Con la cabeza coronada por una estrella de siete puntas y vistiendo una túnica que imitaba una piel de pantera constelada de estrellas de cinco puntas inscritas en un círculo, la joven sacerdotisa escribía las palabras de poder pronunciadas por la reina de Egipto, que había ido a presidir la cofradía de las siete Hator.
Su escritura era fina y precisa y su texto fue considerado digno de entrar en el tesoro de la comunidad femenina. Aquel «otro modo de decir», de acuerdo con la expresión ya consagrada, sería transmitido a las generaciones futuras para enriquecer su reflexión. Así, la tradición esotérica permanecía viva más allá de aquellas que la habían formulado en un momento de gracia.
Cuando las iniciadas abandonaron el templo siguiendo a la reina, confusos pensamientos se agitaron en el espíritu de la joven sacerdotisa. ¿Por qué le había predicho la soberana que debería abandonar el santuario para librar una peligrosa batalla? ¿Por qué el difunto superior de la cofradía masculina había hablado, también él, de terroríficos enemigos a los que debería enfrentarse?
Desde su adolescencia sólo la fascinaba el universo del templo. Comparado con los misterios que albergaba, el mundo exterior le parecía muy insípido. Y durante el aprendizaje de los jeroglíficos que le había enseñado una erudita sacerdotisa, se había sumergido, maravillada, en el juego de las fuerzas creadoras que revelaban las letras madre. Al escribir el nombre de las divinidades había descubierto su naturaleza secreta, como el de la diosa Hator, que significaba «el templo de Horus», el lugar sagrado donde brillaba la fulgurante luz de la iniciación. Además, en la primera parte del nombre, Hat, estaba incluida la noción de Verbo creador y nutricio. Las siete Hator alimentaban, precisamente, la luz por medio del Verbo en todas sus fórmulas, de la palabra ritual a la música.
Cada ascenso en grado había sido una dura prueba, tanto física como espiritual, pero la joven sacerdotisa no temía los esfuerzos ni el intenso trabajo necesario para seguir por aquel camino. ¿No eran, acaso, inagotables fuentes de alegría?
Por primera vez se sentía turbada. Y aquella turbación no se disipaba en su sueño ni en sus actividades cotidianas.
Cada mañana y cada noche, la cofradía femenina tocaba música para alimentar la savia de la acacia de Osiris, cuyo estado no había evolucionado. A veces, la muchacha tenía dificultades en concentrarse, dado aquel desconocido sentimiento que no conseguía ahogar.
Se dirigió a las obras de la morada de eternidad de Sesostris, donde un cantero acababa de herirse por culpa de una herramienta defectuosa. Incidente menor, era cierto, pero que hacía más pesado aún el clima, pues el artesano era un experto y se sentía humillado.
Desinfectó la herida con la tintura madre de caléndula, aplicó luego un emplaste de miel y lo sujetó con un vendaje de fino lino.
—Los accidentes se multiplican —deploró el maestro de obras—. Cada vez tomo más precauciones, pero sin éxito. El trabajo se retrasa y algunos afirman que las obras están hechizadas.
—¿No podríais intervenir para tranquilizarlos?
—Hablaré hoy mismo con el superior.
Puesto que la muchacha debía entregar una copia de su texto al Calvo, que la clasificaría en los archivos de la Casa de Vida, solicitó su ayuda.
—Las obras me preocupan también a mí —reconoció él—. La mejor solución consiste en repetir el rito de la venda roja que aprisiona las fuerzas nocivas.
—¿Y si no es suficiente?
—Tenemos otras armas en reserva y lucharemos hasta el final. Acompáñame hasta la acacia.
Él llevó la jarra de agua; ella, la jarra de leche. Uno tras otro derramaron lentamente los líquidos al pie del árbol enfermo. La única rama que había reverdecido parecía tener buena salud, pero una profunda tristeza emanaba de aquel lugar donde antaño reinaba la serenidad.
—Intensifiquemos nuestras investigaciones —preconizó el Calvo—. Mañana mismo reúnete conmigo en la biblioteca. Tal vez explorando los antiguos textos descubramos indicaciones útiles.
La sacerdotisa se alegró por una misión que iba a ocuparle el ánimo. Pero al regresar a las viviendas de la cofradía femenina la oprimieron de nuevo las mismas inquietudes.
—La reina desea verte —avisó una de sus hermanas.
La soberana y la joven sacerdotisa caminaban por la avenida flanqueada de capillas y estelas dedicadas a Osiris.
—¿Qué te ocurre?
—No estoy enferma, majestad. Sólo un poco cansada y…
—A mí no puedes ocultarme nada. ¿Qué es lo que te obsesiona?
—Me pregunto si seré lo bastante fuerte para seguir por este camino.
—¿No es tu más caro deseo?
—Es cierto, majestad, pero mis debilidades son tales que podrían convertirse en trabas.
—Estas debilidades forman parte de los obstáculos que deben vencerse, y en ningún caso pueden servirte de coartada.
—¿No constituye un peligro todo lo que me aleja del templo?
—Nuestra Regla no te obliga a vivir como una reclusa. La mayoría de sacerdotes y sacerdotisas están casados, otros eligen el celibato.
—¿No sería un error una boda con alguien alejado del templo?
—No existe una ley rígida. Tú debes elegir lo que alimenta el fuego del conocimiento y evitar lo que lo debilita. Sobre todo, no te hagas trampas a ti misma y no intentes mentirte. De lo contrario, te perderías en un desierto sin fin y la puerta del templo volvería a cerrarse.
Cuando la reina abandonó Abydos, la joven sacerdotisa pensó de nuevo en el muchacho al que tan brevemente había visto y al que, sin duda, nunca volvería a ver. Lejos de resultarle indiferente, había hecho nacer en ella un sentimiento extraño que, lentamente, iba creciendo. No hubiera debido pensar en él, pero no conseguía ya expulsarlo de su espíritu. Tal vez, con el tiempo, el rostro de aquel muchacho se desvaneciese.
Al llegar a Abydos, Gergu advirtió que la vigilancia no se había reducido. Varios soldados subieron a bordo del barco, exigieron la orden en la que figuraba su misión y comprobaron el cargamento con extremo cuidado.
—Ungüentos, piezas de lino, sandalias: todo está destinado al colegio de los sacerdotes permanentes —precisó Gergu—. He aquí una lista detallada que lleva el sello del gran tesorero Senankh.
—Debemos comprobar que los productos corresponden a esta lista —declaró secamente un oficial.
—¿No confiáis en el gran tesorero y en su representante oficial?
—Las consignas son las consignas.
«Pasando por este embarcadero no podría introducir fraudulentamente producto alguno», pensó Gergu. Y había demasiados soldados y policías para poder comprarlos a todos.
Tuvo que aguardar pacientemente a que finalizara la inspección y, como en su primera visita, sufrió un registro personal.
—¿Os marcháis de inmediato? —preguntó el oficial.
—No, debo volver a ver a un sacerdote para mostrarle esta lista, saber si le satisface y anotar el encargo de sus nuevas exigencias.
—Aguardad en el puesto de guardia. Vendrán a buscaros.
Tampoco aquella vez Gergu descubriría Abydos. Vigilado por dos cómitres, con los que ni siquiera intentó entablar conversación, dormitó.
Si no encontraba al mismo sacerdote, aquel viaje habría sido inútil. Puesto que Gergu lo ignoraba todo sobre el funcionamiento de la cofradía, temía que le mandaran a otro responsable muy distinto del primero, en cuyo caso ya solamente podría esperar y la decepción sería amarga.
En plenas divagaciones le asaltó la idea de que, para que un paraje estuviese tan bien guardado, era porque albergaba prodigiosos tesoros. Gergu se reprochó no haber caído antes en ello: ¿no era Abydos, acaso, el centro espiritual de Egipto, el lugar sagrado entre todos donde el faraón obtenía lo esencial de su poder? Sesostris no habría exigido semejante despliegue de fuerzas sin una importante razón. Pasaba allí algo fundamental, y el testaferro de Medes pensaba descubrirlo, siempre que la suerte siguiera de su lado.
—Seguidnos —ordenó otro oficial, acompañado por cuatro arqueros.
Llevaron a Gergu al mismo despacho al que fue a parar en su anterior visita.
Nervioso, fue de un lado a otro. Finalmente, la puerta se abrió.
¡Era el mismo sacerdote!
—Me satisface volver a veros —dijo Gergu sonriendo.
—También a mí.
—He aquí la lista de los productos que me pedisteis. ¿Estáis de acuerdo?
El sacerdote la leyó con atención.
—Sois un hombre preciso con el que puede contarse.
—De acuerdo con las órdenes, Abydos no debe carecer de nada. ¿Qué necesitaréis en las próximas semanas?
—Tengo que daros una nueva lista.
El sacerdote entregó una tablilla a su interlocutor.
En su mirada había aquel brillo que tanto complacía a Gergu.
—¿Podemos hablar tranquilamente en esta estancia? —preguntó en voz baja.
—¿Queréis decir… al abrigo de oídos indiscretos? Creo que sí. ¿A qué viene esta pregunta?
Crispado, Gergu tenía que evitar un paso en falso que hiciera huir a su presa.
—Junto a nuestras relaciones oficiales podría haber otras.
—¿De qué naturaleza?
Primera victoria. El sacerdote parecía interesado.
—Mi cargo de inspector principal de los graneros me permite sobrepasar un poco mis atribuciones legales y completar mi salario. Es preciso ser prudente y discreto, claro está, pero sería una lástima carecer de ambición. Abydos no es sólo un centro espiritual, es también una ciudad pequeña que debe seguir siendo próspera para que las cofradías continúen actuando con total tranquilidad. ¿Por qué excluir de ello la noción de beneficio? ¿Por qué un sacerdote, por devoto que sea del culto de Osiris, no va a tener derecho a enriquecerse?
Un largo silencio acogió aquellas declaraciones y aquellas preguntas. El sacerdote examinó a Gergu con extremada atención.
—Por lo que a los temporales se refiere —declaró por fin— no hay prohibición alguna. La situación de los permanentes, como yo, es distinta puesto que no abandonamos Abydos.
—Yo, en cambio, puedo ir y venir. Si fuéramos amigos, vuestras perspectivas de futuro se modificarían radicalmente.
—¿Qué proponéis con exactitud?
—Estoy convencido de que Abydos alberga tesoros.
—Todos lo saben.
—Es cierto, pero ¿cuáles son? Vos los conocéis.
—Estoy sometido al secreto.
—Un secreto se compra. Y también estoy convencido de que tenéis mucho que vender.
—¿Cómo habéis podido imaginar que voy a traicionar a mi jerarquía?
—¿Quién os habla de traición? Abydos me interesa en grado sumo y vos deseáis enriqueceros. Se trata, pues, de una buena conjunción de intereses. Ayudadme y os ayudaré. ¿Hay algo más sencillo?
—¿Hay algo más complicado y peligroso? En primer lugar, ¿para quién y con quién trabajáis? Dudo de que vuestro verdadero patrón sea el gran tesorero Senankh, uno de los fieles del faraón Sesostris.
—Vuestras dudas están justificadas.
—¿Quién, entonces?
—Es demasiado pronto para revelároslo. Debemos aprender a conocernos, a ponernos a prueba uno y otro, a llegar a una mutua confianza. Volveré a veros oficialmente y proseguiremos el jueguecito de las entregas de género. Pensad en los medios de enriqueceros sin salir de Abydos y veremos si nuestros proyectos son realizables.