Sesostris y su consejo restringido acababan de escuchar la proposición de decretos redactada por Medes, al que no le llegaba la camisa al cuerpo. Había intentado respetar al pie de la letra el pensamiento del monarca, evitando sin embargo molestar a los jefes de provincia Uakha y Sarenput, servidores declarados, ahora, del faraón.
—¿Alguien desea hacer observaciones o alguna corrección?
Ningún miembro de la Casa del Rey pidió la palabra.
—Se adoptan, pues, los decretos. Que sean difundidos por todo el país.
—¿De qué modo hacerlo, majestad?
—Regresa a Menfis y utiliza el servicio del correo.
El miedo contrajo las entrañas de Medes.
—Si mi barco es interceptado por los jefes de provincia, yo…
—Viajarás en una embarcación comercial fletada por Sarenput y llegarás sin contratiempos a la capital.
Durante la mayor parte del trayecto, Medes sólo comió pan y sólo bebió agua. Temía, en cualquier instante, la agresión de milicias hostiles o un puntilloso control de mis representantes.
Pero el destino se mostró favorable, de acuerdo con la predicción de Sesostris.
Medes se apresuró a regresar a su despacho, donde reunió a sus principales colaboradores para ordenarles que actuaran con prontitud. El menor retraso sería sancionado. Ser funcionario del Estado no garantizaba un empleo para toda la vida. Había que mostrarse digno del privilegio y preocuparse, permanentemente, por los propios deberes.
Trabajador empecinado, Medes detectaba muy pronto a los perezosos y los despedía sin tardanza. Aquella noche, como de costumbre, fue el último en salir de los locales de su administración y lo aprovechó para echar una ojeada a las obras en curso. Descubrió así un papiro mal enrollado y algunas manchas de tinta en unas tablillas nuevas. A la mañana siguiente, los culpables tendrían que encontrar otro oficio. En pocos meses, el secretario de la Casa del Rey habría reunido el mejor equipo de escribas de Menfis, demostrando a Sesostris la magnitud de su valor. ¿Cómo iba a desconfiar el faraón de un dignatario tan celoso?
Medes no regresó a su casa.
Asegurándose de que no lo siguieran se dirigió hacia el puerto y se sumió en un dédalo de callejas donde era fácil descubrir a un eventual curioso.
A causa de su nombramiento y del inventario de los templos exigido por Sesostris, el margen de maniobra de Medes se reducía a casi nada. Privada de aprovisionamientos ilícitos, su fortuna oculta se empantanaba. Gracias a su instinto no había tardado en detectar otra pista, sin duda más lucrativa, pero también más arriesgada puesto que dependía de un astuto y deshonesto intermediario. Medes tendría que hacerle pasar por el aro sin terminar con su buena voluntad.
Su rica mansión de un piso se ocultaba en un barrio modesto. Bajo el pórtico de entrada había un centinela.
—Quiero ver a tu patrón inmediatamente.
—No está.
—Para mí, sí. Ve a enseñarle esto.
Medes entregó al centinela un pedacito de cedro en el que se había grabado el jeroglífico del árbol.
Su espera fue de corta duración. Con muchas reverencias, el portero le dio acceso a la morada.
Vistiendo una larga túnica abigarrada, perfumado en exceso, parecido a una enorme ánfora, el propietario salió al encuentro de su huésped.
—¡Queridísimo amigo, qué inmensa alegría recibiros en mi modesta casa! ¡Entrad, entrad, os lo ruego!
El comerciante libanés precedió a Medes hasta un salón sobrecargado de exóticos muebles. En unas mesas bajas había golosinas y bebidas azucaradas.
—Estaba haciendo una colación antes de cenar. ¿Deseáis uniros a mí?
—Tengo prisa.
—Bueno, bueno… ¿Queréis hablar de negocios?
—Eso es.
Al libanés no le gustaba demasiado aquella precipitación, pero para operar en Egipto debía pasar por ahí.
—¿Cuándo se efectuará la entrega? —preguntó Medes.
—Nuestro barco llegará la semana próxima. Espero que se hayan proporcionado todas las autorizaciones necesarias.
—Yo me encargo de eso. ¿Y el cargamento?
—Cedro de primera calidad.
Egipto carecía de ciertas maderas, que, por lo tanto, debían importarse. Las mejores se negociaban a alto precio. Hacía mucho tiempo que Medes estudiaba aquel tráfico con la esperanza de obtener el máximo beneficio. Pero era preciso descubrir al comerciante que compartiera su punto de vista y fuese lo bastante hábil para llevar a cabo la empresa.
—¿Cómo se organiza tu circuito de venta?
—¡Del mejor modo, señor, del mejor modo! Tengo algunos contactos seguros en la región y ofrezco madera a la mitad de la cotización oficial, pagada de antemano. Como nunca ha existido y no existe en ningún albarán, ni el vendedor ni el comprador pueden ser molestados. A vuestros compatriotas les gustan los buenos materiales y no vacilan en obtenerlos, aun a hurtadillas, para utilizarlos en la construcción de sus villas o para confiarlos a un carpintero para que cree muebles refinados.
—Si este primer negocio es un éxito, le seguirán muchos más.
—¡No lo dudéis! Dispongo del mejor equipo de profesionales, tan afectos como discretos.
—¿Eres consciente de que, sin mí, el éxito es imposible?
—Sois el arquitecto de esta empresa, lo sé muy bien. Tenéis toda mi gratitud y…
—Tres cuartas partes del beneficio para mí y una cuarta parte para ti.
El corazón del libanés estuvo a punto de detenerse. Sólo sus largos años de experiencia le permitieron mantener una sonrisa de fachada, aunque tuviera ganas de estrangular al ladrón.
—Por lo general, señor, yo…
—Esta situación es excepcional, y me lo debes todo. Gracias a mí se te abre el mercado egipcio y te harás muy rico. Puesto que me eres simpático me muestro más que razonable.
—Os lo agradezco —declaró el libanés cálidamente.
—No hables nunca de mí con nadie. Si dieras un paso en falso, te haría detener por fraude. Y tu palabra nada valdrá comparada con la mía.
—Contad con mi mutismo.
—Me gusta tratar con un hombre inteligente. Hasta pronto, cuando festejaremos nuestro primer éxito.
A Medes no le inspiraba confianza aquel libanés, y vigilaría cada fase de la operación, bloqueándola al primer incidente. Sin embargo, el comerciante estaba tan devorado por el ansia de beneficio que tal vez fuera un socio serio.
Gergu estaba ebrio.
Mientras esperaba a Medes no había dejado de vaciar copas de cerveza fuerte, exigiéndoselas a un malcarado copero, obligado, a su pesar, a satisfacer las exigencias de aquel patán, tan apreciado por su patrón.
Cuando llegó, Gergu se levantó e intentó mantenerse muy erguido.
—Tal vez haya bebido un poco, pero tengo clara la mente.
—Siéntate.
Gergu eligió un sillón y consiguió no fallar.
—Tengo buenas noticias. Satisfago al gran tesorero Senankh, que no es hombre fácil, sin embargo, pese a las apariencias. Me parece incluso especialmente desconfiado y me mantengo en mi lugar para no despertar sus sospechas.
—¿Y de mujeres?
—Sólo recurro a profesionales —afirmó el inspector principal de los graneros—. Así, no debo temer denuncia alguna.
—Sigue así. No quiero ningún escándalo que implique a una dama de la buena sociedad. ¿Cuáles son, a tu entender, las debilidades de Senankh?
—La gastronomía. No soporta los platos triviales ni los vinos mediocres.
—No es suficiente para corromperlo. Te ocupas demasiado de ti mismo y poco de los demás, Gergu. Necesito más informaciones. ¿Y esas buenas noticias?
Gergu esbozó una sonrisa golosa.
—Senankh me ha llevado a Abydos. Él se ha encargado del tesoro del templo y yo de las condiciones de vida de los sacerdotes.
Medes se animó.
—¿Te han permitido acceder al templo?
—No, sólo a un edificio administrativo. Sin embargo, no he perdido el tiempo. Primero, comprobé que el paraje está guardado por el ejército.
—¿Por qué razón?
—Ni idea, pero es bastante raro. Hacer preguntas me habría creado, forzosamente, problemas.
Medes rabiaba.
—¡Penetrar en el territorio sagrado de Abydos y no enterarse de nada esencial! Gergu, a veces me pregunto si eres digno de mi amistad.
—¡No he terminado! Luego, conocí a un sacerdote con el que espero seguir en contacto. Un tipo extraño que podría interesaros.
—¿De qué modo?
—Nuestras miradas se encontraron de un modo extraño. Tal vez el tipo sea un gran sabio, pero tuve la impresión de que no se siente satisfecho con su suerte y le gustaría mejorarla.
—¿No estás haciéndote ilusiones?
—Huelo a los corruptos.
—Un sacerdote de Abydos… ¡Imposible!
—Ya veremos. Si puedo hablar de nuevo con él sabré algo más.
Medes comenzó a soñar: ¡tener un aliado en el interior de Abydos, el centro espiritual de Egipto, poder manipularlo, conocer los secretos del templo cubierto, utilizarlos en su beneficio! No, era un espejismo.
—¿Conoces el nombre y la función de este sacerdote?
—Todavía no, pero se presentó como mi interlocutor principal para asegurar el bienestar de sus colegas. Nuestra entrevista hubiera tenido que ser banal. Sin embargo, sentí que era otra cosa.
—¿Pronunció palabras que confirmasen esta impresión?
—No, pero…
—Tu imaginación te pierde, Gergu. Abydos no es un lugar como los demás. No esperes encontrar allí hombres ordinarios.
—Pocas veces me engaña mi olfato, os lo aseguro.
—Esta vez te equivocas.
—¿Y si tuviera razón?
—Lo repito: es imposible.