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Iker se había marchado antes del alba, cuidando de no despertar a nadie en el palacio, dormido aún. La víspera había entregado a Djehuty todos los expedientes de los que se había encargado, mostrándose sordo a sus últimas advertencias.

El joven escriba subió al primer barco que se dirigía al norte. Levó anclas con la salida del sol y jugó con la corriente, tan rápida como caprichosa. El capitán, un experto bigotudo, manejaba el gobernalle a las mil maravillas. A bordo, una decena de viajeros, un buey, algunas ocas y Viento del Norte.

—¿Adonde vas, muchacho? —preguntó el capitán.

—A Kahum.

—Unas veinte horas de navegación, numerosas paradas, una noche de descanso si no hay incidentes… ¿Cuánto ofreces?

—Dos pares de sandalias de buena calidad, una pieza de lino y un papiro de tamaño mediano.

—¡Pagas bien, caramba! ¿Hijo de buena familia?

—No, simple escriba de la provincia de la Liebre, al servicio de Djehuty.

—Un gran notable muy respetado. ¿Por qué vas a Kahum?

Sus preguntas empezaban a exasperar a Iker, que, sin embargo, intentó seguir siendo amable.

—Por motivos personales.

—¿Una misión confidencial?

—Si os parece.

—Kahum es un lugar extraño. Yo no lo conozco, pero al parecer está bien protegido y es preciso tener autorización para vivir allí. ¡No debes de ser un cualquiera!

—Os he dicho que soy un simple escriba.

Puesto que no soportaba ya el interrogatorio, Iker se tendió en su estera de viaje y fingió dormirse.

El capitán discutió con otro pasajero. Estaba claro que era un incorregible charlatán.

Como se había anunciado, las paradas fueron numerosas. Unos subían, otros bajaban, se entablaban conversaciones, se mordisqueaban tortas, cebollas o pescado seco, se bebía cerveza dulce y la gente se dejaba arrastrar al compás de un río benevolente. Iker escuchaba con desatento oído las historias de familia y los relatos de procesos y querellas domésticas.

Una nueva parada intrigó a Viento del Norte, cuyas orejas se irguieron.

No era una aldea, sino un pequeño palmeral surcado por las acequias de irrigación. Salieron dos hombres mal afeitados, de brazos musculosos como remeros.

Remeros que se parecían a los miembros de la tripulación que deseaban aniquilar a Iker. Se instalaron a popa.

¡De modo que el capitán le había tendido una trampa! Se había burlado de él haciéndole unas preguntas cuyas respuestas conocía. Aquellos dos bandidos iban a terminar el trabajo.

Iker se acercó al bigotudo, que parecía haberse adormecido.

—¿No vigiláis el río?

—Un buen marinero duerme con un solo ojo.

—Desembarcadme en seguida.

—¡Falta mucho aún para Kahum!

—He cambiado de opinión.

—No sabes lo que quieres, muchacho. ¿Adonde deseas ir, realmente?

—Desembarcadme.

—No tengo prevista ninguna parada inmediata. Si insistes, quiero un suplemento.

—Os he pagado generosamente, ¿no?

—Es cierto, pero…

—¿Bastará una estera nueva?

—Si realmente es nueva…

Iker le entregó una de sus dos esteras de viaje. Satisfecho, el capitán inició la maniobra de atraque.

En cuanto pusieron la pasarela, Iker y Viento del Norte desembarcaron. El joven escriba estaba convencido de que los dos remeros iban a imitarlo. Se equivocaba. El barco se alejó.

—Tendremos que caminar más de lo previsto —dijo Iker a Viento del Norte—. Al menos, nadie nos perseguirá.

El asno asintió, Iker se sintió aliviado.

—Aquellos dos tipos tenían realmente muy mal aspecto. Después de lo que me sucedió, ¿cómo no ser desconfiado?

Iker comprobó que nada faltaba en su material de escriba, mientras el asno se daba un banquete de cardos. Luego, siguieron hacia el norte tomando por un sendero que flanqueaba los cultivos.

—¡Me obsesionan tantas preguntas! En Kahum obtendré, tal vez, respuestas. Pero ¿por qué se niegan a hablarme del país de Punt? Djehuty sólo me ha revelado parte de la verdad. A menos que él mismo esté peor informado de lo que imagino. ¡Y el que quería aniquilarme es el propio faraón! ¿Qué daño le habré hecho? No soy nada, no amenazo en modo alguno su poder. Y, sin embargo, la tomó conmigo. Si fuera razonable, huiría para que así me olvidara. Pero es imposible renunciar a la verdad, sean cuales sean los riesgos. Y quiero que renazca. Tengo ganas de combatir por su causa.

Viento del Norte decidió los tiempos de descanso y eligió los lugares sombreados donde dormitar antes de proseguir el camino. Los dos compañeros sólo se cruzaron con campesinos, malhumorados unos, amables otros. En una granja, Iker redactó varias cartas para la administración, con la que el propietario tenía conflictos. A cambio, recibió alimentos.

Al acercarse a la rica y lujuriante provincia del Fayum, el asno comenzó a rebuznar con insistencia. Sin duda alguna, detectaba un peligro.

En lo alto de un cerro había un chacal. De largas piernas, con la cabeza fina, miraba fijamente a los intrusos que se atrevían a aventurarse por su territorio. Con el cuello en posición vertical lanzó unos extraños gritos que Viento del Norte escuchó atentamente. Con paso firme se dirigió hacia el depredador.

Iker comprendió que los dos animales se habían hablado. ¿Acaso el chacal no era la encarnación de Anubis, que conocía todos los caminos, en este mundo y en el otro?

Adoptando El rápido ritmo de su guía, que, sin embargo, cuidaba de no perderlo, los dos compañeros llegaron a la vista de Ra-henty, «la boca del canal», paraje marcado por un gran dique y una esclusa que regulaban la aportación del agua que proporcionaba al Fayum un brazo del Nilo. Gracias a las obras de los ingenieros de Sesostris II, la superficie de las tierras cultivables había aumentado y el riego estaba controlado.

Varios policías impidieron el paso a los viajeros.

—Zona militar prohibida —dijo un oficial—. ¿Quién eres y de dónde vienes?

—Mi nombre es Iker. Soy escriba de la ciudad de Tot.

El oficial esbozó una desagradable sonrisa.

—Bueno, veamos. Dada tu edad es creíble. Y yo soy el general en jefe del ejército del rey. Mi especialidad es detectar a los mentirosos. Que quede entre nosotros: habrías podido encontrar algo mejor.

—Es la verdad. Voy a enseñarte un documento que os convencerá.

Cuando Iker abrió una de las bolsas que llevaba su asno, los arcos de los policías se tensaron y la punta de la corta espada del oficial se clavó en sus lomos.

—¡Ni un gesto más! Querías tomar un arma, ¿verdad? Nadie utiliza esta pista, salvo las fuerzas de seguridad. ¿Quién te la ha indicado?

—¡No vais a creerme!

—Dilo, de todos modos.

—Un chacal.

—Tenías razón, no te creo. Probablemente, eres el emisario de una pandilla que piensa cometer algunos robos en la región.

—¡Mirad vos mismo en mis bolsas de viaje! Sólo contienen mi material de escriba. Sobre todo, manejadlo con precaución.

Desconfiado, el oficial registró el equipaje del sospechoso. Le decepcionó no encontrar un arma.

—¡Qué astuto eres! ¿Y el famoso documento?

—Es un papiro enrollado y sellado, para el alcalde de Kahum. El sello es el de Djehuty, jefe de la provincia de la Liebre.

—Si lo rompo, el alcalde me destituirá por violación de correspondencia oficial. Y si lo dejo intacto, me veo obligado a creer en tu palabra. ¡Buena astucia, de nuevo, muchacho! Tomaré partido: este documento es un engaño. Pero ¡a mí no me la juegan! Conozco bien a los tipos de tu estilo.

—Dejemos la comedia y llevadme a casa del alcalde de Kahum.

—¿Crees que va a perder el tiempo recibiendo a delincuentes?

—¡Ya habéis visto que soy un escriba!

—¿A quién has robado este material?

—Me lo dio el general Sepi.

—No lo conozco. De todos modos, inventarías un nombre cualquiera. ¿Por qué no el de un general?

—Os equivocáis. Lo que os he dicho es cierto.

—Lo único que quiero saber es si pensabas actuar solo o con cómplices.

Iker comenzaba a perder la calma; el otro lo advirtió.

—¡Nada de gestos irresponsables, muchacho! De lo contrario te hundiré la espada en el cuerpo y todos mis subordinados testimoniarán a mi favor.

Eran demasiado numerosos para que Iker los venciera, y no corría lo bastante de prisa como para escapar a las flechas de los arqueros.

—Que el alcalde de Kahum rompa este sello y lea esta carta de recomendación. Comprenderéis entonces vuestro error.

—¡Ahora, amenazas! Vas a pasar un buen rato en la cárcel.

—No tenéis derecho a encarcelarme.

—¿Eso crees…? Que le pongan las esposas de madera.

Tres policías se abalanzaron sobre el joven escriba y lo arrojaron al suelo. Cuando lo levantaron tenía las manos atadas a la espalda.

—¿Qué vais a hacer con mi asno?

—Un hermoso animal, sano y potente. Yo lo usaré.

—¿Y mi material?

—Lo cambiaremos por ropa.

—¡No sois más que un ladrón!

—No inviertas los papeles, muchacho. El ladrón eres tú. Y voy a ser felicitado por haberte interceptado a tiempo. Cuando hayas permanecido algunos meses en una hedionda mazmorra, con bandidos de tu especie, tendrás más flexible el espinazo. Luego, varios años de trabajos forzados te devolverán la afición al esfuerzo y a la buena conducta. Lleváoslo y que no vuelva a verlo.

Iker no dirigió la palabra a los esbirros que lo llevaron a la cárcel que estaba en las afueras de la ciudad. Lo arrojaron a una celda ocupada por tres ladrones de gallinas, un muchacho y dos viejos.

—¿Qué has hecho tú? —le preguntó el muchacho.

—Nada.

—Pues yo tampoco. ¿Y cuántas ocas has robado?

—Ninguna.

—Tranquilízate, puedes hablar. Estamos contigo.

—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí?

—Unas semanas. Esperamos que el juez tenga a bien encargarse de nosotros. Por desgracia, no es precisamente blando. Puede caernos encima una condena larga, puesto que no estamos aquí por primera vez. Cuando confiesas y finges sentir remordimientos, se muestra más clemente. Si no estás acostumbrado, te entrenaremos.

—Soy un escriba y no he robado a nadie.

Uno de los viejos abrió un ojo.

—¿Un escriba en la cárcel? Debes de ser, entonces, un gran criminal. Cuéntanos.

Cansado, Iker se sentó en una esquina de la habitación.

—Dejémoslo tranquilo —recomendó el muchacho.

Iker lo había perdido todo, pero se negó a entregarse a la desesperación.

¿No habría caído en una nueva trampa? No, puesto que lo había conducido el chacal de Anubis. Se trataba de un malentendido. Aunque necesitara tiempo para deshacerlo, el muchacho lo lograría.