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En la isla de Elefantina, el faraón Sesostris y sus íntimos asistían a un rito celebrado por el jefe de provincia Sarenput en honor de un venerado sabio, Heka-ib. Una nueva estatua del augusto personaje, que había vivido en la VI dinastía, acababa de levantarse en la capilla de su tumba. Permitía que su ka siguiera presente en la tierra e inspirara el pensamiento de sus sucesores.

Ningún incidente había estropeado el buen entendimiento que reinaba entre el séquito del rey y los milicianos de Sarenput. Sin embargo, Sobek el Protector seguía nervioso e inquieto. Como el joven Sehotep, de ojos siempre alerta, dudaba de la sinceridad de su anfitrión y temía que le tendiera una trampa al monarca. Por lo que al general Nesmontu se refería, combatiría hasta la muerte para salvar la vida de su soberano.

De acuerdo con el protocolo, Medes estaba algo retrasado, mostrándose tan discreto como le era posible. Dispuesto a registrar las declaraciones oficiales del faraón, observaba a los dignatarios de la provincia y les hacía preguntas sobre su funcionamiento. Amable, conciliador, entabló nuevas amistades.

—Majestad —declaró Sarenput—, me gustaría mostrare, mi morada de eternidad. A vos y sólo a vos.

Sobek y Nesmontu se mordieron los labios para no enunciar una negativa basada en la más elemental prudencia. Acababa de suceder lo que temían: Sarenput esvelaba sus verdaderas intenciones. Ya cerca de su tumba unos sicarios asesinarían a Sesostris.

—Te sigo —dijo el rey.

Despechados, Sobek y Nesmontu se preguntaron cómo intervenir.

—¿Puedo serviros de remero? —ofreció el elegante Sehotep.

—Es inútil —replicó Sarenput—, yo mismo remaré. El ejercicio me mantiene en plena forma.

La insistencia hubiera humillado al jefe de provincia ¿No estaría aguardando una provocación para dar a sus milicianos la orden de que atacaran?

Sobek comprendió que Sesostris pensaba salir por si solo de aquel mal paso. A pesar de su colosal fuerza, ¿no corría el riesgo de sucumbir bajo su número?

Conducida con vigor por Sarenput, una hermosa barca de sicomoro se dirigió hacia el acantilado de la ribera oeste, en el que se excavaban las tumbas de los jefes de la provincia de Elefantina desde el tiempo de las pirámides. Para alcanzarlas había que recorrer una escalera y unas rampas bastante empinadas, flanqueadas por muros.

La barca atracó suavemente y ambos hombres treparon poco a poco y en silencio.

El fuerte sol del sur no los molestaba, ni al uno ni al otro.

Llegados ante la morada de eternidad de Sarenput se volvieron para contemplar un paisaje hechicero, compuesto por el río de un brillante azul, los palmerales de luminoso verde, la arena ocre y las casas blancas.

—Este lugar me gusta más que ningún otro —reconoció Sarenput—, aquí espero vencer a la muerte y pasar una vida en la eternidad. Uno de mis antepasados, que llevaba el mismo nombre que yo, hizo grabar estas frases: «Estaba lleno de alegría al conseguir alcanzar el cielo, mi cabeza tocaba el firmamento, rocé el vientre de las estrellas, siendo estrella yo mismo, y danzaba como los planetas.» ¿No es éste el único destino envidiable? Venid, majestad. Venid a ver el más hermoso de mis dominios.

Sesostris descubrió una tumba tallada en el gres cuyo suelo ascendía mientras el techo descendía para reunirse en un punto invisible, más allá de la capilla terminal. En la primera sala, grandiosa y austera, había seis pilares. Una escalera llevaba a un corredor que conducía a la cámara de culto, donde se abría una hornacina con la estatua del ka de Sarenput.

Avanzando por aquel eje que parecía un rayo de luz, Sesostris admiró seis estatuas del jefe de provincia como Osiris.

—Ésa es mi principal ambición, majestad: convertirme en fiel del dios de la resurrección. ¿Necesitáis una prueba más evidente de mi inocencia? Nunca habría intentado agredir la acacia de Osiris. Y lo que vos habéis realizado muestra que sois depositario de la sabiduría que tanto necesita este país. Si me opusiera, sería un criminal. Podéis considerarme, pues, un servidor leal que nunca os traicionará.

Orgulloso y decidido, Buen Compañero marchaba a la cabeza del cortejo. A su derecha, siguiendo apenas el ritmo, Gacela arrastraba su grueso vientre y sus colgantes ubres. Pero la hembra no se habría perdido bajo ningún pretexto aquella gran fiesta y, con la cabeza alta, no quería quedarse atrás.

Ambos perros se detuvieron ante una estela en la que estaban grabados los nombres de Sesostris.

—Venerad al faraón en lo más profundo de vosotros mismos —declaró Sehotep—. Unid su fulgor a vuestros pensamientos, propagad el respeto que debemos testimoniarle. Él da la vida. Se muestra generoso con quienes siguen su camino. Como Portador del sello real confirmo la pertenencia de esta provincia a la Doble Corona.

Sarenput, en cuyo rostro se veía una ancha sonrisa, se inclinó ante Sesostris.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, el general Nesmontu se relajó. Y el propio Sobek, con gran asombro, sintió una impresión de seguridad. El rey acababa de obtener una nueva victoria sin derramar ni una sola gota de sangre.

—Debo regresar al islote de Biggeh para asegurarme dique la circulación de la energía todavía está activa —indicó el monarca a Sarenput—. Prepara la fiesta durante la que anunciaré las obras de embellecimiento del gran templo de Elefantina.

Ante la gruta de las fuentes del Nilo, la joven sacerdotisa vio que el faraón salía de ella.

—Ha llegado para ti la hora de ir más allá. ¿Lo aceptas?

—Estoy dispuesta a ello, majestad.

—Necesitarás todo el valor y toda la firmeza de que puede ser capaz un ser humano. ¿Estás segura de que la tarea no supera tus fuerzas?

—Haré tanto como pueda.

El monarca ofreció a la muchacha un uraeus de oro macizo con incrustaciones de lapislázuli, turquesa y cornalina. La cobra hembra se levantaba en la frente del faraón para proyectar una llama tan potente que disipaba las tinieblas, eliminando a los enemigos de Maat.

—Toca este símbolo, empápate con su magia y confía en la mano que te guía.

La cobra estaba ardiendo.

La muchacha sintió que su energía le llenaba la sangre y le ofrecía una fuerza nueva.

El rey entró en la gruta, y la joven sacerdotisa se quedó sola. Recogida, degustó el silencio del islote sagrado sin temer lo que iba a suceder. Desde su infancia había deseado conocer los misterios del templo y sabía que el recorrido sería tan largo como difícil. Pero de cada prueba vivida había nacido una inmensa alegría que llevaba más lejos sus pasos en un paisaje cada vez más vasto. Y nada había turbado aquella andadura, salvo la aparición de un joven escriba del que había sabido que se llamaba Iker. Hubiera debido de ser un mero encuentro, pero no conseguía olvidarlo, como si se tratara de un amigo, casi de un íntimo, aunque no volvería a verlo nunca.

Siete sacerdotisas vistiendo una larga túnica roja y llevando unos tamboriles formaron un círculo alrededor de la muchacha.

Luego avanzó la superiora. Llevaba una peluca en forma de buitre y el collar-menat, símbolo del nacimiento del espíritu.

La muchacha se estremeció.

Sólo la reina de Egipto, la soberana de las Dos Tierras, la que veía a Horus y Set reunidos en el ser del faraón, podía lucir aquel tocado ritual. El signo jeroglífico del buitre significaba, a la vez, «madre» y «muerte», pues era necesario pasar por la muerte iniciática para encontrar a la madre celestial cuya encarnación era la reina.

—Que las siete Hator aprisionen el mal de ojo —ordenó.

Las ritualistas desplegaron una venda roja con la que envolvieron a la joven sacerdotisa.

—La hora de un nuevo nacimiento ha llegado —anunció la reina—. Fuiste iniciada en la función de sacerdotisa pura[30]; luego, de músico que hace brillar el amor[31]. Hoy, al abordar nuevos misterios, te conviertes en una Despierta[32]. Las Venerables de la morada del dios Ptah, las Ancianas de la ciudad de Cusae y las Hator de la morada de Atum, el principio creador, son tus ancestros. Viven en las iniciadas aquí presentes y te harán oír la música del cielo, de las estrellas, del sol y de la luna.

Se elevó un canto dulce y profundo, acompañado por los tamboriles y los dos sistros que manejaba la reina. Sucesivamente, las ritualistas pronunciaron las siete palabras creadoras formuladas por la diosa Neith durante el nacimiento de la luz, brotada de sí misma fuera del agua primordial. Macho y hembra, anterior a cualquier manifestación, había inaugurado el proceso de todos los nacimientos moldeando las divinidades.

—Soy todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que será —dijo la reina—, y ningún mortal ha levantado nunca mi velo, el sudario que protege el cuerpo de Osiris. A las iniciadas les corresponde tejerlo. Serás, pues, conducida a la Morada de la Acacia, donde las almas de Hator y de Osiris se reunirán en tu corazón. En este islote sagrado de Biggeh adopta la forma de la caverna de Hapi, en la que el agua celestial se une a la terrena. Atraviesa ese espacio, que tu vida se alimente con el agua fresca de las estrellas y el fuego del conocimiento.

Después de que la desnudaran, la muchacha entró en la gruta, donde contempló la llama. Luego, recorrió el camino de las constelaciones, cruzó las puertas del cielo, se bañó en el lago de luz y nació de nuevo en la mañana con los primeros rayos del sol en su amanecer.

Una sacerdotisa la colocó en el zócalo que simbolizaba a la diosa Maat y la abanicó con una pluma de avestruz, otra expresión de la misma realidad, para ofrecerle el buen viento que la llevaría hasta la ciudad de la felicidad.

La revistieron luego con una túnica roja y adornaron su cuello con un ancho pectoral de cuentas que significaba su renacimiento tras haber atravesado la región tenebrosa donde las fuerzas de destrucción no habían conseguido retenerla.

La reina le entregó una paleta de escriba y el pincel para escribir. Le puso luego una estrella de siete puntas en la cabeza.

—Tú, que eres ahora una Hator, debes convertirte también en una Sechat, pues te ha sido atribuida una función particular. No podrás limitarte a vivir en ti misma la iniciación y a degustar la paz interior del templo en compañía de tus Hermanas. Te aguardan temibles pruebas y tendrás que conocer las palabras de poder para enfrentarte con los enemigos visibles e invisibles. Te ayudaremos tanto como sea posible, pero sólo tú podrás obtener la victoria.