El faraón Sesostris vio como se acercaba el barco del jefe de provincia Sarenput, que iba a proa. Ancho de rostro, con la frente baja, los ojos muy separados, los pómulos salientes, la boca firme y el mentón pronunciado, el dueño del lugar tenía la musculatura de un hombre de acción, implacable y enérgico. De su pecho pendía un amuleto en forma de nudo mágico que colgaba de una cadena de cuentas.
Sin vacilar, subió a bordo del navío real.
—Majestad —declaró con voz irritada—, deploro no haber sido informado oficialmente de vuestra visita. Puesto que os habéis desplazado en persona, supongo que el motivo de este viaje es muy importante. Por eso os invito a seguirme hasta mi palacio, donde conversaremos al abrigo de oídos indiscretos.
El rey asintió.
Sarenput regresó a su embarcación y el cortejo se dirigió al muelle principal de Elefantina.
—Negaos —aconsejó el general Nesmontu—. En tierra será imposible defenderos. Sin duda, es una emboscada.
Sesostris permaneció silencioso hasta que acostaron.
—Que nadie me siga —ordenó el rey al bajar por la pasarela.
Flanqueado por los milicianos de Sarenput, a quienes sacaba más de una cabeza, el monarca fue recibido en el umbral de palacio por los dos perros del jefe de provincia, un macho negro, esbelto, de cabeza fina y largas patas, y una hembra mucho más pequeña, rechoncha, de mamas prominentes.
—Se llama Gacela —dijo Sarenput— y goza de la protección de Buen Compañero. Vela por ella como si fuera su madre.
Buen Compañero se acercó al rey y le lamió la mano. Ya confiada, Gacela se frotó contra la pantorrilla del soberano.
—Es raro que mis dos perros se muestren tan amables con un desconocido —se extrañó Sarenput.
—No soy un desconocido, sino el faraón del Alto y el Bajo Egipto.
Por un breve instante, Sarenput sostuvo la mirada del rey.
—Entrad, majestad.
Precedido por los dos perros, que le mostraron el camino, Sesostris entró en un suntuoso palacio y llegó a la sala de audiencias, con dos columnas pintadas con motivos florales, donde estaba ya Uakha, el jefe de la provincia de la Cobra.
El anciano se levantó y se inclinó.
—No he destruido vuestra flotilla —explicó Sarenput— por la intervención de mi amigo, aquí presente. Está convencido de que queréis evitar un desastre. Me ha rogado, pues, que no me opusiera a vuestro intento de lograr que nazca una buena crecida.
—Ésa es mi intención, Sarenput.
—Permitidme que os sea sincero, majestad: este argumento vale tanto como una fábula. En realidad, estáis aquí para imponer vuestro yugo a mi provincia.
—¿Sólo con veinte barcos ligeros?
Sarenput se quedó desconcertado.
—Es poco, lo acepto, pero…
—Empecemos por lo esencial: Maat, la eterna regla de vida. Ella crea el orden del mundo, el de las estaciones, lo adecuado y la justicia, el buen gobierno, una economía armoniosa. Gracias a Maat, nuestros ritos permiten a las fuerzas divinas seguir en nuestra tierra. Quien quiera respetar a Maat debe seguir el camino de la rectitud de pensamiento, de palabras y de actos. ¿Eres uno de ellos, Sarenput?
—¿Cómo podéis dudarlo, majestad?
—En ese caso, ¿juras por la vida del faraón que eres inocente del crimen cometido contra la acacia de Osiris, en Abydos?
El estupor del jefe de provincia no parecía fingido.
—¿Qué… qué ocurre allí?
—Un maleficio está cayendo sobre este país, la acacia se marchita. De modo que el líquido vital dispensado por Osiris puede faltarnos y condenar a todo el país a la hambruna. Y es aquí, en Elefantina, donde nace la fuente secreta del Nilo. Aquí descansa una de las formas de Osiris. Forzosamente aquí ha sido turbada su paz, para impedir que la crecida derrame sus beneficios.
El razonamiento del monarca trastornó a Sarenput, que, sin embargo, se negó a aceptarlo.
—¡Es imposible, majestad! Nadie se atrevería a entrar en el territorio de Biggeh, ninguna presencia humana es admitida allí. Mis milicianos hacen guardia, su vigilancia no ha sido burlada.
—Estoy convencido de lo contrario, y mi deber es restablecer el circuito de la energía que se ha interrumpido. Dadme libre acceso al islote.
—¡Los guardianes del otro mundo os fulminarían!
—Correré ese riesgo.
Comprendiendo que aquel rey con el físico de un coloso no cedería, Sarenput aceptó partir con él y con Uakha hacia Biggeh. Tras haber rodeado la isla de Sehel, frente a la que se abrían las vastas canteras de granito, el jefe de provincia se detuvo al pie de la primera catarata, un caos rocoso infranqueable en aquella época del año. De allí salía un camino de sirga, protegido por un muro de ladrillo, que unía los embarcaderos situados en los extremos norte y sur de la catarata.
—Nada más eficaz que esta barrera para controlar las mercancías procedentes de Nubia —declaró Sarenput con orgullo—. Las tasas recaudadas por mis aduaneros contribuyen a la riqueza de la región.
Viendo que el soberano estaba demasiado concentrado en su tarea para interesarse por detalles materiales, el voluble notable, algo ofendido, se refugió en el mutismo.
Una embarcación ligera franqueó la corta distancia que separaba la ribera del islote prohibido.
—Majestad, ¿puedo desaconsejaros la aventura por última vez?
—No veo a tus soldados.
—Vigilan el camino de sirga, los puestos de aduana, los…
—Pero no el propio Biggeh.
—¿Quién osaría poner el pie en ese territorio sagrado de Osiris?
—También han atacado la acacia de Abydos.
La embarcación acostó.
Un extraño silencio rodeaba el lugar santo. No se oía ni el canto de un pájaro, ni siquiera un soplo de viento. El rey se introdujo en un dédalo vegetal formado por acacias, azufaifos y tamariscos.
—Si Sesostris consigue ofrecernos la abundante crecida que tan necesaria nos es, me convertiré en su fiel servidor —juró Sarenput.
—Te recordaré tu promesa —dijo Uakha.
Abrigadas por el follaje, trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, tantas como los días del año, estaban dispuestas alrededor de una roca. En el interior había una caverna llamada «La que alberga a su dueño», es decir, Osiris.
En cada mesa de ofrenda reposaba un vaso con leche. Todos los días, el precioso líquido, brotado de las estrellas, era regenerado por las potencias creadoras que actuaban fuera de la vista de los humanos.
Cinco de aquellos vasos, correspondientes a los cinco últimos días del año, dedicados especialmente a Isis y a Osiris, habían sido rotos.
Sesostris comprendía por qué iba a ser catastrófica la crecida. Alguien había violado el lugar sagrado, la energía no circulaba ya.
Buscando un indicio que permitiera identificar al culpable, el rey descubrió un pedazo de lana, materia estrictamente prohibida para los sacerdotes egipcios, que sólo llevaban lino. El que había ido allí ignoraba los usos rituales o le importaban un bledo.
Unos aleteos turbaron la quietud del lugar. Un halcón y un buitre se posaron en lo alto de la roca y contemplaron al intruso.
—Soy vuestro servidor. Ilustradme sobre el camino que debo seguir.
El halcón emprendió el vuelo; el buitre permaneció inmóvil.
—Gracias te sean dadas, madre divina. Lo que debe hacerse se hará.
Sarenput no creía lo que estaba viendo. ¡El faraón seguía vivo!
—Ahora conozco la raíz del mal —declaró Sesostris.
—¿Sois capaz de extirparlo, majestad?
—¿Te atreves a pensar que la diosa ha abandonado al faraón? Mira a lo lejos, Sarenput, y permanece atento a su voz.
Primero, fue sólo un punto luminoso en el horizonte, como un espejismo. Luego, fue creciendo hasta tomar la forma de una barca. Y el frágil esquife avanzó lentamente hacia el islote sagrado.
A bordo, un remero fatigado y una muchacha de incomparable elegancia. Incluso Sarenput, que tenía amantes nubias de sin igual belleza, quedó estupefacto.
¿De qué mundo salía aquella aparición de formas perfectas, de rostro sereno, de mirada tan luminosa que elevaba el alma?
La joven sacerdotisa iba vestida con una larga túnica blanca, sujeta por un cinturón rojo, bordado, de arriba abajo, con galones amarillos, verdes y rojos. Una larga peluca dejaba al descubierto sus orejas. Sus muñecas estaban adornadas con brazaletes de oro y de lapislázuli, mientras que de su cuello pendía un escarabeo de cornalina engastada en oro.
—¿Quién es? —preguntó Sarenput, subyugado.
—Una sacerdotisa de Abydos cuya ayuda me es indispensable —respondió el monarca—. En un ritual destinado a captar los favores de la crecida encarna el viento del sur.
A popa, una arpa portátil, un papiro enrollado y sellado y una estatuilla de Hapi, el genio andrógino del río.
—Preparad las ofrendas —ordenó Sesostris a los dos jefes de provincia antes de desaparecer de nuevo en el laberinto vegetal, acompañado esta vez por la sacerdotisa.
Ante la caverna del Nilo se quedaron inmovilizados. En la roca, el buitre y el halcón los observaban.
—Isis ha encontrado a Osiris —afirmó el faraón—. El último obstáculo se levanta, los frutos de la Persea han llegado a la madurez, los canales pueden ser abiertos y llenarse de la nueva agua. Que las fuentes del Nilo sean generosas, que el halcón proteja la institución real y el buitre sea la madre que vence a la muerte.
La muchacha tocó el arpa de cuatro cuerdas. Entre la caja y la varilla, una pieza de sicomoro tenía la forma del nudo mágico de Isis. Una cabeza de la diosa Maat adornaba la parte superior, velando así para que aquel instrumento, tan difícil de tocar, emitiese una armonía apaciguadora.
—Que el faraón coma el pan de Maat y beba su rocío —cantó ella con voz suave, en un ritmo lento.
En la caverna, el suelo se movió.
De súbito apareció una inmensa serpiente verde que formó un círculo y mordió su cola.
—El ciclo del año pasado ha concluido —dijo el soberano—, da nacimiento al año nuevo. Devorándose a sí misma, el tiempo sirve de soporte a la eternidad. Que la serpiente de las fuentes del Nilo sea la nodriza de las Dos Tierras.
El halcón y el buitre emprendieron el vuelo y trazaron grandes círculos protectores alrededor del monarca y de la sacerdotisa, que rompió el sello del papiro, lo desenrolló y entró en la caverna.
Una vez dentro lo hundió en una jarra de oro. Virgen de cualquier inscripción, el documento se disolvió en pocos instantes.
La muchacha presentó la jarra al rey.
—Bebo las palabras de poder, inscritas en el secreto de la crecida, para que se encarnen por mi voz y derramen su energía.
En presencia de Sarenput, de Uakha, de los notables de la provincia y de una atenta y recogida multitud, Sesostris llevó a cabo la gran ofrenda a la crecida naciente.
Arrojó al río la estatuilla de Hapi, impregnada del poder de los manantiales secretos, un papiro sellado, flores, frutos, panes y pasteles.
En lo alto del cielo, Sothis brillaba. En todos los templos de Egipto se habían encendido lámparas.
No estaba permitida ya la duda: viendo el dinamismo del Nilo, que subía a buen ritmo, la crecida sería abundante.
—Hapi, tú, cuya agua es el reflejo del fluido celestial, sé de nuevo nuestro padre y nuestra madre. Que sólo permanezcan emergiendo las colinas de tierra, como en la primera mañana del mundo, cuando saliste del Nun, el océano de energía, para dar vida a este país.
Gritos de júbilo saludaron esta última declaración de Sesostris, que se puso a la cabeza de la procesión hacia el templo de Elefantina, donde, durante varios días, se pronunciarían las palabras de poder destinadas a fortalecer la crecida.
—Lo ha conseguido —advirtió Sarenput—. Este rey es un verdadero faraón.
—Y tú —recordó Uakha— debes cumplir tu promesa. Como la mía, tu provincia está ahora al servicio de Sesostris.