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Iker estaba limpiando su alcoba cuando tuvo una visión. Ella.

Le hablaba, pero él no oía las palabras que pronunciaba. Luego, desapareció tan bruscamente como había aparecido.

Aquel fulgor dejó al joven pasmado durante largos minutos. ¿Qué significaba, salvo que ella recordaba su existencia y que sus pensamientos eran capaces de reunirse? Sin embargo, sin duda se trataba sólo de un sueño, y la voz autoritaria d.

Heremsaf se encargó de devolver a Iker a la realidad.

—Cuando hayas terminado tus trabajos domésticos ven a verme a mi despacho.

El muchacho terminó escrupulosamente su limpieza. Como no había sufrido reproche alguno desde su llegada, era preciso creer que satisfacía al dueño de la casa.

Iker tomó un inmaculado corredor blanco y llamó a la puerta de madera de sicomoro.

—Entra y cierra la puerta.

La estancia era espaciosa, las ventanas dejaban pasar sólo la luz suficiente para trabajar y en los anaqueles reinaba un orden impecable. El rostro de Heremsaf permanecía tan huraño como de costumbre.

—Prepárate para trasladarte, muchacho.

—¿No… no os parezco lo bastante cuidadoso?

—Muy al contrario, eres una especie de modelo. Tu madurez y tu seriedad no dejan de sorprenderme.

—En ese caso…

—Se trata de un ascenso. El alcalde está especialmente satisfecho de tu trabajo y te concede un lugar en la élite de los escribas. Por eso gozarás de un alojamiento oficial y de un criado. Como contrapartida, tus responsabilidades y tu trabajo van a aumentar.

—¿A qué cargo me destinan?

—De momento, terminarás el inventario que tan brillantemente has comenzado. Luego, tú mismo procederás a la redistribución de los objetos utilizables. Más tarde, te encargarás de la rehabilitación de los locales. Se pondrá un equipo de obreros a tu disposición y organizarás a tu guisa los trabajos. Naturalmente, el alcalde exige resultados rápidos. Sin embargo, te concedo una jornada de descanso.

Iker y Viento del Norte pasearon por Kahum para descubrir cada aspecto de aquella ciudad construida de acuerdo con las proporciones divinas. La muralla daba una impresión de seguridad, confirmada más aún por las rondas regulares de la policía municipal. Gracias a los eficaces servicios de limpieza, la arteria principal y las calles estaban ejemplarmente inmaculadas. Desde la más grande de las villas, la del alcalde, hasta la más modesta de las doscientas casas del barrio oeste, Kahum podía presumir de su coquetería: no había fachadas sin revocar, ni contraventanas con la pintura desportillada, ni puerta degradada, los jardines estaban bien cuidados y las canalizaciones en perfecto estado. Nadie carecía de agua y el respeto por las normas de higiene era estricto. La ciudad se enorgullecía de su nombre sagrado, «Sesostris está satisfecho».

La organización del trabajo no era menos notable. El personal de los templos se mostraba puntual en el cumplimiento de sus tareas rituales; los panaderos y los cerveceros recibían la cantidad de cereal necesaria para fabricar pan y cerveza; los carniceros, carne que el veterinario había reconocido como pura; el peluquero ambulante trabajaba al aire libre; los fabricantes de sandalias y de cestos los exponían en el mercado, junto a los vendedores de frutas y verduras. En Kahum, nadie carecía de nada.

Iker se detuvo ante el puesto de un fabricante de juguetes de madera. Muñecas con peluca y miembros articulados, hipopótamos, cocodrilos, monos, cerdos, ¡todos muy bien hechos! Un objeto llamó su atención, un barco de notable calidad.

¡Parecía una maqueta de El rápido!

—Vuestros juguetes son soberbios —le dijo al artesano.

—Les gustan tanto a los padres como a los hijos. ¿Eres ya padre de familia?

—Todavía no, pero me gustaría regalar este barco.

—Es el único que no he fabricado yo mismo, y es el más caro también. ¡Una pequeña obra maestra!

—¿Quién es el autor?

—Un carpintero jubilado. El mejor de Kahum, según sus colegas. Lo apodan Cepillo de tanto como se identifica con la herramienta.

—Si todavía vive aquí, me gustaría felicitarlo.

—Es fácil, se aloja en una casita del barrio oeste.

El vendedor dio a Iker las indicaciones necesarias.

—¿Cómo deseas que te pague? En especies o en horas de trabajo. ¡Soy escriba y puedo redactar cualquier tipo de documento!

—Me viene al pelo: precisamente necesito escribir a los miembros de mi familia que viven en el Delta. ¿Te parecen bien diez cartas?

—El barco es tan perfecto que te concedo doce.

Una sierva barría el umbral de la casa con ardor.

—¿Podría ver a Cepillo? —preguntó Iker.

—Cepillo está enfermo.

—Es muy importante para mí.

—¿No querrás causarle problemas?

—Soy escriba y quisiera felicitarlo por su talento como artesano.

La sierva se encogió de hombros.

—Bueno, quítate las sandalias, lávate los pies, sécatelos y no ensucies nada. No voy a hacer la limpieza dos veces al día.

Iker siguió las instrucciones y entró en la vivienda, cuya primera estancia estaba reservada al culto de los antepasados.

Cepillo estaba en la segunda, que se parecía mucho a un taller, con pedazos de madera, herramientas y una mesa de carpintero. Pero el anciano no trabajaba ya. Con el pelo hirsuto, la espalda encorvada, el vientre hinchado, estaba sentado en una silla de alto respaldo y mantenía un bastón sobre cuyo pomo apoyaba el mentón. Miraba fijamente una sierra y una azuela de corto mango, indispensable para cepillar las tablas.

—Soy el escriba Iker y deseo hablar con vos.

—Mejor es olvidar el pasado, muchacho. Yo era el más ágil e infatigable en el trabajo, y ¡mira en qué me he convertido! Ni siquiera me atrevo ya a salir. La vejez es una gran desgracia.

—Todavía fabricáis maquetas como la de este barco.

Cepillo le echó una distraída mirada.

—Una diversión de impotente. Casi una vergüenza.

—Os equivocáis. Es magnífica.

—¿Dónde la encontrasteis?

—En el puesto del vendedor de juguetes.

—Me veo reducido a eso. Mi jubilación basta para alimentarme, pero ni mi cabeza ni mis manos aceptan esta decadencia.

—¿Trabajasteis en unos astilleros?

La pregunta de Iker enojó al anciano.

—¿Cómo te atreves a dudarlo? Es un paso obligado para cualquier carpintero que se precie de serlo.

—Entonces, participasteis en la construcción de muchos barcos.

—Grandes, pequeños, cargueros… Cuando aparecía una dificultad insuperable recurrían a mí.

Iker le mostró la maqueta.

—¿Este modelo reducido se inspira en algún barco que vierais nacer?

Cepillo palpó el objeto.

—¡Claro está! Un soberbio navío destinado al mar y no sólo al Nilo. Era tan fuerte que podía resistir varías tempestades.

—¿Recordáis su nombre?

El rápido.

El joven escriba contuvo su alegría. ¡Por fin una pista seria!

El rápido —repitió Cepillo—, fue mi último trabajo importante.

—¿Conocisteis al capitán y a la tripulación?

El anciano movió negativamente la cabeza.

—¿O sus nombres, al menos?

—En absoluto, y no me interesaban. Lo que yo quería era un casco de una robustez a toda prueba.

—¿Sabéis lo que ha sido de este barco?

—Lo ignoro.

—¿No os hablaron de su destino, el país de Punt?

—Sólo existe en la imaginación de los narradores, muchacho. Incluso El rápido hubiera sido incapaz de alcanzarlo.

—¿Quién era su propietario?

El anciano se extrañó.

—¡El faraón, claro está! ¿A quién quieres que pertenezca semejante barco?

—Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado: ¿os son familiares estos nombres?

—Nunca conocí a esa gente. No viven en Kahum ni en sus alrededores. Dime, muchacho, ¿a qué vienen esas preguntas?

—Conocí a los marineros de El rápido y me gustaría saber qué ha sido de ellos.

—Te bastará con consultar los archivos. Pero me viene a la memoria un detalle: no hice mi último trabajo en los astilleros, sino aquí mismo. Se trataba de un cofre de acacia tan hermoso como robusto. El comprador había hecho un encargo muy concreto y procuré respetar sus exigencias. ¡Un objeto de aquella calidad sólo podía estar destinado a un templo! Sin embargo, cuando el hombre vino a buscarlo, me reveló que necesitaba ese cofre para un largo viaje. Pensé en El rápido, pero sin duda me equivoqué.

—¿Quién era ese hombre?

—Un desconocido que estaba de paso y, puesto que había pagado generosamente y de antemano, no intenté informarme.

—¿Lo reconoceríais?

—No, mi vista disminuye día tras día. Era alto, creo.

—Mejor sería que no hablarais de nuestra conversación con nadie —sugirió Iker.

—¿Por qué?

—Suponed que El rápido se haya visto mezclado…

—No quiero suponer nada de nada, y no quiero oír nada ya. Ya sospechaba que tus preguntas no eran inocentes. Soy viejo y deseo morir tranquilo. Sal de mi casa y no vuelvas. En adelante encontrarás la puerta cerrada.

Iker no insistió, pero se prometió interrogar de nuevo al carpintero. Tenía que comunicarle muchas cosas aún.

El agente del libanés había espiado a Iker para saber si intentaba ponerse en contacto con un anciano artesano demasiado charlatán. A priori, no había peligro alguno, pues ¿quién iba a poner en la pista al joven escriba?

Pero fue necesario rendirse a la evidencia. Iker no iba a casa de Cepillo por una simple visita de cortesía.

Aunque muy improbable, aquella eventualidad se había contemplado.

De modo que el agente del libanés sabía cómo reaccionar.