Pese a las duras condiciones de trabajo, el joven granjero no se lamentaba. Con la ayuda de su esposa y de tres campesinos valerosos, llevaba una pequeña explotación lo bastante próspera para alimentarles, permitirles comprar muebles y ropa e, incluso, pensar en una ampliación. Dentro de un año o dos contrataría algunos trabajadores y se construiría una nueva casa. Y si conseguía cultivar el terreno pantanoso contiguo a su campo, recibiría una ayuda del Estado.
Hambriento, el granjero entró en la choza de cañas donde su esposa solía dejar el cesto con el almuerzo.
Esta vez, nada.
Por mucho que miró y volvió a mirar, ni el menor cesto.
Descontento primero, inquieto después, salió de la choza y topó con un monstruo velludo que lo empujó con violencia hacia atrás.
—¡Nada de prisas, amiguito! Debemos hablar.
El campesino intentó agarrar una horca, pero una patada en las costillas lo hizo caer pesadamente. Sin respiración, quiso levantarse. El puño de Jeta-de-Través lo inmovilizó.
—Tranquilo, amiguito. De lo contrario, mis hombres matarán a uno de tus empleados. Para empezar, sólo para empezar…
—Mi mujer… ¿Dónde está mi mujer?
—En buenas manos, ¡puedes creerme! Pero mientras yo no lo ordene, no la tocarán.
—¿Qué quieres?
—Un buen entendimiento entre gente razonable —respondió Jeta-de-Través—. Tu granja está demasiado aislada, necesita protección. Te ofrezco esta protección. Nada tendrás que temer ya de los merodeadores y trabajarás con toda tranquilidad. Cuando digo que «te la ofrezco», casi es cierto; pero todo trabajo merece su salario, sólo tomaré el diez por ciento de tus ganancias.
El campesino se rebeló.
—Eso doblaría el importe de mis impuestos, que es ya difícil de soportar.
—La seguridad no tiene precio, amigo mío.
—Me niego.
—Como quieras, pero es un grave error. Tus empleados serán degollados, tu mujer violada y quemada. Y tú te reunirás con ella en la hoguera, con tus hijos. Te será fácil comprender que mi reputación lo exige.
—¡No lo hagáis, os lo suplico!
—¿Sabes, muchachito? —le dijo Jeta-de-Través levantándolo—, puedo ser muy amable, pero la paciencia no es mi principal cualidad. U obedeces al pie de la letra o paso de inmediato a la acción.
Roto, el campesino cedió.
—¡Bueno, por fin te muestras razonable! Mis hombres y yo viviremos aquí unos días, para ver cómo trabajas y qué resultados concretos debo esperar de nuestra colaboración. De ese modo no se te ocurrirá mentir. Cuando me marche, tu mujer será permanentemente vigilada. Si se te ocurriera la desafortunada iniciativa de dirigirte a la policía, ni tú ni los tuyos saldríais vivos de esta estúpida gestión. Vuestra agonía sería larga, muy larga, y la de tu mujer especialmente atroz.
Jeta-de-Través palmeó el hombro del campesino.
—Ahora, para sellar nuestro contrato, beberemos y comeremos.
Tras haber pensado en matar a sus víctimas y destruir sus viviendas, a Jeta-de-Través se le había ocurrido una idea mejor: la extorsión y el chantaje. Dejando tras de sí cadáveres y ruina, habría acabado llamando la atención de las autoridades; pero si recaudaba las riquezas de sus «protegidos» obligados al silencio, seguiría en la sombra y multiplicaría los excelentes negocios.
El Anunciador estaría, muy pronto, orgulloso de él.
Menfis dejaba maravillado a Shab el Retorcido. El puerto, el mercado, los puestos, los barrios populares, las calles hormigueantes de egipcios y extranjeros, todo le fascinaba. Los días le parecían demasiado cortos, necesitaría meses, si no años, para descubrir los mil y un atractivos de aquella capital agitada que nunca conocía el reposo.
El Anunciador, en cambio, parecía indiferente a aquel tumulto. Se metía entre la población como un fantasma en el que nadie se fijaba. Gracias a su poder de seducción, no había tardado en encontrar un alojamiento modesto unido a una tienda cerrada desde hacía varias semanas.
—Vamos a convertirnos en honestos comerciantes —dijo el Anunciador a su pequeña tropa— y haremos que el vecindario nos aprecie. Mezclaos con los menfitas, tened amantes, id a las tabernas.
El programa estaba muy lejos de disgustar a los interesados, que limpiaron los locales y los dotaron de esteras, cestos y anaqueles.
El Anunciador llevó a Shab hacia el puerto.
De pronto, gritos de alegría brotaron de toda la ciudad, y las calles se llenaron de una multitud ruidosa que entonó cánticos a la gloria de Sesostris.
El Anunciador se dirigió a un hombre de edad, algo más tranquilo que sus conciudadanos.
—¿Qué ocurre?
—Teníamos una crecida insuficiente, pero el faraón ha confraternizado con el genio del Nilo. Egipto tendrá agua en abundancia, el espectro de la hambruna ha desaparecido.
Temblando de gozo, el viandante se unió a los festejos.
—Mala noticia —reconoció el Anunciador—. No creía que Sesostris se atreviera a hollar el territorio sagrado de Biggeh y a aventurarse hasta las fuentes ocultas del Nilo.
—¿Habíais… habíais estado allí? —se extrañó el Retorcido.
—Las cinco mesas de ofrenda de los últimos días del año habían sido profanadas y la circulación de la energía se había interrumpido. Pero ese monarca ha tenido el valor de cruzar las barreras e imponer el orden en lugar del desorden. Es un adversario duro que no será fácil de vencer. Nuestra victoria será más hermosa así.
Shab el Retorcido tuvo miedo.
Miedo de aquel hombre que no lo era del todo, dados sus múltiples poderes. Nada, ni siquiera lo más sagrado, le detendría.
Como si conociera perfectamente Menfis, el Anunciador se introdujo sin vacilar en una sucesión de callejas situadas tras el puerto y acabó dando cuatro golpes espaciados en la pequeña puerta de una casa destartalada.
Le respondió un golpe. El Anunciador dio dos más, muy rápidos.
La puerta se abrió.
Para entrar en una vasta estancia con el suelo de tierra batida, el Anunciador y su discípulo tuvieron que agachar la cabeza.
Tres barbudos se inclinaron ante su maestro.
—¡Gracias a Dios, señor —dijo uno de ellos—, estáis sano y salvo!
—Nadie me impedirá cumplir mi misión. Confiad en mí y triunfaremos.
Todos se sentaron y el Anunciador comenzó su prédica.
Su discurso era repetitivo, martilleaba los mismos temas con lacerante insistencia: Dios le hablaba, él era el único intérprete, los infieles serían sometidos por la violencia, los blasfemos ejecutados, las mujeres no debían ya gozar las insolentes libertades que les concedía Egipto. Fuentes de todo mal: el faraón y el arte real de hacer vivir a Maat. Cuando por fin se hubieran secado, la doctrina del Anunciador acabaría con las fronteras. Toda la tierra sería sólo un país, regido por la auténtica creencia.
—Tranquilizaos —ordenó el Anunciador a sus fieles—, vestíos al modo menfita, sumergíos en esta ciudad. Vendrán otras instrucciones.
Fascinado por el discurso de su maestro, Shab el Retorcido aguardó a haber salido de la casa para interrogarle.
—Señor, ¿no eran estos hombres cananeos de Siquem?
—En efecto.
—¿Y decidisteis que vinieran a Menfis?
—Éstos y muchos más.
—¡No habéis renunciado pues a liberar Canaán!
—Nunca renuncio, pero hay que saber adaptarse. Corroeremos la sociedad egipcia desde el interior, sin que lo sospeche. Y Menfis, la tolerante y abigarrada, nos proporcionará el veneno destinado a matarla. Necesitaremos mucho tiempo y paciencia, mi fiel amigo, y deberemos utilizar también otras armas.
Las sorpresas no se habían acabado para Shab el Retorcido. En otra calleja, el porche de una hermosa morada tic dos pisos. El Anunciador se dirigió al guardia en una lengua desconocida.
El centinela le dejó pasar, así como a Shab.
Los dos visitantes fueron recibidos por un personaje caluroso y voluble cuyas formas redondeadas revelaban el amor a la buena carne.
—¡Por fin habéis llegado, señor! Comenzaba a preocuparme.
—Contratiempos sin importancia.
—Pasemos al salón. Mi cocinero ha preparado unos pasteles que complacerían los paladares más exigentes.
Shab el Retorcido no se hizo de rogar, pero el Anunciador no tocó las golosinas.
—¿En qué situación estamos? —preguntó con voz tan severa que la atmósfera se volvió gélida en seguida.
—Las cosas avanzan, señor.
—¿Estás seguro, amigo mío?
—¡Ya sabéis que no es fácil! Pero la primera expedición partirá muy pronto.
—No toleraré incidente alguno —aseguró el Anunciador.
—¡Podéis contar conmigo, señor!
—¿Qué punto de llegada has elegido?
—La pequeña ciudad de Kahum. Reviste mucha importancia para el faraón Sesostris. Tengo allí buenos contactos, nuestros hombres se instalarán sin demasiadas dificultades.
—Espero que no te engañes.
—Prefiero tomarme más tiempo del previsto, señor, y no cometer error alguno. Ya veréis, Kahum es el lugar adecuado. Este rey es un hombre astuto que sabe rodearse de precauciones, y no tiene confianza alguna en la corte de Menfis.
El Anunciador esbozó una extraña sonrisa.
Sí, aquélla era la pista buena. Su organización había trabajado bien.
La tensión se disipó, su anfitrión lo aprovechó para devorar un enorme pastel bañado en zumo de algarrobo. Shab le imitó.
—Supongo que el faraón ha reducido su entorno —dijo el Anunciador.
—Desgraciadamente sí, señor. Según rumores que me parecen creíbles, la Casa del Rey ya sólo comprende un reducido consejo formado por sus fieles.
—¿Conoces sus nombres?
—Circulan demasiados rumores… Se afirma incluso que el rey ha decidido retorcer el cuello a los jefes de provincia que le son hostiles, pero no lo creo. Semejante acción provocaría una guerra civil.
—¿No dispondrás de algún contacto en palacio?
—Señor, es muy delicado y…
—Lo necesito.
—Bueno, bueno… Me encargaré de eso.
—¿Puedo contar contigo, mi fiel amigo?
—¡Oh sí, sin ninguna duda!
—Hasta pronto.
Shab el Retorcido devoró su última golosina. El pastelero de su anfitrión era inigualable, pero éste no le había seducido mucho. Ya lejos de la hermosa morada, tan discreta, se creyó obligado a confiar esas impresiones a su maestro.
—Este hombre no me gusta. ¿Estáis seguros de que no os miente?
—Este rico comerciante es originario de Byblos, el gran puerto del Líbano, y es un mentiroso nato. Su oficio consiste en engañar a sus clientes, haciendo que se acuse a sus competidores, y en obtener el máximo beneficio de las menores transacciones. Pero a mí, y sólo a mí, me dice la verdad. Una vez, una sola vez, intentó engañarme y guarda el recuerdo en su carne. Cuando las zarpas del halcón se hundieron en su pecho para arrancarle el corazón, se arrepintió a tiempo. La gente de Byblos nos será muy útil, mi buen amigo. Gracias a ellos haré que entren en Egipto numerosos partidarios de nuestra causa.
Shab el Retorcido estaba atónito.
El Anunciador manipulaba, pues, varias organizaciones y conocía Menfis como si fuera la palma de su mano.
A pesar del calor, ningún rastro de sudor en su frente. Y cuando Shab vació una jarra de cerveza fresca, el Anunciador no bebió una sola gota y masculló unas fórmulas que el Retorcido no comprendió.