El Nilo está vacío —advirtió el general Nesmontu, incrédulo.
Al acercarse a Kis[36], la capital de la decimocuarta provincia del Alto Egipto, la flotilla de Sesostris aguardaba un recibimiento guerrero. Pero los navíos de combate del jefe local, Ukh, habían permanecido en el puerto, y el faraón desembarcó sin encontrar la menor oposición.
—Es forzosamente una trampa —estimó Sehotep—. Dejadme que vaya a explorar, majestad.
En el muelle no había ni un solo miliciano. El lugar parecía abandonado.
—La idea del Portador del sello es excelente —aprobó Sobek el Protector—. Le facilitaré una escolta.
—¿Quién respetaría a un rey cobarde? Seguidme.
Sesostris marchó en cabeza. Sobek no dejaba de escudriñar los alrededores, intentando adivinar de dónde provendría el ataque.
Hasta la entrada de la ciudad hubo tranquilidad.
En las calles no había ni una alma viviente. Puertas y ventanas estaban cerradas.
—¿Qué desgracia ha caído sobre esta ciudad? —preguntó Sehotep angustiado.
Finalmente, el rey divisó a los primeros habitantes.
Postrados, con la cabeza en la rodilla, parecían abrumados por la desesperación, incapaces de reaccionar.
Al acercarse a palacio, el suelo aparecía cubierto de armas. Los milicianos habían abandonado arcos, flechas, lanzas y espadas.
Sentado ante la puerta principal había un oficial postrado.
—¿Qué ocurre aquí? —interrogó Sobek.
El militar levantó unos ojos enrojecidos a fuerza de llanto.
—Nuestro jefe acaba de morir.
—¿Una revuelta?
—No, claro que no. ¿Quién se habría atrevido a rebelarse contra el señor Ukh? Ha muerto porque la serpiente sagrada de su provincia ha muerto, porque su jarra sagrada se ha roto, porque los campos están secos, porque los rebaños están enfermos… Y todo ello porque nuestro símbolo protector no cumple ya su función.
Sesostris se dirigió hacia el templo, dedicado a Hator. Civiles y militares se habían reunido en el exterior, acechando un signo de esperanza.
—¡Venerad al faraón! —clamó Nesmontu—. Sólo él pondrá fin a vuestras desgracias.
Todos se volvieron hacia el coloso. Acudió un sacerdote y se inclinó.
—Majestad, nuestra rebelión acaba de ser severamente castigada. Respetad nuestras vidas, os lo suplico.
—Nadie tiene nada que temer.
La sonrisa regresó a los labios de algunos habitantes de Kis. Si el faraón aceptara protegerlos, el mal se habría alejado.
—Debo mostraros el desastre, majestad.
Sesostris siguió al sacerdote hasta el interior del templo. En una capilla se conservaba el objeto más sagrado de la provincia, un papiro del que emergían dos plumas que enmarcaban un disco solar flanqueado por dos uraeus.
Una sola mirada bastaba para percibir la magnitud de la catástrofe.
El papiro se había ajado, el disco había perdido su fulgor y los ojos de las cobras no brillaban ya. En aquel símbolo, que llevaba el nombre de ukh, el mismo que el del jefe de provincia, la energía casi se había extinguido.
—Vamos a perecer todos —profetizó el sacerdote—. ¡Este lugar está maldito!
—Cálmate —ordenó el rey.
Sólo las dos plumas conservaban aún un poco de vigor. Encarnación del aire luminoso que circulaba por el universo y fecundaba los gérmenes de vida, ofrecían una postrera posibilidad de supervivencia.
—El cáncer corroe la acacia, y he aquí una de sus metástasis —advirtió el rey—. Concentrad vuestros pensamientos en el disco solar, vivid cada una de las palabras que voy a pronunciar, haced que reviva la potencia comulgando con el Verbo.
Sehotep, Nesmontu y Sobek se unieron a la palabra real para formar un ser de conocimiento.
La voz de Sesostris se elevó al recitar un himno al sol naciente.
—Aparece en la región de luz, ilumina de turquesa las Dos Tierras. Aleja las tinieblas, renace cada día, ven a la voz de quien pronuncia tu nombre. Único que permanece único, únete a tu símbolo, revela tu naturaleza sin traicionarla. Crea lo que es abajo como lo que es arriba. Llama viva en el interior de su ojo, sé el constructor, penetra en tu santuario.
Poco a poco, el papiro fue recuperándose. Luego, los ojos de las cobras enrojecieron como las brasas. Finalmente, el disco recuperó su brillo e iluminó la capilla.
—Ve a buscar a los sacerdotes —ordenó el monarca al general Nesmontu.
Cuando vieron la resurrección de su símbolo, los ritualistas se inclinaron ante el rey y comenzaron a cantar sus alabanzas.
—Nada de palabreo —interrumpió Sesostris—. Los ritos no se han celebrado correctamente, y vais a pagarlo muy caro. En vez de compadeceros a vosotros mismos, cumplid con rigor los servicios del alba, del mediodía y del ocaso. A la menor alerta, avisadme. En adelante, esta provincia pertenece al ser del faraón.
Al salir del templo, Sesostris fue aclamado por la población. De pronto, el regocijo se interrumpió y los curiosos se apartaron. Al momento aparecieron unos treinta policías que llevaban por la correa unos enormes perros. Formaban el cuerpo de élite de la milicia del difunto Ukh, y su comandante no parecía animado por las mejores intenciones.
—¡Nosotros no estamos dispuestos a inclinar la cabeza! Esta provincia era independiente y seguirá siéndolo.
—Deja de soltar estupideces —intervino Nesmontu—. Su majestad acaba de salvarla de la destrucción. En adelante, lo obedecerá.
—No necesitamos de ninguna autoridad exterior —se empecinó el comandante—. Me proclamo nuevo jefe de provincia y expulso a cualquier intruso de mi territorio.
—Rebelarse contra el faraón lleva a la muerte —recordó Sesostris—. Olvidaré tu locura pasajera, pero sométete ahora.
—Si dais un solo paso soltaré a los perros.
—No corráis riesgo alguno —le recomendó Sehotep al monarca—. No somos lo bastante numerosos para resistir. Entremos en el templo.
Sesostris se adelantó. El comandante y sus milicianos soltaron a los perros, que se abalanzaron hacia el rey.
Sobek quiso colocarse ante el soberano pero, con un gesto seco, éste se lo impidió.
A menos de un metro de su presa, los perros se apretujaron, dieron vueltas en redondo, mostraron los colmillos, lanzaron furiosos ladridos, pero se calmaron. Ya sólo formaban una apacible jauría cuyo macho dominante fue a mendigar una caricia antes de tenderse a los pies del rey.
—Estos animales saben quién soy. Tú, comandante indigno, no mereces darles órdenes.
Aterrado, el oficial intentó huir, pero dos de sus subordinados le partieron el cráneo de un garrotazo.
Mientras resonaban de nuevo las aclamaciones, Sesostris pensaba en la continuación de su combate. De la suerte de la acacia dependía la de todo Egipto, y era preciso esperar nuevas catástrofes.
Una certidumbre: quien había echado un maleficio sobre el árbol de Osiris no era Ukh. Ya sólo quedaban dos sospechosos: Djehuty, el jefe de la provincia de la Liebre, y Khnum-Hotep, el jefe de la provincia del Oryx.
La morada oficial atribuida a Iker, que constaba de una pequeña estancia para el culto a los antepasados, una modesta sala de recepción, una alcoba, aseos, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza, no era precisamente un palacio, pero sería agradable vivir en ella. Encalada recientemente, su mobiliario era escaso. Por fortuna, un establo cercano sólo albergaba a una vieja burra con la que Viento del Norte se puso rápidamente de acuerdo.
Dados los pocos bienes que poseía, el escriba no tardó mucho en trasladarse. Cuando terminaba de arreglarlo todo, un pobre tipo se presentó ante su puerta.
Con el pelo largo, mal afeitado, algo encorvado y flacucho, daba pena verlo.
—Soy el criado que os ha sido destinado oficialmente, dos horas dos veces por semana.
De momento, Iker sintió deseos de despedirlo y de arreglárselas solo. Pero el personaje no le resultaba desconocido.
—No, es increíble… ¿Eres tú, Sekari?
—Hum… Sí, soy yo.
—¿No me reconoces?
Aquel miserable se atrevió a mirar a su patrón.
—¡Iker… Vas tan bien vestido!
—¿Qué te ha sucedido?
—Los problemas habituales. Ahora, las cosas van mejor. ¿Aceptas emplearme?
—Para serte franco, me molesta un poco.
—Paga el ayuntamiento. Con una decena de casas para limpiar, algunas compras y chapuzas aquí y allá voy tirando.
—¿Dónde habitas?
—En una choza de un huerto. Lo cuido y tengo derecho a cosechar legumbres.
—Entra y tomemos una copa.
Los dos antiguos compañeros hablaron de sus aventuras en las minas del Sinaí, pero Iker no dio detalles sobre lo que le había ocurrido después de su separación.
—Hete aquí pues en la élite de los escribas —advirtió Sekari—, y con una hermosa carrera en perspectiva.
—No te fíes de las apariencias.
—¿Tienes problemas, acaso?
—Más tarde hablaremos de eso. Organízate a tu guisa, esta casa es también la tuya. Perdóname, me aguardan numerosas tareas.
Trabajando encarnizadamente, Iker consiguió calmarse. Tenía la prueba de que su pesadilla era real, de que El rápido había sido construido por un equipo de artesanos de Kahum y de que la embarcación sólo podía pertenecer al faraón Sesostris.
Nadie quería creer en la existencia del misterioso país de Punt, pero el joven sabía muy bien, por su parte, que aquél era el destino del navío a bordo del cual había estado a punto de perecer.
Iker se dirigió de nuevo a casa de Cepillo. Aquella vez iba a decírselo todo.
La puerta de su casa estaba cerrada.
El escriba llamó, pero nadie respondió. Una vecina se dirigió a él.
—¿Qué quieres?
—Me gustaría ver a Cepillo.
—No tienes suerte, pobre muchacho. Murió la noche pasada. ¿Eres de la familia?
—No, pero nos conocíamos y tenía que preguntarle algunas cosas.
—El viejo roñoso no charlará ya con nadie. En los últimos tiempos contaba cualquier cosa.
—¿De qué murió?
—¡De vejez, caramba! Sufría del corazón, de los pulmones, de los riñones… Todo estaba ya gastado. En eso tuvo suerte, no sufrió.
—¿Le tratabais?
—Lo menos posible, como los demás vecinos. Nos cansaba con sus historias de carpintero, y perdía ya la cabeza. Cuando no lo escuchábamos con atención, se volvía irascible, incluso.
—¿No le habrá visitado la policía justo antes de morir?
—¡La policía! Pero ¿qué había hecho?
—Nada, nada… Sólo era una pregunta.
La vecina le dirigió una mirada cómplice.
—¡De modo que el viejo estaba metido en algún lío! ¿No serás tú de la policía?
—No, sólo era un amigo.
—¡Demasiado joven para ser amigo de Cepillo!
Iker se batió en retirada. Le habría gustado entrar en la casa y registrarla, pero ¿para qué? El escriba no creía en una muerte natural. Y los asesinos del anciano habrían hecho desaparecer, sin duda, cualquier indicio comprometedor.
¿Y quién podía actuar con toda impunidad sino unos policías que obedecieran órdenes superiores y seguros de no ser molestados? El alcalde debía de estar al corriente. Y por encima del alcalde, un ministro. Y por encima del ministro, el protector de Kahum, el rey Sesostris.
Iker quería la verdad y la justicia. Gracias al mango del cuchillo tenía la prueba de la existencia del Rápido. Ahora bien, su principal testigo había desaparecido, y las autoridades le responderían que aquel modesto objeto no bastaba para abrir una investigación.
Los archivos de Kahum: allí y sólo allí estaban los documentos decisivos.
A la entrada del edificio había apostados dos centinelas pertenecientes a la policía municipal.
—¿Nombre y función?
—Iker, escriba.
—¿Autorización escrita para entrar en los locales?
—Sólo quiero ver al Conservador.
—Un momento.
El alto personaje aceptó recibir a Iker, cuya reputación no dejaba de aumentar. Reservado y puntilloso, el Conservador se mostró, sin embargo, afable.
—¿Qué deseas, Iker?
—Es bastante delicado. Se trata de una misión… digamos que discreta.
—Puedo comprenderlo, pero necesito mayores precisiones.
—Mi superior, Heremsaf, me ha enviado a consultar los archivos referentes a los astilleros. Le gustaría mucho verificar un detalle.
—¿Por qué no viene él mismo?
—Precisamente por discreción. Mi presencia aquí no extrañará a nadie, mientras que la suya…
El Conservador pareció convencido. Sin duda, no era la primera vez que se veía enfrentado con un caso como aquél, donde era importante no dejar rastro alguno.
—Comprendo, comprendo… Pero preferiría tener una nota firmada por Heremsaf.
—Tal vez no sea indispensable y…
—Para mis archivos personales, sí. Vuelve con la nota y te facilitaré la tarea.
—¿A quién le estás tomando el pelo, Iker, y qué oculta todo eso? —preguntó Heremsaf, presa de una fría cólera—. El Conservador de los archivos de Estado acaba de avisarme de que te has atrevido a utilizar mi nombre para una consulta ilegal. ¡Tú, en quien tenía toda la confianza!
—¿Me hubierais concedido una autorización como es debido?
La mirada de Heremsaf se hizo penetrante.
—¿No crees que es hora ya de decirme la verdad?
—Os devuelvo la pregunta.
—¡Vas demasiado lejos, Iker! ¡Yo no he intentado introducirme en los archivos!
—Vos me ordenasteis seleccionar los objetos amontonados en los antiguos almacenes, insistiendo en que ninguno escapara a mi atención.
—Es cierto, ¿y qué?
—¿No estaríais pensando en un mango de cuchillo en el que se grabó el nombre de un barco?
Heremsaf pareció sorprendido.
—¿El principal astillero de la región no está colocado bajo vuestra responsabilidad? —prosiguió Iker.
—¡En eso te equivocas! Se encarga el maestro de obras del Fayum.
—¿Y en lo del mango del cuchillo no me equivoco?
—¿Qué buscas exactamente?
—Maat, claro está.
—No vas a encontrarla mintiendo al Conservador.
—Si no tenéis nada que reprocharos, autorizadme a consultar los archivos.
—No es tan sencillo, y no tengo todos los poderes. Existen varios departamentos, y sólo el alcalde da el permiso para acceder al conjunto. Escúchame, Iker, estás en pleno ascenso, pero no tienes muchos amigos. Tu rigor y tu competencia hablan en tu favor; sin embargo, la excelencia del trabajo no basta, por sí sola, para garantizar una brillante carrera. Te es indispensable mi apoyo, y te lo concedo porque creo en tu porvenir. Aceptaré olvidar este momento de extravío siempre que no se repita. ¿Queda entendido?
—No, no queda entendido. No deseo una brillante carrera sino sólo la verdad y la justicia. Cueste lo que cueste, no renunciaré a esta búsqueda. Me niego a pensar que todo está podrido en este país. De lo contrario, significaría que Maat lo ha abandonado. Y en ese caso, ¿por qué seguir viviendo?
Sin que lo invitaran a ello, Iker salió del despacho de Heremsaf. Enviándolo hacia el alcalde, forzosamente cómplice de los asesinos del carpintero, su superior demostraba su propia culpabilidad. Pero ¿por qué Heremsaf lo había puesto tras la pista del mango de cuchillo? Comportándose así lo había ayudado. Negándole la autorización para consultar los archivos le impedía avanzar. ¿Cómo explicar unas actitudes tan contradictorias? Sin duda, Heremsaf, fiel aliado del alcalde, ignoraba la existencia del modesto objeto que revelaba el nombre de El rápido.
Iker sería destituido de cualquier cargo y expulsado de Kahum.
Sin embargo, regresaría y conseguiría obtener los documentos que necesitaba. Consciente de que su tarea resultaba imposible, caminó al azar.
—Pareces contrariado —murmuró la voz afrutada de Bina.
—Dificultades en mi oficio.
—¡Ni siquiera me habías visto! ¿No debieras distraerte un poco?
—No tengo ganas de divertirme.
—¡Ven, hablemos! He encontrado un lugar tranquilo, una casa vacía justo detrás de donde trabajo. Reúnete conmigo esta tarde, cuando se ponga el sol. Charlar te hará bien.