quién acusas?
—Yo soy sólo una sierva llegada de Asia. Me desprecian, me niegan el acceso a la lectura y a la escritura. Tú eres instruido y ocupas ya un cargo importante, pero ambos somos desgraciados, porque el porvenir está cerrado a causa de ese Sesostris que asfixia al país en su puño. Ese rey es un mal hombre. Respondió a mi pueblo, que solicitaba un poco de libertad y de justicia, enviándole su ejército. Muertos, heridos, mujeres violadas, niños maltratados, pueblos enteros reducidos a la miseria mientras los soldados del faraón se divertían y se embriagaban. Sesostris desprecia a los humanos, sólo conoce la fuerza y la violencia. Según el rumor, libra actualmente una atroz guerra civil contra las provincias que se han atrevido a discutir su omnipotencia. Esta bestia salvaje no vacila en derramar la sangre de los egipcios.
Iker pensó en Khnum-Hotep y en Djehuty, dos jefes de provincia que lo habían ayudado. La guerra civil y la reconquista de todo Egipto por un monarca capaz de cualquier cosa para imponer su supremacía, ¿no era ésa la clave del misterio? Sin embargo, el muchacho no representaba un obstáculo en el camino de Sesostris.
—Si ese rey es tu enemigo, también es el mío —confió a Bina—. Ordenó mi muerte.
—¿Por qué razón?
—Lo ignoro aún, y la descubriré. Quiero las pruebas de su culpabilidad y exigiré justicia.
—¡Sueñas despierto, mi pobre Iker! El único modo de actuar es reunir a los oprimidos y luchar contra ese déspota.
—¿Olvidas su ejército y su policía?
—De ningún modo, pero existen también otros medios de combatirlo distintos al choque frontal.
—¿En qué estás pensando?
—En ti, Iker.
—¡Explícate, Bina!
—Eres un escriba brillante, apreciado por el alcalde de Kahum, la ciudad preferida del tirano. Deja de comportarte como un adolescente rebelde que persigue una quimera. Discúlpate, pasa por el aro y asciende en la jerarquía.
—¡Una hermosa carrera no sustituirá la verdad!
—Ya conoces esa verdad: Sesostris desea tu muerte. Es un destructor y un asesino que pisoteará miles de vidas. Sólo hay una solución: conviértete en un escriba de alto rango para que te presenten a él.
—¿Con qué objeto?
—Matarlo —murmuró Bina.
Escandalizado, Iker imaginó la escena.
—¡Imposible! Estará protegido, no tendré tiempo de actuar.
—Una hazaña de esta magnitud se prepara minuciosamente. No se trata de correr riesgos irreflexivos y de fracasar. Será preciso suprimir las protecciones de las que goza el monstruo para que puedas golpear con seguridad.
—¿Nos imaginas, a ti y a mí, reunidos en esa insensata empresa?
—Tú estás solo, yo tengo aliados.
—¿Cuáles?
—Oprimidos, como nosotros, amantes de la libertad y dispuestos a sacrificar su vida para librarse del tirano y devolver la felicidad al pueblo. No hay destino más hermoso, Iker, y tú serás el instrumento elegido.
Se acercó a él y, luego, sintiendo que era presa de una tormenta interior, no esbozó ni un solo gesto.
—¡Es una locura, Bina!
—Sin duda, pero ¿cómo se comporta la gente razonable? Agacha la cabeza, cierra los ojos, la boca y los oídos, con la esperanza de que sólo sus vecinos se vean afectados. Sesostris lo ha comprendido muy bien: ¡qué fácil es dominar a los cobardes! Si perteneces a esta ralea, Iker, es inútil que volvamos a vernos.
De regreso a su casa, Iker tenía la garganta tan seca que bebió, por lo menos, un litro de agua. Incapaz de recuperar la tranquilidad, empuñó el mango del cuchillo que llevaba el nombre de El rápido. Si estuviera provisto de una hoja larga y cortante, sería un arma temible.
Vengarse era legítimo, liberar a Egipto de un implacable opresor se convertía en el más noble de los ideales. Iker olvidaba su propio destino para preocuparse por el de su país y por los infelices que sufrían el yugo de Sesostris.
Si conseguían suprimirlo, se iniciaría una nueva era. Sin embargo, no era su propósito matar a nadie. Al hacerse escriba, el muchacho quería escapar de la violencia y de lo arbitrario. Matar lo horrorizaba.
Abandonar Egipto era la mejor solución.
Al exiliarse, Iker olvidaría los demonios que lo atormentaban. Gracias a sus conocimientos obtendría un empleo de regidor en alguna explotación agrícola y construiría una nueva existencia.
El joven preparó su equipaje para marcharse de madrugada. Cuando estaba metiendo sus pinceles en un estuche se le apareció ella.
Su rostro era tan luminoso como severo. En sus ojos, Iker leyó su mensaje: «No huyas. Permanece en Egipto y lucha para que Maat se cumpla.»
La hermosa sacerdotisa se desvaneció en la vacilante claridad del candil de aceite.
Con los nervios de punta, el escriba fue a acostarse. Antes de tenderse en la cama buscó su talismán para depositarlo sobre su vientre y así poder gozar de un sueño apacible.
No pudo encontrar el marfil mágico.
Iker revolvió su casa de la terraza al sótano sin éxito. Le habían robado el valioso objeto.
Torturado por una última pesadilla, el escriba despertó sobresaltado, sin saber ya dónde estaba. Recuperó poco a poco su espacio e inició una nueva búsqueda, sin más éxito.
Unos ronquidos lo intrigaron.
En el umbral, con las piernas encogidas y los brazos sirviéndole de almohada, Sekari dormía como un tronco.
Iker lo sacudió.
—¿Qué pasa?… ¡Ah, eres tú!
—¿Hace tiempo que estás aquí?
—No mucho… Mi velada y mi noche han estado muy ocupadas, ya sabes lo que quiero decir. ¡Una verdadera arpía que no quería soltarme! Puesto que conocía el emplazamiento de mi choza, resultaba imposible refugiarme allí. Mi única posibilidad de escapar era ésta. Si exiges que me vaya…
—No, entra. Dormirás mejor en el interior.
Sekari bostezó y se desperezó.
—¡Caramba, tampoco tienes un aspecto muy fresco!
—He sido víctima de un robo.
—¿Qué te han quitado?
—Un marfil protector por el que sentía mucho apego.
—Muchos son aficionados a esas cosas, y por eso se venden caras.
—Perdóname, Sekari, he dormido mal y…
—¿Dudas en preguntarme si he sido el ladrón? No, no me habría atrevido a ponerme de nuevo ante ti. Pero haces bien desconfiando de todo el mundo. A mi entender, esta casa debería estar mejor protegida. Un buen cerrojo no vendrá mal. Y, además, intentaré informarme para saber si ofrecen este marfil en el mercado. ¿Qué forma tiene?
Iker hizo una descripción precisa.
—¿Ninguna sospecha? —preguntó Sekari.
—Ninguna.
—Esperemos que mis grandes orejas capten alguna información. ¿Estás seguro de que nadie intenta perjudicarte?
—¿Y si tomáramos un copioso desayuno?
—Temo que tu cocina esté vacía. Voy a buscar lo necesario.
Mientras Sekari se alejaba, Iker pensaba en su consejo: no confiar en nadie.