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Ante Djehuty, arrellanado en su sillón de alto respaldo, sus tres hijas se agitaban impacientes.

—¿Podemos hablarte, por fin? —preguntó la mayor.

—Un momento, estoy acabando de estudiar un expediente.

El jefe de provincia se tomó mucho tiempo antes de enrollar un largo papiro.

—¿Qué os sucede, dulzuras?

—Padre, estamos indignadas y apelamos a nuestro juez supremo.

—¿Estás hablando de la diosa Maat?

—¡No, de ti! Acaban de cometerse en tu territorio unos actos abominables y el culpable no ha sido castigado.

Djehuty pareció impresionado.

—Es muy grave. ¿Qué más sabéis?

La menor intervino con vehemencia.

—El aprendiz de escriba Iker robó licor de dátiles y se emborrachó. ¡Es una actitud indigna e incalificable! Y esta mañana hemos visto al muy cretino entrando, de nuevo, en la escuela del general Sepi, como si nada hubiera pasado. Debes intervenir en seguida, padre, y expulsar a Iker de nuestra provincia.

Djehuty miró a sus hijas con una gravedad teñida de ironía.

—Tranquilizaos, dulzuras, yo aclararé este asunto.

—¿Qué… qué quieres decir?

—Ese infeliz joven fue víctima de un complot, pero la protección del dios Anubis, que apareció con la forma de camaleón, nos permitió comprender que decía la verdad.

—¿Y ha acusado a alguien? —preguntó la mayor, ansiosa.

—No, y es una prueba más de su generosidad. ¿No tendréis, tú y tus hermanas, algunas sospechas?

—¿Nosotras? Pero ¿cómo…? ¡No, claro que no!

—Lo sospechaba. Sabed que considero a Iker como un futuro escriba de gran valor y que no admitiré ningún ataque más contra su persona. Sea cual sea el autor, será severamente castigado. ¿Queda bien entendido, dulzuras?

Las tres hijas de Djehuty inclinaron la cabeza afirmativamente y salieron de la sala de audiencias en el mismo instante en el que entraba un hombrecillo muy delgado llevando una saca de cuero que parecía demasiado pesada para su débil constitución.

—¡Ah, doctor Gua! Os aguardaba desde hace un buen rato.

—Vos sois el jefe de vuestra provincia —repuso el facultativo con su habitual tono afectado—, pero no sois el único a quien debo cuidar. Entre los ataques de reumatismo, las otitis y las úlceras no sé ya a quién atender. Parece que esta mañana se han dado cita todos los enfermos. Mis jóvenes colegas debieran ser algo más competentes y poner más ardor en su trabajo. Bueno… ¿Qué os duele hoy?

—Una digestión difícil y…

—Ya he oído bastante. Coméis demasiado, bebéis demasiado, trabajáis demasiado y no dormís lo bastante. Además, tenéis ya una edad que vos os negáis a aceptar. Frente a tanta obstinación, la medicina es impotente. Es inútil esperar un cambio en vuestras costumbres. Sois el peor de mis pacientes, aunque, de todos modos, estoy obligado a cuidaros.

Cada consulta comenzaba con el mismo discurso. Djehuty se guardaba mucho de interrumpir al doctor Gua, cuyo tratamiento se había mostrado siempre a la altura del diagnóstico.

El doctor sacó de su bolsa un bote que tenía la forma de un personaje, con una rodilla en el suelo, que llevaba en su hombro un cuenco que sujetaba con la mano izquierda. Trazada por la mano del terapeuta, la inscripción decía: «Estoy cansado de soportarlo todo.»

—He aquí una mezcla laxante compuesta de levadura de cerveza, aceite de ricino y algunos ingredientes más que no es necesario que conozcáis. Vuestro estómago os dejará en paz, olvidaréis vuestro tubo digestivo y creeréis que sois un hombre en buen estado de salud. Fatal error, pero ¿qué puedo hacer yo? Pasado mañana volveremos a vernos.

Infatigable hormiga, Gua fue a ocuparse de otro paciente. Y le llegó al general Sepi el turno de aparecer ante el jefe de provincia.

—¿Y vuestra salud, señor?

—Podría ser peor, pero creo que ha llegado el tiempo de la regeneración.

—Mis ritualistas están listos —declaró Sepi—. El agua de Abydos está a vuestra disposición.

—Necesitarás un escriba ayudante: ¿por qué no Iker?

El general se mostraba dubitativo.

—¿No será demasiado pronto?

—¿Es alguna vez demasiado pronto para formar a un ser cuyo camino han trazado los dioses?

—Me habría gustado tener más tiempo para prepararlo, el…

—Si es quien imaginamos —interrumpió Djehuty—, vivir ese rito lo despertará aún más. Si nos hemos equivocado, será sólo un fanfarrón más que se partirá los dientes con sus propias ilusiones.

Sepi habría deseado proteger todavía más a su mejor alumno, pero sólo podía inclinarse.

Iker seguía sin mantener el menor contacto con sus compañeros, que lo envidiaban a causa de sus excelentes resultados. Nadie dudaba de que el extranjero era el alumno más brillante de la clase, con mucha delantera sobre el segundo. No sólo percibía el sentido de arduos textos con una insolente facilidad, sino que realizaba también cualquier ejercicio como si no tuviera dificultad alguna. Y el general Sepi acababa de confiarle la redacción de un decreto referente a las modalidades de la agrimensura tras la retirada de las aguas de la crecida.

Dicho de otro modo, Iker era nombrado escriba de la provincia de la Liebre y no tardaría ya en abandonar la escuela para ocupar su primer cargo.

Tras su desventura, el muchacho interrogaba al cocinero antes de cada comida. Éste, sabiendo que sería considerado responsable de un nuevo incidente, probaba todos los platos.

—Esta noche —advirtió Sepi— cenarás más tarde. ¿Está listo tu material?

—Nunca me abandona.

—Sígueme, pues.

Iker sintió que no debía hacer preguntas. El general se mostraba recogido como un soldado dispuesto a librar un combate de incierto final.

En la orilla oriental del Nilo, en lo alto de una colina, se habían excavado las tumbas de los señores de la provincia de la Liebre. Por un lado, dominaban el río; por el otro, el desierto en el que se hundía una pista que serpenteaba entre dos acantilados.

Iluminada por numerosas antorchas, custodiada por dos soldados, la morada de eternidad preparada para Djehuty era impresionante, con su profundo pórtico aguantado por dos columnas con capiteles de hojas de palmera, su gran cámara rectangular y su pequeña capilla terminal.

Iker se quedó inmóvil en el umbral.

—Te he ordenado que me siguieras —recordó Sepi.

Con un nudo en la garganta y pasos vacilantes, el muchacho penetró en la tumba.

Djehuty estaba de pie ante la capilla del fondo. Vistiendo un simple taparrabos a la antigua, parecía más alto y más ancho que de costumbre.

De pronto, se hizo la penumbra.

Dos ritualistas con unas jarras se colocaron a uno y otro lado del jefe de provincia. La última lámpara encendida era la que llevaba el general Sepi.

—Enuncia esas fórmulas —le pidió a Iker—. Por tu voz se harán realidad.

El joven escriba leyó el papiro de un soberbio tinte dorado.

—Que el agua de la vida purifique al Señor, que reúna sus energías y refresque su corazón.

Los dos ritualistas elevaron las jarras por encima de la cabeza de Djehuty.

Iker esperaba ver salir agua de ellas, pero quedó deslumbrado por unos rayos de luz que envolvieron el cuerpo del anciano.

Obligado a cerrar los ojos, Iker se creyó víctima de una ilusión. No obstante, se obligó a abrirlos de nuevo, a riesgo de quedar cegado.

Una suave claridad revestía en aquel momento a Djehuty, que parecía haber rejuvenecido varios años.

—Deseabas conocer el «Círculo de oro» de Abydos —dijo el general Sepi—; observa cómo actúa.