Al acercarse a la capital de la provincia de la Liebre, los paisajes se volvían suaves y encantadores. Todo allí hablaba de paz, de reposo y meditación.
A bordo del navío del rey sólo se pensaba en el enfrentamiento con el terrible Djehuty. Las noticias que acababa de recibir el general Nesmontu nada tenían de satisfactorias.
—El jefe de provincia dispone de un pequeño ejército bien pagado y formado por profesionales aguerridos —le reveló al faraón—. Además, Djehuty tiene fama de fino estratega.
—En ese caso —afirmó Sehotep— no será hostil a la negociación. Cuando Djehuty conozca que se nos han unido provincias consideradas intransigentes comprenderá que la lucha armada es inútil. Me ofrezco, pues, como embajador.
—Seguiremos utilizando mi método —decidió Sesostris.
Los tres miembros presentes de la Casa del Rey, el general Nesmontu, el Portador del sello Sehotep y Sobek el Protector, compartieron el mismo pensamiento: el monarca no evaluaba el peligro. Djehuty no era un mediocre, y no rendiría sus armas sin librar un combate devastador.
Sin embargo, la seguridad del faraón parecía inquebrantable. ¿No se parecía, acaso, a uno de aquellos artesanos geniales capaces de ejecutar el gesto adecuado en el momento adecuado? ¿Cómo no sentir confianza hacia aquel gigante que, desde su subida al trono de los vivos, no había dado ni un solo paso en falso?
Khemenu, «la ciudad de la Ogdóada» —la cofradía de ocho poderes creadores—, era a la vez la capital de la provincia de la Liebre y el lugar preferido por el dios Tot. Maestro de los jeroglíficos, «las palabras de Dios», Tot ofrecía a los iniciados la posibilidad de alcanzar el conocimiento. Revelándose en la forma de hoz de la luna, el símbolo más visible de la muerte y de la resurrección, insistía en la necesidad del acto cortante, al margen de la tibieza y del compromiso. El pico del ibis, el pájaro de Tot, no buscaba: encontraba.
Ejercer un justo gobierno del país sin el control de aquella provincia resultaría ilusorio. Aquel día Sesostris estaba a pie de obra.
—Majestad —intervino Sobek el Protector—, permitid que os acompañe.
—No será necesario.
En el río no había ningún navío de guerra, y en el muelle no se veía a soldado alguno.
—Increíble —murmuró Sehotep—. ¿Nos habrá hecho también el jefe de provincia Djehuty el favor de morirse?
Las maniobras de atraque se realizaron con tranquilidad, como si los recién llegados gozaran de toda la confianza de los responsables del puerto de Khemenu.
Al pie de la pasarela, un hombre flaco de rostro grave desenrolló un papiro cubierto de jeroglíficos en columnas en el que aparecía una sola figura raramente representada: un Osiris sentado, tocado con su corona de resurrección, que mantenía el cetro de Poder[37] y la llave de vida[38]; en su trono aparecía el símbolo de los millones de años, y a su alrededor había círculos ígneos que impedían acercarse a los profanos[39].
—General Sepi… Por fortuna, regresaste de Asia sano y salvo.
—La tarea no fue fácil, majestad, pero me aproveché de la desorganización crónica de las tribus y los clanes.
—Justo tras tu entrada en el «Círculo de oro» de Abydos hubiera sido lamentable perderte.
—Gracias a esta iniciación la vida y la muerte son tan distintas que ya no se afrontan las pruebas del mismo modo.
Bajo la mirada estupefacta de los marineros de la flotilla real, el faraón y su hermano de espíritu se dieron un abrazo.
—¿Tus conclusiones, Sepi?
—Asia está bajo control. Nuestras tropas instaladas en Siquem han asfixiado el deseo de revuelta de los cananeos. Son tratados con justicia y comen hasta saciar su hambre. Algunos mantienen la nostalgia de un personaje extraño, el Anunciador, pero su desaparición parece haber arrastrado la de sus fieles. Sin embargo, no seamos ingenuos y no bajemos la guardia. Toda esta zona debe permanecer bajo estricta vigilancia. Sobre todo, que nuestra presencia militar se mantenga e incluso se refuerce. Temo la proliferación de una resistencia urbana capaz de fomentar disturbios esporádicos.
—Tu opinión me resulta muy valiosa, Sepi. ¿Qué ocurre con esta provincia?
—No lo sé. Regresé anteayer. ¡Djehuty me pareció muy cambiado! Está alegre, relajado, feliz de vivir.
—¿Dio la orden de atacarme?
—No concretamente. Me reveló que os reservaba una sorpresa y me pidió que os acogiera, solo, sin armas y sin soldados.
—¿Acaso has conseguido convencerlo y evitar un sangriento conflicto?
—No estoy convencido de ello, majestad. Desde que Djehuty me contrató no he dejado de intentar, con ligeras insinuaciones, que percibiera lo absurdo de su posición. Creer que lo he conseguido sería pura vanidad.
—¿A quién obedecerán los milicianos?
—A él; a mí, no.
—Pues bien, veamos esa sorpresa.
Por el camino que llevaba al palacio de Djehuty, los milicianos y los jóvenes de la provincia formaban una guardia de honor, agitando palmas.
Tan asombrado como Sesostris, el general Sepi condujo al monarca hasta la sala de audiencias.
Lujosamente vestidas y maquilladas con habilidad, las tres hijas de Djehuty mostraron su más hermosa sonrisa mientras se inclinaban ante el faraón.
Envuelto en un manto que le llegaba a los tobillos, su padre se levantó trabajosamente.
—Que vuestra majestad me perdone, soy víctima de dolorosos reumatismos y tengo siempre frío. No obstante, me queda aún suficiente salud para presentar el homenaje de mi provincia al rey del Alto y del Bajo Egipto.
Tres sillas de mano llevaron al faraón, al jefe de provincia y al general Sepi hasta el gran templo de Tot. En la fachada se erguía el coloso.
—He aquí la encarnación de vuestro ka, majestad —declaró Djehuty—. Os corresponde concederle la última luz que le dará vida para siempre.
Sepi ofreció a Sesostris una maza procedente de Abydos y consagrada durante la celebración de los misterios de Osiris. El rey la levantó, apuntando a los ojos, a la nariz, a las orejas y a la boca del coloso. A cada uno de sus gestos, un rayo luminoso brotó del extremo de la maza. La piedra fue recorrida por las vibraciones y todos advirtieron que una parte del ka real se hallaba presente desde aquel instante en la ciudad de Tot.
Aquel banquete se podía calificar de fastuoso: platos de excepcional refinamiento, un servicio sin fallos, una orquesta digna de la corte de Menfis, jóvenes bailarinas capaces de ejecutar las más acrobáticas figuras. De entre éstas, la más hermosa intercambiaba miradas cómplices con el Portador del sello Sehotep, muy sensible a sus encantos. Por toda vestimenta, la artista sólo llevaba un cinturón de cuentas.
Pero Djehuty advirtió que el faraón seguía frunciendo el entrecejo.
—Me gusta vivir bien, majestad, y estoy orgulloso de la prosperidad de esta provincia, lo que no me impide ser lúcido. Al concedernos una perfecta crecida habéis demostrado que erais el único digno de reinar sobre un Egipto reunificado. Habéis obtenido mi fidelidad, soy vuestro servidor. Ordenad y obedeceré.
—¿Estás informado de la desgracia que nos afecta?
—No, majestad.
Una mirada del general Sepi confirmó que Djehuty no mentía.
—El árbol sagrado de Osiris está gravemente enfermo —reveló el rey.
—¿El árbol de vida?
—Eso es, Djehuty.
El jefe de provincia apartó su plato de alabastro, en un gesto que denotaba que había perdido el apetito.
—¿Qué ocurre?
—Un maleficio.
—¿Sabréis conjurarlo?
—Libro ese combate a cada instante. En el momento en que hablamos, la degradación se ha detenido. Pero ¿por cuánto tiempo? La edificación de un templo y una morada de eternidad provocarán energía, y estoy convencido de que un Egipto de nuevo coherente nos ayudará a luchar. ¿Puedes jurarme que eres inocente y que no has participado en ninguna conspiración para destruir la acacia?
Puesto que se moría de frío, Djehuty se ciñó los faldones de su manto.
—Si soy culpable, que mi nombre sea destruido, mi familia aniquilada, mi tumba demolida, mi cadáver quemado. Estas palabras se pronuncian en presencia del faraón, el garante de Maat.
La voz de Djehuty temblaba de emoción.
—Sé que no mientes —dijo Sesostris.
—Esta provincia os pertenece, al igual que sus riquezas y su milicia. Salvad Egipto, majestad, salvad a su pueblo, preservad el misterio de la resurrección.
Por la actitud del soberano, Djehuty supo que había depositado en buenas manos su confianza. Si existía un hombre, uno solo, capaz de gestionar el árbol de vida, era él.
Un comensal solicitó tomar la palabra.
—Soy el ritualista que ayudó a un joven escriba mientras se transportaba el coloso, ¡y no fue tarea fácil! Se llama Iker y ha abandonado la provincia. No es razón para olvidar su valor y propongo que bebamos a su salud. Sin él no habríamos conseguido trasladar esa estatua gigantesca hasta el gran templo.
Djehuty asintió y la concurrencia brindó por Iker. Entre la alegría general, aquel brindis fue seguido por muchos otros.
Sesostris había invitado a Djehuty y al general Sepi a su consejo restringido.
—Vuestra presencia no tiene nada de honorífica —precisó el rey—. Aquí decidimos y actuamos. Desde Elefantina he averiguado qué provincias me eran hostiles sin derramar una sola gota de sangre. Ya sólo queda una, y debo sacar de ello una conclusión: Khnum-Hotep, el jefe de la provincia del Oryx, es el criminal que ataca el árbol de vida.
—El oryx es un animal de Set, el asesino de Osiris —recordó Sehotep—. Por lo que sabemos de Khnum-Hotep no retrocederá ante nada para conservar su territorio.
—Pertenece a una antiquísima familia —precisó Djehuty—, y se aferra ferozmente a su independencia. Por principio, está cerrado a cualquier negociación. Además, su milicia es, sin duda, la mejor del país: sigue un entrenamiento intensivo y regular, dispone de un armamento de primera calidad y es absolutamente fiel a su señor, sobre el que nadie ejerce influencia alguna. Debo ser franco: ni siquiera los éxitos que su majestad acaba de obtener lo impresionarán. Sentirse solo contra todos fortalecerá, más bien, su determinación. Y como es un conductor de hombres, los suyos lucharán por él con multiplicada energía.
—En estas condiciones —consideró el general Nesmontu— preconizo un ataque masivo.
—Celebrar la unidad sobre fragmentos de cadáveres egipcios no es la mejor solución —objetó Djehuty.
—Mucho me temo que no exista otra —insistió Nesmontu—. El faraón no puede dejar que Khnum-Hotep se burle y comprometa la solidez del edificio que está construyendo.
Con el corazón en un puño, todos comprendieron que era preciso prepararse para un conflicto cuya violencia dejaría huellas imborrables.
—Como no se trata de un enfrentamiento con un país extranjero —analizó Nesmontu—, no debemos enviar a Khnum-Hotep una declaración de guerra. Desde mi punto de vista es una operación de policía destinada a restablecer el orden sobre el territorio egipcio. Sería, pues, lógico atacar por sorpresa.
Ni el general Sepi ni los demás participantes en el consejo emitieron objeción alguna.
—Que se tomen las necesarias disposiciones —ordenó el soberano—. Durante el banquete se ha citado el nombre de un escriba, Iker. ¿Fue formado aquí?
—Fue, efectivamente, mi alumno —reconoció Sepi—. El mejor de la clase, y con mucho.
—Por eso le di al momento algunas responsabilidades —añadió Djehuty—. Organizó de modo notable el transporte del coloso y hubiera ocupado la dirección de la administración regional en poco tiempo.
—¿Por qué se marchó? —preguntó Sesostris.
Djehuty se levantó.
—Tal vez no sea digno de asistir a este consejo, majestad, pues he cometido contra vos una grave falta.
—Explícate y déjame que te juzgue.
Envejecido, el jefe de provincia se sobrepuso.
—Iker es un muchacho atormentado que no deja de hacerse preguntas a consecuencia de duras pruebas de las que su espíritu no salió indemne. Buscaba a unos marineros, Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado, que habían hecho escala en Khemenu. Un episodio borrado de mis archivos, pues su barco reivindicaba el sello real que yo me negaba a reconocer. Para mí, majestad, esos hombres sólo podían pertenecer a vuestra marina, y no le he ocultado a Iker mis pensamientos.
—Por vuestra causa —advirtió Sehotep—, ese escriba considera, pues, un enemigo a su majestad.
—Es cierto.
—¿Y está animado por un deseo de venganza?
—También es cierto. Intenté convencerlo de que olvidara el pasado y permaneciera bajo mi servicio. Pero ¡su determinación era inquebrantable! El muchacho es tan inteligente como valeroso, y podría resultar un extraño adversario, ya que está convencido, por mi culpa, de que el faraón es responsable de sus desgracias.
—¿Qué le sucedió anteriormente?
—Lo ignoro. Sin duda, han atentado contra su vida.
—¿Adonde pensaba ir Iker?
—A Kahum, para encontrar indicios y pruebas que le permitieran lograr que brillara la verdad.
—Se interesa también por el «Círculo de oro» de Abydos —precisó el general Sepi—, y comprobó su eficacia, sin comprender su naturaleza, en un rito de regeneración practicado sobre la persona de Djehuty.
—Este muchacho es probablemente cómplice del criminal que se ensaña con la acacia de Osiris —sugirió Sobek—. ¿Tenía vínculos con Khnum-Hotep?
—Procedía de su provincia, donde había trabajado para él —reveló Djehuty.