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Sehotep desnudó con mucha lentitud a la joven que había conocido, la víspera por la noche, durante una cena oficial. No habían dejado de mirarse y, al finalizar la comida, se habían prometido verse de nuevo a solas. Puesto que el Portador del sello real y la hermosa morena tenían exactamente las mismas intenciones no se habían dispersado en inútiles palabras.

Ciertamente, ella estaba prometida, pero ¿cómo resistir el encanto de aquel apuesto dignatario, con los ojos brillantes de inteligencia y deseo? Ninguna costumbre obligaba a las muchachas a casarse vírgenes, y mejor era tener cierta experiencia para satisfacer al futuro esposo.

Por lo que a Sehotep se refería no podía prescindir durante mucho tiempo de compañía femenina. Vivir sin su magia, sus perfumes, su sensualidad, aquellos gestos que sólo eran suyos, le resultaba insoportable. Nunca se casaría, pues había demasiadas almas hechiceras para descubrir y demasiados cuerpos deliciosos para conquistar. A pesar de los reproches de Sobek el Protector, estricto moralista, seguía siendo el hombre de todas las mujeres.

Puesto que la atmósfera se había relajado claramente en Elefantina desde que el jefe de provincia Sarenput se había unido a Sesostris, el Portador del sello real pensaba de nuevo en el placer, para darlo y recibirlo a la vez. Como Superior de todos los trabajos del faraón acababa de supervisar los planos de ampliación del templo de Khnum en la isla de Elefantina y, a la mañana siguiente, se aseguraría del buen estado sanitario de los rebaños de Sarenput, que, como fiel vasallo, aceptaba sin rechistar aquella verificación.

Sehotep temía que algún importuno estropeara su vela da, pero no se manifestó oficial alguno. Se ocupaba, pues, con tanta delicadeza como ardor de aquel magnífico paisaje para explorar. Las hondonadas, los valles y las colinas de su nueva conquista eran suficientes para alegrar al más hastiado aventurero. Su secretario tuvo el buen gusto de aguardar a que terminara su viaje antes de molestarlo. Le entregó una carta redactada en una escritura codificada que sólo el faraón y él sabían descifrar.

El contenido justificaba la inmediata reunión de un consejo restringido.

—Calma chicha, majestad —declaró Sobek el Protector—, pero no he levantado ninguna de las medidas de seguridad.

—Sin caer en un optimismo bobalicón —añadió el general Nesmontu—, debo reconocer que el comportamiento de Sarenput no ofrece anomalía alguna. Su milicia esta ahora a mis órdenes y no debo deplorar incidente alguno. Esta alianza me parece decisiva.

—Desgraciadamente, no lo es —respondió Sesostris—. El texto de los decretos ha llegado al conjunto de los jefes de provincia, y ahora tenemos su respuesta.

Sehotep tomó la palabra.

—Up-uaut, jefe de una de las partes de la provincia del Granado y de la Víbora cornuda, ha pronunciado un discurso agresivo, reafirmando su independencia. Ukh, que reina en la otra parte de la misma provincia, lo ha imitado. Djehuty, a la cabeza de la provincia de la Liebre, anuncia una gran sorpresa que extrañará a su majestad.

—Dicho de otro modo, un ataque imprevisto —comentó el general Nesmontu.

—Por lo que se refiere a Khnum-Hotep, el jefe de la provincia del Oryx, afirma en voz muy alta el poderío de su familia, que seguirá rigiendo su inalienable territorio.

—Esos cuatro potentados quieren, pues, la guerra —concluyó el general—. Con las milicias de Sarenput y de Uakha tenemos una pequeña posibilidad de vencerlos.

—Es demasiado pronto para lanzar esas tropas a una batalla —consideró Sesostris—. Su fidelidad es demasiado reciente. Y tampoco podemos permanecer inmóviles.

Nesmontu temía una nueva hazaña que, aquella vez, le fuera fatal al rey.

—Majestad, os recomiendo la mayor prudencia. Los jefes de provincia que os son hostiles acaban de endurecer su posición. Afrontarlos con fuerzas inferiores a las suyas desembocaría en un desastre.

—El responsable del marchitamiento de la acacia es uno de los cuatro: Up-uaut, Ukh, Djehuty o Khnum-Hotep —recordó Sehotep—. Sea cual sea el método utilizado hay que eliminarlo.

—Reuniendo las provincias —declaró Sesostris— ensamblamos lo que está disperso y participamos en el misterio osiriaco. Cuando Egipto está dividido, Osiris no reina ya y el proceso de resurrección se interrumpe y la muerte invade el cielo y la tierra, por eso vamos a abandonar Asuán y partir hacia el norte.

—¿Con qué ejército? —se preocupó Nesmontu.

—Con la flotilla que nos permitió conquistar Asuán sin derramar sangre.

—¡Majestad, la situación es muy distinta! Sarenput estaba aislado, mientras que nuestros cuatro adversarios cohabitan en la misma región. Su reacción, por lo demás, tiende a demostrar que se han unido. Up-uaut es famoso por su carácter agresivo e indomable. No vacilará ni un instante en lanzar contra vos su milicia.

—Saldremos mañana por la mañana —ordenó el rey.

En la morada de los cananeos procedentes de la ciudad de Siquem, el Anunciador había predicado largo tiempo la revuelta contra el faraón y la destrucción de Egipto. Fascinados, los discípulos bebían las palabras que tanto deseaban oír. Los futuros terroristas necesitaban el aliento de su jefe, pues su integración en la sociedad egipcia no resultaba tan fácil como estaba previsto. Encontraras trabajo no parecía demasiado difícil, pero los contactos con la población, con las mujeres sobre todo, les causaban asco. Detestaban su libertad, su habla franca y su influencia. Aquellas hembras habrían debido encerrarse en sus casas y obedecer a sus maridos. Y, además, la figura del faraón seguía siendo muy popular. De él esperaban justicia y prosperidad. En este aspecto, Sesostris acababa de lograr una crecida perfecta que apartaba por mucho tiempo el espectro de la hambruna, y su nueva administración gozaba de una reputación de honestidad y rigor.

Todo aquello era suficiente para ceder al desaliento un estado de ánimo que el Anunciador parecía ignora.

—¿No valdría más regresar a casa —propuso uno de los cananeos al finalizar el sermón—, levantar nuestro país y atacar el Delta?

El Anunciador le habló dulcemente, como si se dirigiera a un débil mental.

—También yo hubiera preferido esta solución. Pero obtener una victoria militar, rápida y total, es ahora imposible. El ejército de ocupación egipcio aplastaría el menor intento de revuelta. Debemos luchar, pues, desde el interior, aprender a vivir aquí, conocer al adversario, sus costumbres y sus puntos débiles. Será largo y difícil, pero os ayudaré, a ti y a tus compañeros.

La morada del libanés no estaba muy lejos de la de los cananeos, pero el Anunciador tomó un tortuoso itinerario que lo apartaba de allí.

—Separémonos —le dijo a Shab el Retorcido—. Deja que me adelante, y ocúltate.

—Si nos siguen, no he advertido nada.

—El que nos sigue es hábil.

—¿Debo eliminarlo?

—Limítate a observarlo y asegúrate de que está solo.

Shab estaba perplejo. ¿Quién había podido descubrirlo? Había tabiques estancos entre las distintas organizaciones del Anunciador, que era el único que conocía la compleja trama. Por lo que a sus miembros se refería, todos, sin excepción, se oponían ferozmente a Egipto. Ningún traidor habría podido introducirse entre ellos.

El Retorcido se acuclilló bajo un tejadillo y fingió dormitar.

De una calleja vio aparecer al cananeo que quería regresar a su casa, el mismo a quien el Anunciador había reconfortado.

El hombre corrió, volvió sobre sus pasos y, luego, tomó por la calleja más estrecha. Nadie lo acompañaba.

Shab siguió sus pasos.

Estaba claro, el cananeo había perdido el rastro del Anunciador. Vacilante, no sabía ya qué dirección elegir.

Despechado, volvió hacia la izquierda.

Shab oyó un curioso ruido, parecido al que producía el aire al resbalar por el plumaje de un halcón en el momento de abalanzarse sobre su presa. Apareciendo de ninguna parte, el Anunciador acababa de posar su mano en el cráneo del cananeo, que lanzó un grito de dolor, como si unas zarpas de rapaz se hubieran hundido en su carne.

—¿Me buscabas a mí?

—No, no, señor… ¡Paseaba!

—Es inútil mentir. ¿Por qué me seguías?

—Os aseguro que…

—Si te niegas a hablar, te reviento un ojo. El sufrimiento es insoportable. Luego, te provocaré otro más atroz aún.

Aterrorizado, el cananeo confesó.

—Quería saber adonde ibais y con quién os encontrabais.

—¿Por orden de quién?

—De nadie, señor, de nadie. No comprendo por qué queréis formar un ejército cananeo. He sospechado, pues, que estabais al servicio de Egipto con la intención de romper nuestro movimiento de resistencia.

—¿No serás tú el que está al servicio del faraón?

—¡Os juro que no!

—Es tu última oportunidad de decir la verdad.

La garra se hundió en el ojo y el aullido fue desgarrador.

—No, el faraón no, fue el jefe de mi clan, en Siquem que quería librarse de vos.

Un último grito, breve e intenso, heló la sangre de Shab el Retorcido.

El cananeo cayó al suelo. No tenía ya ojos ni lengua.

El libanés subió lentamente la escalera que llevaba a la terraza de su mansión, donde flotaban en el ambiente embriagadores perfumes. Lo seguían el Anunciador y Shab. Desconfiado, éste había querido registrar todas las habitaciones.

—Me gusta subir aquí a la puesta del sol —reveló el libanés—. La vista es magnífica, se tiene la impresión de reinar sobre Menfis.

De hecho, la visión abarcaba las casas blancas y llegaba hasta los templos, aquellas moradas de los falsos dioses que el Anunciador haría arrasar. No quedaría piedra sobre piedra, las estatuas serían destrozadas y quemadas. Ningún sacerdote escaparía al castigo. No subsistiría rastro alguno de la antigua espiritualidad.

—No estamos aquí para admirar la capital del enemigo —declaró el Anunciador—. ¿Tienes noticias de Sesostris?

—Rumores contradictorios: unos dicen que está prisionero del jefe de provincia Sarenput, en Elefantina, y otros, que se ha apoderado del sur de Egipto tras una terrible batalla. Pero nadie conoce los proyectos del rey, suponiendo que siga vivo.

—Lo está —afirmó el Anunciador—. ¿Por qué no es más eficaz tu organización de informadores?

El libanés devoró una golosina para calmar su miedo.

—Porque está poco desarrollada aún, sobre todo en el sur. Necesitaré mucho más tiempo, y os prometo que…

—Tómate ese tiempo, pero no me decepciones.

Vagamente tranquilizado por el tono conciliador del Anunciador, el libanés no le ocultó las dificultades que encontraba: le explicó el modo cómo reclutaba a los informadores y cómo los integraba entre la población. El principal obstáculo era la lentitud, a veces incluso la carencia de medios de comunicación debida al enmascarado conflicto entre algunos jefes de provincia y el faraón Sesostris. No era raro que Khnum-Hotep bloqueara embarcaciones y requisara su contenido. Además, y no se trataba de un detalle, los agentes del libanés debían familiarizarse con las costumbres locales y hablar perfectamente la lengua antes de acercarse a los militares y a los funcionarios que les procurarían valiosas informaciones.

El Anunciador había escuchado con atención.

—Trabajas bien, amigo mío. Sigue así. La paciencia es un arma capital.

—Tengo negocios con un tipo extraño —añadió el libanés—. Sólo sé que es un alto funcionario influyente que desea ganar mucho dinero. Debo saber más sobre él, y espero que me permita tener un contacto con algún dignatario del palacio real.

—Éste es uno de los peldaños más difíciles de subir —advirtió el Anunciador—. Sé extremadamente prudente ¿Cómo se llama este… hombre de negocios?

—No me lo ha dicho. Y si lo hubiera hecho, me habría mentido.

El Anunciador cerró los ojos e intentó ver el rostro de aquel extraño comerciante penetrando en la memoria del libanés.

—La pista me parece interesante —concluyó—. Identifícalo sin correr riesgos. ¿En qué consiste vuestro contrato?

—Tráfico de maderas preciosas. Me abre el mercado de Menfis, pero sus condiciones están al límite de lo aceptable. No ganaré casi nada.

—De este «casi nada» no olvides pagar a mi organización la parte que necesita.

—¡Ésa es mi intención, señor!

—¿Se lleva a cabo la expedición hacia Kahum ya prevista?

—También eso tardará algún tiempo, mucho tiempo. El éxito exige numerosas complicidades, y ni un eslabón de la cadena debe ceder. Sin embargo, hay una excelente noticia: mi primer agente ha llegado a Kahum, ha encontrado empleo y comienza a observar el modo como funcionan los servicios de seguridad.

—¿Es alguien competente?

—¡Competente e indetectable, señor! No puede exigirse lo imposible, pero es un buen comienzo.