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Iker dobló la pierna sobre la que se había sentado y levantó ante sí la otra. Era una de las posiciones del escriba cuando deseaba consultar un papiro, y el joven tenía tanto trabajo que raras veces salía de su pequeño despacho, situado en el ala izquierda del palacio del jefe de provincia.

Iker quería verificarlo todo personalmente. No se limitaba a los resúmenes preparados por otros escribas para facilitarle la tarea y consultaba sin cesar los documentos originales.

¡Se felicitaba por ello casi todas las veces! Se habían omitido detalles, se habían copiado mal algunas cifras, los detalles técnicos quedaban truncados. Restableciendo la verdad tan a menudo como era posible, el investigador captaba una inquietante realidad: varios funcionarios habían deformado los hechos para hacer creer a Djehuty que su provincia era la más rica y poderosa de Egipto.

La realidad resultaba menos brillante. La milicia tenía demasiados mercenarios, así como la policía del desierto demasiados veteranos, y algunas tierras estaban mal explotadas y varias granjas mal administradas. En caso de conflicto, a Djehuty podían faltarle armas. De ese modo, el informe de síntesis que Iker pensaba redactar en los próximos días iba a ser más bien pesimista.

—Tendrías que venir a ver algo —le aconsejó un colega.

—No tengo tiempo.

—Tómatelo. Un espectáculo como éste es algo que no debe perderse.

Intrigado, Iker salió de palacio.

Los escribas, los guardias, los cocineros, las mujeres de la limpieza y todos los demás miembros del personal corrían hacia el Nilo.

En un islote herboso, en medio del río, unas cincuenta grullas de Numidia, con el plumaje ceniciento y las patas finas, danzaban con gracia. Revoloteando cadenciosamente, fingían emprender el vuelo y luego volvían a posarse, girando unas veces sobre sí mismas, formando otras una especie de cortejo de los machos a las hembras. Como todo el mundo, Iker admiró aquel ballet inesperado, saludado por los gritos de alegría de los habitantes de la provincia.

—Excelente presagio —comentó su vecino, un escriba destinado a la agrimensura—. Significa que el faraón Sesostris ha conseguido provocar una buena crecida. No se lo digas a nadie, pero ésta es la prueba de que es un gran rey.

Pensativo, Iker fue a alimentar a su asno, bien instalado a la sombra de un tejadillo.

—La situación se está haciendo delicada —le dijo a Viento del Norte—. Si la población se pone del lado del faraón, la posición de Djehuty resultará insostenible. Y el éxito de Sesostris es tan evidente que nadie puede ocultarlo.

El asno comió plácidamente, como si la noticia no lo preocupara.

Al regresar a su despacho, Iker recordó el rostro de la joven sacerdotisa. Varias veces al día, y en todos sus sueños, se le representaba con creciente fuerza. En vez de esfumarse, los rasgos de su rostro se hacían cada vez más precisos, como si ella estuviera a su lado.

¿Cuándo la vería de nuevo? Tal vez durante una ceremonia en la que participara ella, pero ¿cómo iba a saberlo? ¿Y si ella pertenecía al «Círculo de oro» de Abydos, no tendría que dirigirse a la ciudad santa, inaccesible para un profano como él? Su amor parecía destinado al fracaso. Sin embargo, no renunciaría antes de haber hablado con ella. Debía conocer los sentimientos que le inspiraba, aunque él se sentía incapaz de expresar toda su intensidad.

Pese a la enigmática alusión del general Sepi, el «Círculo de oro» de Abydos no había perdido nada de su misterio. ¿Había que entender que su acción consistía en regenerar a ancianos como Djehuty inundándolos de luz? Algunos seres sabían, pues, manejar aquella energía en circunstancias excepcionales.

El jefe de provincia se había sentado y leía el borrador de Iker.

—Señor, son sólo algunas notas.

—Me parecen bastante claras: mi administración no ha dejado de halagarme y mis fuerzas armadas son incapaces de sostener un conflicto de envergadura.

Iker reconoció la gravedad de la situación.

—Eso es.

—Excelente trabajo, muchacho. En el fondo, la danza de las grullas llega en el momento justo. Gracias a ella, todos saben que Sesostris hará que el país reverdezca, y lo llenará de árboles frutales. Las Dos Tierras se alegran, se anuncian tiempos felices puesto que un verdadero señor se ha manifestado. Gracias a él, la inundación llega a su hora, los días son fecundos, la noche desgrana hermosas horas. El faraón es la energía creadora, su boca expresa la abundancia, crea lo que debe existir, da vida a su pueblo. Hora tras hora, sin descanso, lleva a cabo una obra misteriosa que teje, a la vez, la naturaleza y la sociedad. Es un soberano ancho de corazón; si actúa rectamente, el país es próspero.

—¿Significa eso que… que reconocéis la autoridad del rey Sesostris y que vuestra provincia va a ser su fiel servidora?

—Nadie podría decirlo mejor, Iker.

—¿No habrá guerra, pues?

—Eso es.

—Me alegro de ello, señor, pero…

—Pero te sorprende una decisión tan rápida, ¿no es cierto? Y es así porque no aprecias en su justo valor el carácter sobrenatural del acto que ha consumado Sesostris. ¿Cómo ha conseguido dominar la inundación? Asumiendo la función de Tot, el dios del conocimiento y el patrón de los escribas. El rey ha probado que no ignoraba los signos de poder y que era capaz de procurar a su pueblo el agua nueva.

Sabe que el caudal nutricio es el derramamiento de Osiris. Brota de su cuerpo misterioso. Es su sudor, sus linfas, sus humores. Cuando el agua de la joven crecida llena la primera jarra de ofrenda, el rey puede afirmar: «Osiris ha sido encontrado.» Pero habría fracasado sin la ayuda de Isis, que aparece como la estrella Sothis en el cielo, tras setenta días de invisibilidad. La pareja primordial ha vuelto a formarse, la energía primigenia fecunda de nuevo las Dos Tierras. Sin ella, nada crecería. La semilla es una matriz en la que se ensamblan los elementos que procura el más allá. Has de saber, Iker, que toda la naturaleza es revelación de lo sobrenatural. Puesto que Sesostris pertenece al linaje de los reyes que transmite este misterio, sólo me queda ya inclinarme ante él y obedecerlo. No, debo hacer algo mejor aún.

Djehuty se levantó.

—Nos toca demostrarle a Sesostris de qué somos capaces. ¿Sabes qué es realmente el ka, Iker?

—El genio protector que nace con el hombre y que no lo abandona, siempre que ponga en práctica las enseñanzas de los sabios.

—El ka es la energía que alimenta cualquier forma de vida. Cuando muere, un justo de voz[27] transmite su ka, heredado de los antepasados. Todas las ofrendas son destinadas al ka, nunca al individuo. Uno de los más hermosos símbolos del ka es una estatua viviente, ritualmente animada. Por eso vamos a crear una colosal estatua del ka real y ofrecérsela al faraón. Te encargo que supervises la obra.

—El codo de Dios mide las piedras —declaró el jefe escultor—. El coloca el cordel en el suelo, implanta los templos en rectitud, alberga bajo su sombra cualquier construcción sagrada, donde su corazón se desplaza según sus deseos. Y su amor anima los talleres.

El canto de los mazos y los cinceles se elevó en la cantera donde sería tallado el coloso, soporte del ka.

Los canteros habían seleccionado los mejores lechos de piedra y los cortarían sin herirla; por lo que a los escultores de la provincia hacía referencia, actuarían bajo la dirección de un artesano iniciado en los misterios. Dado el impresionante tamaño del coloso —trece codos de altura[28] y sesenta toneladas—, el emplazamiento de la cantera planteaba un serio problema. Tirar de la gigantesca estatua hasta el Nilo exigiría, por lo menos, tres horas, siempre que la técnica adoptada fuese eficaz; luego se utilizaría un barco de carga para la travesía, y un nuevo empuje llevaría la obra maestra a su destino, el templo de Tot. Un largo y difícil recorrido que Iker había estudiado una y otra vez para evitar cualquier sorpresa desagradable. Elegir otra cantera, más cercana a la capital, hubiera facilitado la tarea, pero Djehuty había designado el material adecuado y no aceptaría otro.

—Será la mayor fiesta jamás organizada en mi provincia —estimó Djehuty—. ¡El vino y la cerveza correrán a chorros, la población se regocijará! Dentro de miles de años hablarán aún de este coloso. Mis escultores crean una verdadera maravilla en la que se alían el poder y la finura. Cuando Sesostris la vea, quedará subyugado.

—No deseo ser pájaro de mal agüero —intervino Iker—, pero las dificultades del transporte están muy lejos de haberse resuelto.

—¿Cuántos hombres has previsto?

—Se necesitarán más de cuatrocientos. Disponerlos para formar un equipo coherente es un verdadero rompe cabezas.

—Bastarán menos de la mitad —decidió Djehuty—. Cada uno de los felices elegidos tendrá la fuerza de Min.

—Vuestros soldados no me facilitan la tarea. Ningún oficial acepta cederme el mando.

—¡No elijas sólo a militares! También necesitas a jóvenes robustos. Y no olvides a los sacerdotes.

—¿A los sacerdotes, pero…?

—¡El transporte del coloso no es una tarea profana, Iker! Durante todo el recorrido, los ritualistas tendrán que recitar fórmulas de protección. Haz que toda esa gente cohabite y te convertirás en un personaje respetado. Piensa sólo en una cosa: está prohibido el fracaso.

Iker se felicitó por haber seguido un entrenamiento de corredor de fondo, pues no dejó de ir y venir durante días y días para seleccionar a ciento setenta y dos hombres[29] entre los innumerables voluntarios. Si el cálculo del joven escriba era exacto, aquél era el número ideal para tirar cadenciosamente del coloso.

Cuando la gigantesca escultura estuvo terminada, Iker reunió al equipo y lo dividió en cuatro hileras. Una de las hileras exteriores estaba formada por jóvenes originarios del oeste de la región; la otra, por jóvenes del este. Las hileras interiores estaban formadas por soldados y sacerdotes.

El coloso había sido colocado en una narria y sólidamente atado con cuerdas de las que las cuatro hileras se disponían a tirar, en un ambiente de fiesta. Con los técnicos, Iker se aseguró de que todo estuviera en orden, pero sintió cierta inquietud al dar la señal de partida.

Los encargados derramaron agua sobre la pista lodosa.

—¡Tirad! —ordenó Iker.

Lentamente, la narria se puso en marcha. Bien humedecida, la corredera facilitó el esfuerzo de los ciento setenta y dos hombres, orgullosos de realizar semejante hazaña. «Occidente está en fiestas —cantaban los jóvenes del oeste—, nuestros corazones se regocijan cuando ven los monumentos de su señor.»

Se había adoptado un buen ritmo, ni demasiado lento ni demasiado rápido. Los soldados agitaban ramas de palmera para refrescar a los que tiraban.

Cien veces examinado por Iker, el recorrido había sido allanado al máximo. No había que temer ninguna sorpresa desagradable.

Su mirada iba de cada punto de fijación de las cuerdas a cada uno de los miembros del cortejo y regresaba luego al coloso, perfectamente estable.

De pronto, el escriba sintió un malestar.

Aquella hermosa armonía parecía a punto de romperse, e ignoraba por qué. Aparentemente, no había nada anormal. Pero su instinto no lo engañaba.

Inquieto, corrió en todas direcciones en busca del peligro. Sólo cuando levantó la cabeza lo comprendió.

¡La mirada del coloso había cambiado! Sus ojos de piedra expresaban una profunda insatisfacción.

—¡Pronto, incienso! —gritó.

Sin duda alguna, la estatua del ka exigía un rito.

Afortunadamente, uno de los sacerdotes que seguían la expedición llevaba un incensario.

Iker saltó a las rodillas del coloso y alargó las manos en señal de veneración. El sacerdote abrió el incensario, del que brotó una humareda olorosa que llegó a la boca, los oídos y los ojos de la estatua. La resina de terebinto, el senter, «lo que hace divino», aromatizó la piedra mientras el joven escriba seguía orando, frente al camino, pidiéndole que se abriera.

El rito duró hasta el Nilo.

La travesía se efectuó sin incidentes, y el final del recorrido transcurrió entre un indescriptible júbilo. Ni un solo habitante de la provincia había querido perderse el acontecimiento y, como Djehuty había prometido, un gigantesco banquete al aire libre coronaría aquel éxito.

Cuando el coloso estuvo instalado ante la fachada del templo, el jefe de provincia felicitó a un agotado Iker.

—¡Misión cumplida, joven escriba! Pero no olvides que cada jeroglífico, cada signo y cada estatua, sea cual sea su tamaño, ilustran un aspecto del misterio de la creación. Hoy, el honor corresponde al ka real. Ya descansarás más tarde, pues ahora debes redactar un detallado informe.