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Ante la mirada crítica del gran tesorero Senankh, unos especialistas repartían consignas al personal encargado de limpiar los canales y de consolidar los diques con vistas a la próxima crecida. Dada la magnitud de la tarea, algunos campesinos habían sido destinados al trabajo que consistía en llevar a lo alto de los terraplenes los aluviones de tierra, limpiar el fondo de los canales y las albercas y colmar las fisuras. El fuerte calor de junio hacía penoso el trabajo, pero todos conocían su importancia. Debía hacerse todo lo necesario para recoger el máximo de agua, que serviría, hasta la próxima crecida, para irrigar campos y huertos. Algunos equipos hacían reservas de leña para el invierno, otros llenaban jarras con frutos secos, recurso alimenticio indispensable durante los primeros días de la inundación, cuando el Nilo no fuera navegable. Obligados a vivir en autarquía, algunos pueblos debían preocuparse de alimentar a sus habitantes.

Aparentemente, todo iba bien. Pero Senankh aguardaba una información fundamental procedente del sur. Se la entregó un cartero del ejército. De inmediato, el rostro del vividor se descompuso. Cuando se disponía a degustar un buen almuerzo, perdió todo el apetito.

Con paso más despierto que de ordinario se dirigió al ministerio encargado de las obras del faraón, donde su colega Sehotep interrumpió sus consultas para recibirlo sin pérdida de tiempo.

Senankh le comunicó la mala noticia.

—¿Debemos avisar a su majestad o más vale ocultarle la verdad?

—Tienes razón al hacerte esta pregunta —estimó Sehotep—. Si informamos al rey, no permanecerá inactivo y correrá, probablemente, algún tipo de riesgo. Pero todos somos miembros de su consejo y callar sería una falta grave.

—Eso pienso yo también.

Los dos ministros solicitaron, pues, audiencia. Senankh tomó la palabra.

—Varias observaciones lo confirman, majestad: los ciclámenes alargan cada vez más sus raíces para captar el agua. El fenómeno no deja lugar a dudas. La crecida será demasiado débil. Dicho de otro modo, después de tres años flojos que no nos han permitido rehacer nuestras reservas de cereales, nos arriesgamos a la hambruna.

—El desastre no se produce por casualidad —consideró Sesostris—. La acacia de Osiris, en Abydos, se marchita, el dueño de la crecida nos indica así su descontento. Debo dirigirme a Elefantina para venerarlo y restablecer la armonía.

Aquélla era, precisamente, la decisión que temían los dos ministros.

—Majestad —recordó Senankh—, la región no es segura. El jefe de esta provincia es un decidido oponente que dispone de una milicia cuya ferocidad es famosa. Además, para llegar a Elefantina tendréis que atravesar varios parajes hostiles. Sin duda alguna, vuestro barco será atacado.

—¿Crees que desestimo estos peligros? Pero existe otro mucho más grave: el hambre. Sean cuales sean los riesgos debo intentar evitarla.

—En ese caso, majestad —propuso Sehotep—, hay que movilizar el conjunto de nuestras tropas.

—No dejemos desguarnecido, sobre todo, el país de Canaán. Sólo una fuerte presencia militar mantendrá la paz que hemos restablecido. Me limitaré a enviar una flotilla formada por embarcaciones ligeras que esté dispuesto a zarpar lo antes posible.

El general Nesmontu había seleccionado, personalmente, las veinte embarcaciones y sus tripulaciones, pero la expedición lo disgustaba en grado sumo, y no se privó de decírselo al soberano, que lo escuchó con atención.

—Admitamos, majestad, que vuestro nuevo aliado Uakha no sea un hipócrita y que permanezca neutral. No es una razón para olvidar a los otros cinco. Primero, el grupo de los tres: Khnum-Hotep, Djehuty y Ukh. Por mucho que lleve hotep, «la paz» en su nombre, sólo piensan en aumentar sus milicias. Afortunadamente, están tan aferrados a sus privilegios familiares que se revelan incapaces de unirse. Suponiendo que superéis este obstáculo, toparíais con Up-uaut, el jefe de la provincia de Asiut, un verdadero guerrero que no vacilará en lanzarse a una ofensiva mortífera. Si, por milagro, llegamos a la vista de Elefantina, quedará el peor, Sarenput, con sus pandillas armadas llenas de nubios, más feroces que fieras. Espero haber sido claro, majestad.

—Imposible serlo más, general. ¿Están listos mis barcos?

—Pero majestad…

—En toda existencia llega el instante en que un ser humano, sea cual sea su rango, debe demostrar su verdadero valor. Para mí, el momento ha llegado. Y todo el mundo lo siente. O salvo Egipto de la hambruna o no soy digno de gobernarlo.

—Sabéis, sin embargo, que no tenemos la menor oportunidad y que esta expedición acabará en desastre.

—Si el Viento del Norte nos es favorable y los marineros son hábiles, gozaremos de una ventaja no desdeñable: la rapidez.

—He elegido a los mejores. Y el miedo a morir los hará más eficaces aún.

Puesto que órdenes eran órdenes, el viejo general no se hacía ya pregunta alguna. Y, bajo su mando, nadie retrocedía.

Medes sufría unas diarreas que no se debían al calor ni a la alimentación, sino al temor de ver aparecer barcos animados por malas intenciones. Ante la idea de ser atravesado por una flecha o despedazado por una espada, sus intestinos se aflojaban. Y la presencia de Sobek el Protector no lo tranquilizaba. A pesar de su competencia, ¿podría hacer frente a un ataque masivo de los jefes de provincia?

Medes había imaginado de otro modo su primera participación oficial en un viaje real; sin embargo, tenía que poner buena cara y no verter la menor crítica sobre aquella loca aventura en la que perecería la totalidad del gobierno de Egipto.

—¿Algo va mal? —le preguntó Sehotep, el Portador del sello real, con una sonrisa maliciosa.

—No, no, pero este tiempo tan pesado me revuelve el estómago.

—A mi entender no tardará en estallar una tormenta.

—Entonces, tendremos que acostar. Nuestros barcos no son lo bastante robustos como para soportar la cólera del Nilo.

—Sin duda. Bebed un poco de cerveza tibia y comed pan duro, eso calmará vuestros espasmos.

Precisamente cuando la flotilla llegaba a la primera zona peligrosa el cielo se encolerizó. Los relámpagos lo desgarraron, el trueno rugió con insólita violencia.

A bordo del navío real prepararon la maniobra de atraque.

—Prosigamos —ordenó Sesostris.

—Majestad —objetó el general Nesmontu—, sería demasiado arriesgado.

—Es nuestra mejor oportunidad de superar el obstáculo. ¿Acaso los marineros que has elegido no son los mejores?

Atónito, Medes advirtió que el navío de cabeza seguía en mitad del río y afrontaba la tormenta, imitado por los que lo seguían. Casi desvanecido, se refugió en su camarote para no asistir al naufragio.

Furiosas olas hicieron gemir los cascos, los mástiles se doblaron hasta casi romperse, las batayolas fueron arrancadas. Dos marineros cayeron al agua, donde nadie pudo ayudarlos.

El propio Sesostris manejaba el gobernalle. Muy erguido, dotado de un excepcional poder de concentración, afrontó sin desfallecer la cólera de Set.

Cuando la luz atravesó las espesas nubes negras, el Nilo comenzó a apaciguarse y el rey entregó de nuevo la barra al capitán.

—Al querer destruirnos —observó Sesostris—. Set nos ha ayudado. Que se le conceda una ofrenda.

El monarca encendió un brasero en el que hizo arder una figurita de terracota que representaba a un oryx macho atravesado por un cuchillo. En pleno desierto, el sorprendente cuadrúpedo era capaz de resistir los mayores calores. ¿No iba a comunicar al rey un poco de aquella virtud?

—Hemos pasado —comprobó el general Nesmontu—. He aquí que tres jefes de provincia no han podido intervenir.

Aquel optimismo apenas duró.

—Ahora viene Asiut y ese pendenciero de Up-uaut. Preveamos un feroz combate —anunció.

La noche caía cuando la flotilla llegó a la segunda zona peligrosa. Tras varios días de ininterrumpida navegación, los organismos estaban fatigados. Y nadie se habría arriesgado a navegar en la oscuridad, sobre todo en aquel período en que los caprichos del río podían ser tan temibles como los hipopótamos.

—Propongo dos días de reposo para preparar el enfrentamiento —sugirió Nesmontu.

—Proseguimos —decidió Sesostris.

El viejo general se atragantó.

—Si nos iluminamos con el mínimo de antorchas imprescindible, la milicia de Asiut nos descubrirá fácilmente.

—Por eso las antorchas permanecerán apagadas.

—Pero majestad…

—Ya lo sé, Nesmontu. Forzar el destino es la única solución.

A proa del primer navío, Sesostris dio las indicaciones de velocidad y dirección. Aquella noche de luna nueva la tarea resultó especialmente ardua. El faraón no cometió error alguno, ninguna divinidad contrarió su acción y la flotilla se deslizó por un agua tranquila.

Nesmontu estaba muy orgulloso de servir a un hombre del temple de Sesostris. Ciertamente, quedaba por hacer lo más difícil, pero la reputación del monarca no dejaba de crecer entre soldados y marineros.

Mandados por semejante jefe, que se implicaba personalmente en la acción, ¿qué podían temer? Sin embargo, el espectáculo que contemplaban los viajeros los ponía de mal humor. Al acercarse a Elefantina, las riberas estaban agrietadas. Hombres y animales sufrían un calor abrumador, los cultivos abrasados por el sol reclamaban la crecida. Los asnos seguían trabajando, llevando sacos de cereales de una aldea a otra, mientras que los campesinos concluían la trilla. Cada paso, cada gesto exigía nuevos esfuerzos.

—Majestad —advirtió Nesmontu—, hemos sido descubiertos.

El general señaló a un nubio encaramado en lo alto de una palmera que hacía grandes gestos a otro que estaba apostado algo más lejos. De árbol en árbol, el anuncio de la aparición de barcos desconocidos llegaría muy pronto al jefe de provincia Sarenput.

—¿No sería más juicioso ponerse al pairo y mejorar nuestra estrategia?

—Proseguimos.

El viento había cedido, los remeros progresaban con lentitud, el corazón de los soldados palpitaba con fuerza. Enfrentarse a la milicia local, numerosa y bien armada, no sería un placer. Sin un milagro, el combate estaba perdido de antemano.

Tras un período de relativa tranquilidad durante el cual su salud se había restablecido, Medes sentía de nuevo dolorosas contracciones abdominales. La milicia de Sarenput era famosa por su crueldad.

¿Y si la inevitable derrota de Sesostris, inconsciente de la superioridad de su adversario, se transformaba en victoria para Medes? Tendría que saltar al muelle en el momento adecuado, rendirse a los soldados de Sarenput, jurarle obediencia, revelar los secretos de la corte de Menfis y proponer una alianza.

Con los nervios de punta, Sobek se preparaba para defender a su rey hasta sacrificar su propia vida. Antes de poder acercarse a él, el enemigo sufriría tantas pérdidas que tal vez acabara retrocediendo. En cualquier caso, había que creer en ello.

Sehotep parecía tan relajado como un comensal invitado a un banquete tan prestigioso que no debía perdérselo bajo ningún pretexto. Observándolo, ¿quién podía imaginar que el miedo lo corroía?

—Aquí están, majestad —anunció el general Nesmontu con el rostro grave.

El jefe de provincia Sarenput no se había tomado a la ligera la amenaza, puesto que todos sus barcos se desplegaban por el Nilo.

—No creí que tuviera tantos —deploró el viejo general.

—Su provincia es la más vasta del Alto Egipto. ¿No administra Sarenput muy bien sus riquezas? He aquí, de nuevo, un excelente administrador que no ha advertido lo esencial: una buena gestión no basta para mantener el vínculo vital entre el cielo y la tierra que el faraón garantiza.

—Si es necesario, majestad, combatiremos. Pero ¿real mente es preciso que nos dejemos matar?