La puerta de la celda se abrió con estruendo.
—Tú —le dijo un policía a Iker—, levántate y síguenos.
—¿Adonde me llevas?
—Ya lo verás.
Tres carceleros lo llevaron fuera de la prisión, pero, con gran sorpresa por su parte, no le pusieron las esposas de madera.
—¿Soy libre, acaso?
—Nuestra misión es llevarte a las autoridades. Si intentas huir, te mataremos.
La esperanza de una suerte mejor se desvanecía. Aquellas autoridades le comunicarían una grave condena. Sin duda, varios años de trabajos forzados en las minas de cobre o en un oasis del desierto del oeste.
Uno contra tres, la cosa era posible. No obstante, se necesitaba, también, que los policías se apartaran un poco para que Iker pudiera hacer unas presas eficaces. Lamentablemente, se trataba de buenos profesionales que no le dieron posibilidad alguna.
Iker descubrió la ciudad de Kahum, un cuadrilátero de 590 x 420 m, delimitado por una muralla de seis metros de altura y tres de grosor. La puerta de acceso principal se encontraba en la esquina nordeste. Cuatro militares ocupaban el puesto de guardia.
—Os traemos al prisionero.
—Nos encargamos de él —afirmó un oficial, y llamó a dos de sus hombres.
Los soldados, más fuertes que los policías, iban armados con jabalinas. Si las manejaban bien, el muchacho no llegaría muy lejos. De modo que Iker se resignó.
El cuarteto tomó por una ancha arteria de la que salían las calles que llevaban a los dos principales barrios. A la primera ojeada se advertía que el conjunto había sido cuidadosamente cuadriculado y que se correspondía con un plano muy preciso. En aquel extraño lugar, donde reinaba una insólita calma impropia de una ciudad egipcia, Iker se sintió cómodo.
Pocas tiendas, hermosas casas blancas, una limpieza ejemplar: al muchacho le hubiera gustado descubrir los rincones de Kahum, pero los soldados lo obligaron a apretar el paso.
—Apresurémonos, al alcalde le horroriza esperar.
La imponente morada del dueño de la ciudad estaba construida sobre una acrópolis desde la que se dominaba la población.
Aunque la inmensa villa de setenta habitaciones no abarcaba menos de 2.700 m2, se accedía a ella por una estrecha entrada. A uno y otro lado había dos garitas ocupadas por centinelas.
—He aquí el prisionero al que quiere ver el alcalde —anunció el oficial.
—Un instante, avisaré a su intendente.
A la izquierda, un camino enlosado llevaba a las cocinas, los establos y los talleres. El intendente, los soldados e Iker siguieron el de la derecha, que desembocaba en una antecámara. De allí salía un corredor que daba a un gran patio cerrado, al sur, por un pórtico donde al dueño de la casa le gustaba tomar el fresco. Abandonando el ala de los aposentos privados, que comprendían dormitorios y cuartos de baño, el intendente condujo a sus huéspedes hasta la sala de recepción, con dos columnas.
Con la cabeza gacha, el administrador del templo del valle del rey Sesostris II sufría una buena reprimenda. Molesto, el intendente dio media vuelta.
—Acércate —le ordenó su patrón, un hombre de pequeña estatura, frente estrecha y espesas cejas.
—He aquí el prisionero que…
—Ya sé —interrumpió el alcalde con sequedad—. Salid todos de aquí y dejadme a solas con él.
—Este bandido puede ser peligroso —intervino el oficial—, y…
—Calla y obedece.
Iker se quedó solo ante el notable, cuya negra mirada no prometía nada bueno.
—¿Te llamas Iker?
—Ése es mi nombre.
—¿De dónde eres originario?
—De Medamud.
—¿Y de dónde vienes?
—De la ciudad de Tot.
—¿Reconoces esto?
El alcalde mostró al muchacho su material de escriba, puesto en una mesa baja.
—Estos objetos me pertenecen.
—¿Dónde los compraste?
—Me los dio el general Sepi. Tuve la suerte de ser su alumno y, luego, de acceder a la dignidad de escriba. El jefe de provincia me asignó mi primer puesto.
El alcalde volvió a leer el papiro que le habían entregado los policías y cuyo sello había roto.
—La vigilancia de mi ciudad es satisfactoria, pero la inteligencia no es la primera cualidad que exijo a las fuerzas del orden. La policía no ha comprendido quién eras tú. Un escriba tan joven y que recibe semejantes elogios por parte de un jefe de provincia más bien avaro en cumplidos merece cierta atención. ¿Por qué quieres, entonces, trabajar en Kahum?
—Para intentar pertenecer a la élite de los escribas.
La mirada del alcalde se hizo menos agresiva.
—Muchacho, no podías elegir mejor. Esta ciudad fue edificada por geómetras y ritualistas instruidos en los misterios. Edificaron también una pirámide, y luego el lugar se convirtió en un centro administrativo de primera línea. Debo administrar tierras, canteras, graneros, talleres, proceder a confeccionar censos, velar por los desplazamientos de mano de obra en el Fayum, comprobar las compras y los gastos diarios, asegurarme de que los sacerdotes, los artesanos, los escribas, los hortelanos y los militares desempeñen correctamente su trabajo… Esta agotadora tarea no me deja tiempo ya para consagrarme a mi pasión: la escritura. Fíjate en que todo ha sido dicho ya y nadie, ni siquiera yo mismo, es capaz de inventar nada nuevo. ¡Ah, si pudiera pronunciar palabras sorprendentes, modelar expresiones inéditas! Cada año resulta más pesado que el precedente, la justicia no es lo suficientemente justa y la acción de las divinidades sigue siendo misteriosa. Ni siquiera la autoridad es respetada como se merece. Si quieres mi opinión, todo va bastante mal. ¿Quién lo advierte, quién toma las medidas necesarias, quién se atreve a expulsar los malos augurios, quién ayuda en realidad a los pobres, quién lucha contra la hipocresía y la mentira?
—¿No es éste el papel del faraón? —insinuó tímidamente Iker.
La exaltación del alcalde se desvaneció.
—Claro, claro… Recuerda que lo esencial es la escritura. Los escritores no construyen templos ni tumbas, no tienen más herederos que sus textos, que les sobreviven y aseguran su reputación, siglo tras siglo. Tus hijos son tus pinceles y tus tablillas. Tu pirámide, tu libro. Yo malgasto mi talento en interminables tareas administrativas.
—¿Pensáis darme un cargo?
—Te lo aviso: estarás acompañado por escribas muy cualificados que detestan a los aficionados. No tolerarán falta alguna y exigirán que te despida si tus conocimientos técnicos son insuficientes. Quiero creer que el jefe de provincia Djehuty no ha trazado de ti un retrato en exceso halagador. Bueno… Bien, necesito alguien en la administración de los graneros.
Iker disimuló su decepción. No era, ciertamente, el cargo que esperaba.
—He trabajado mucho en los archivos y…
—El personal de los archivos está al completo y cumple a plena satisfacción. ¿No te ha enseñado el general Sepi a administrar un granero?
—Esta disciplina no se omitió, y os agradezco que me concedáis vuestra confianza.
—¡Sólo la realidad cuenta, muchacho! O eres competente o no lo eres. En el primer caso, Kahum será para ti un paraíso; en el segundo, regresarás por donde has venido.
—Deseo corresponder a vuestras expectativas, pero existe un punto en el que no transigiré.
—¿Cuál?
—Mi asno. Es mi compañero, quiero recuperarlo.
—¡Con tu paga comprarás otro!
—No lo comprendéis. Viento del Norte es único. Lo salvé y me aconseja.
—¿Un asno… te aconseja?
—Sabe responder a mis preguntas. Con él lo lograré. Sin él fracasaré.
—¿Sabes por lo menos dónde está?
—Probablemente cerca de la prisión donde fui encarcelado.
—He aquí una nota que te permitirá recuperarlo con toda legalidad. Mi intendente te indicará dónde está tu alojamiento oficial.
Iker se inclinó con respeto.
—¿Te habló el general Sepi de los grandes escribas que desvelaron el secreto de la creación?
—¿La escucha, el entendimiento y el dominio de los fuegos no son cualidades indispensables para lograrlo?
—¡Tuviste un excelente profesor! Pero debemos pensar también en equiparte.
—¿No me devolveréis mi material?
—¡Claro que sí! Estoy hablando de otro equipamiento, el compuesto por las fórmulas necesarias para cruzar las puertas, obtener la barca por parte del batelero o escapar de la gran red que captura las almas de los malos viajeros. Sin esta ciencia serás sólo un escriba ordinario.
—¿Dónde puedo adquirirla?
—¡A ti te toca arreglártelas, muchacho! El tiempo de la escuela es una cosa; el del oficio, otra. ¿Acaso no se dice que los mejores artesanos se fabrican ellos mismos las herramientas?
Iker salió turbado de Kahum para dirigirse a la cárcel. ¿Por qué el alcalde había pronunciado tan enigmáticas palabras? ¿Por qué le revelaba la existencia de un saber inaccesible? Como el general Sepi y el jefe de provincia Djehuty, se ocultaba tras una máscara. Aquella nueva prueba no desalentaba al muchacho, muy al contrario; si realmente le tendían alguna pértiga, la agarraría para no ahogarse en el río. Y si sólo se trataba de ilusiones, las disiparía.
Un guardia con el brazo en cabestrillo dormitaba en el umbral de la cárcel.
Iker le palmeó el hombro; el policía dio un respingo.
—¿Qué quieres?
—Vengo a buscar mi asno.
—¿No será un coloso con la cabeza más dura que el granito y la mirada indomable?
—La descripción me parece acertada.
—Pues bien, ¡mira lo que me ha hecho! Y con sus coces y mordeduras ha herido a tres policías más.
—Es normal, sólo me obedece a mí. Suéltalo.
—Demasiado tarde.
—¿Cómo que demasiado tarde? —preguntó Iker con un nudo en la garganta.
—El jefe ha decidido acabar con esta fiera. Y han sido necesarios diez hombres para atarla.
—¿Adonde lo han llevado?
—Al descampado, detrás de la cárcel.
Iker corrió tanto como pudo.
Viento del Norte estaba tendido de costado, con las patas atadas por unas cuerdas fijadas a unas estacas. Un ritualista levantó el cuchillo del sacrificio.
—¡Deteneos! —aulló el joven escriba.
Todos se volvieron, y el asno soltó un rebuzno de esperanza.
—Es un animal peligroso —afirmó el ritualista—. Hay que extirpar de él el poder temible.
—Este asno me pertenece.
—¿Tienes algún documento que lo pruebe? —se burló el oficial.
—¿Os basta éste, firmado por el alcalde de Kahum?
El policía se vio obligado a ceder.
Iker arrancó el cuchillo de las manos del ritualista y liberó a su compañero.
Consciente de que el muchacho acababa de salvarle la vida por segunda vez, Viento del Norte le lamió las manos.
—Ven, Viento del Norte. Tengo muchas cosas que contarte.