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Iker no había entablado relación alguna con sus condiscípulos y se consagraba exclusivamente a su trabajo. Por la noche se limitaba a una sopa de lentejas y habas hervidas, sazonada con cebolla, y a un mendrugo de pan frotado con ajo antes de encender varias lámparas alimentadas con aceite de ricino. Poco costoso, utilizado como ungüento por los más pobres, servía, sobre todo, como combustible para la iluminación.

El aprendiz de escriba copiaba los textos clásicos para grabarlos en su memoria, moldear su mano y obtener una escritura tan rápida como legible. Dibujando el pensamiento, lo hacía tan vivo que se ceñía a sus múltiples contornos. Los jeroglíficos eran mucho más que una sucesión de imágenes; en ellos resonaban los actos creadores de las divinidades para dar a cada palabra su plena eficacia.

¿Era posible prolongar la vida y hacerla coloreada escribiendo? A medida que su espíritu asimilaba los signos, que él iba transformándose en ellos y por ellos, Iker estaba cada vez más convencido de ello. Ser un simple escriba confinado a tareas administrativas no le interesaba; quería indagar el misterio de aquel lenguaje, abstracto y concreto a la vez, que había creado la civilización egipcia.

Mediante el duro trabajo, el muchacho evitaba pensar en ella. Pero al final de una frase, su rostro reaparecía y lo arrastraba a una insensata esperanza. Nunca volvería a verla, salvo si su competencia de escriba le abría las puertas de Abydos. Tal vez hubiera otras fiestas u otros ritos y ella los honrara con su presencia.

No, no iba a renunciar. Por ella se lanzaba a la conquista de la gramática, del léxico, de la acertada disposición de los jeroglíficos, que, por su colocación en la madera, el papiro o la piedra, emitían una armonía que sólo conocían los maestros de la escritura.

A menudo, Iker iba a ver a su asno, cómodamente instalado en una yacija que el muchacho cambiaba cada mañana. Provisto de un buen apetito, Viento del Norte engordaba a ojos vista y su herida pronto sería, sólo, un mal recuerdo.

Durante su primer paseo por el campo, el borrico se puso a la cabeza y encontró su camino sin cometer el menor error. En sus ojos había una inmensa alegría.

—Es bueno tener un verdadero amigo —le confió Iker—. A ti puedo decírtelo.

El aprendiz de escriba contó su historia a Viento del Norte sin omitir nada. Las grandes orejas se enderezaron, atentas.

—Me da igual que esta pandilla de escribanillos pretenciosos no me quiera. ¡Eso me da, más bien, fuerzas! Viendo esos cerebros tan imbuidos de sí mismos que ni siquiera respetan a los demás ni los signos sagrados no deseo sino trazar mi propio camino sin tener en cuenta su opinión. Lo que caracteriza a los imbéciles es su esterilidad, que los vuelve envidiosos y celosos. Intentan destruir a quienes no se parecen a ellos. Tú y yo somos hermanos y, unidos, les haremos frente.

El asno lamió la mano de su salvador, que le gratificó con largas caricias antes de regresar a su habitación. Cada noche ponía sobre su vientre el magnífico marfil que le había ofrecido Dama Techat para alejar a los genios malos. Por la mañana, al despertar, lo frotaba con sus dos pequeños amuletos, que representaban un halcón y un babuino, para recargarlos de energía.

—Mañana —anunció el general Sepi a los diez alumnos destinados a ser escribas de élite—, día de descanso.

Como de costumbre, Iker fue el último en salir del aula.

—General, solicito un favor.

—Te autorizo a no barrer el aula durante el día de asueto.

—Permitidme consultar los archivos de la provincia.

—¿No prefieres divertirte o descansar?

—Antes o después tendré que cotejar ese tipo de documentos. Deseo comenzar lo antes posible.

—¿Qué tipo de archivo?

—¡Oh, un poco de todo! No deseo limitarme a una especialidad.

—Te redactaré un salvoconducto.

El muchacho ocultó su excitación.

Provisto de aquella preciosa ganzúa se presentó ante el responsable.

—¿Qué documentos deseas consultar?

—Todo lo que se refiera a los barcos, a las tripulaciones y a las expediciones comerciales.

—¿Desde qué fecha?

—Digamos… desde hace tres años.

El encargado lo llevó a una vasta sala de ladrillo. En los anaqueles se alineaban cuidadosamente papiros y tablillas.

—No tolero desorden alguno. A la menor negligencia pediré a tu profesor que anule la autorización.

—Respetaré el reglamento al pie de la letra —prometió Iker.

Pese a ser tan impaciente se mostró metódico. El número de horas de búsqueda necesarias no lo asustó, muy al contrario. Lo más probable es que, en semejante masa de documentos, descubriera algún indicio.

La provincia de la Liebre poseía numerosos barcos, pero ninguno de ellos se llamaba El rápido. Pasada esta decepción, Iker esperaba que los dos marineros cuyo nombre conocía hubieran pertenecido a otras tripulaciones censadas por la administración. Tampoco halló ni rastro de Cuchillo-afilado ni de Ojo-de-Tortuga.

Por lo que a las diversas expediciones comerciales se refería, ninguna había tenido como destino el país de Punt.

Sólo la buena salud de Viento del Norte, que crecía a ojos vista, y la riqueza de las clases impartidas por el general Sepi evitaban que se entregara al pesimismo.

Cuando salía del aula que acababa de limpiar hasta en sus recodos más amagados, Iker se topó con tres muchachas tan elegantes como burlonas: vestidos ligeros, brazaletes en las muñecas y los tobillos, collares de cuentas, diademas adornadas con flores de aciano… Unas verdaderas princesas, orgullosas de exponer su riqueza.

—¿Eres tú el escriba Iker? —preguntó la mayor con voz melosa.

—Sólo soy un aprendiz.

—Al parecer trabajas demasiado —susurró la más joven, de traviesa mirada.

—Desde mi punto de vista nunca se trabaja demasiado. ¡Hay tantos textos importantes para estudiar!

—¿Y no es algo aburrido, a la larga?

—¡Muy al contrario! Cuanto más te ocupas de los jeroglíficos, más maravillas descubres.

—¿Y nosotras, qué te parecemos?

Iker se ruborizó hasta las orejas.

—Pero… ¿cómo juzgar lo que…? Perdonadme, debo ocuparme de mi asno.

—¿No somos nosotras más seductoras que ese animal? —preguntó la que no había tomado aún la palabra.

—Excusadme, realmente tengo prisa.

Emprendiendo la huida, el muchacho consiguió escapar de aquellas tres gracias que se parecían de un modo sorprendente. Su diferencia de edad debía de ser mínima, y no era fácil distinguirlas a la primera ojeada. Pero su belleza era demasiado artificial, su porte demasiado falso; y el aprendiz sólo tenía un deseo: que dejaran de importunarlo.

Pero aquel deseo no fue satisfecho.

Aquella misma noche la menor llamó a la puerta de su habitación.

—¿Te molesto, Iker?

—No… Bueno, sí… No podéis entrar aquí porque…

—¿Porque hay otra moza ya?

—¡No, claro que no!

—Entonces, déjame que te ofrezca algo que he preparado.

Iba maquillada en exceso: demasiado khol verde en los ojos, demasiado ocre rojo en los labios, demasiado perfume.

Depositó dos platos en el suelo.

—El primero contiene pasteles de fruto de azufaifo —explicó—. Mi sierva los ha machacado para obtener una harina muy fina y yo misma he añadido la miel antes de cocer el pastel al horno. El segundo, un queso de hierbas preparado con la leche de nuestra más hermosa vaca. Supongo que no estás acostumbrado a comer manjares tan delicados. Si eres amable conmigo, nunca te faltará nada.

—No puedo aceptar.

—¿Por qué razón?

—Sois, sin duda, alguien muy importante, y yo, sólo un aprendiz de escriba.

—¿Y por qué no vas a convertirte, tú también, en alguien importante? Mi ayuda te resultará muy eficaz, créeme.

—Prefiero arreglármelas solo.

—Vamos, no seas tozudo. Atrévete a decir que no te gusto…

Iker la miró directamente a los ojos.

—No me gustáis.

—Te gusta correr riesgos, Iker. ¿Realmente ignoras quién soy yo?

—Seáis quien seáis, rechazo vuestra generosidad.

—¿Está ya ocupado tu corazón?

—Eso es cosa mía.

—¡Olvídala! ¿Cómo va a compararse con la hija de Djehuty, el dueño de la provincia de la Liebre? Mis hermanas y yo elegimos a los hombres con quienes gozamos. Tú eres uno de los afortunados.

Lentamente, hizo que uno de los tirantes de su vestido resbalara por su hombro.

—¡Salid de inmediato! —exigió Iker.

—No me humilles o lo pagarás caro.

—Abandonad ese juego malsano y dejadme en paz.

—¿Es tu última palabra?

—Me habéis comprendido perfectamente.

Ella se ajustó de nuevo el tirante mientras lanzaba una colérica mirada al aprendiz de escriba, que recogió los dos platos.

—No olvidéis lo que os pertenece.

—Estás viviendo tus últimas horas en esta provincia, ¡pequeño insolente!

Tras haber alimentado a su asno, Iker había acudido al refectorio. Sólo en la última cucharada de sopa encontró un sabor extraño. Bebió mucha agua para librarse de aquella desagradable impresión y obtuvo el resultado inverso. La propia agua le pareció imbebible.

El aprendiz de escriba quiso hablar con el cocinero, pero había desaparecido.

Y, de pronto, su cabeza comenzó a dar vueltas. Lleno de vértigo, Iker se derrumbó y no consiguió levantarse. Su visión se turbó; sin embargo, descubrió las siluetas de las tres hijas de Djehuty.

La menor se inclinó sobre su víctima.

—Tranquilízate, no morirás envenenado. Te hemos administrado un simple somnífero para que estés a nuestra merced. Ahora, vamos a hacerte beber licor de dátil, mucho licor. Tu ropa y tu piel quedarán impregnadas. El personal del refectorio descubrirá aquí a un escribanillo completamente borracho. Divertido, ¿no?

Iker intentó protestar, pero sus incoherentes palabras se embrollaron.

—Duerme bien, pequeño insolente que se ha atrevido a rechazarme. Cuando despiertes, estaremos vengadas. Y tú lo habrás perdido todo.

—Eres semejante a un gobernalle retorcido —le dijo el general Sepi a Iker—, a una capilla sin su dios, a una casa vacía. A un mono se le enseña la danza, a un perro se le adiestra, se consigue incluso agarrar a un pájaro por las alas, pero… ¿cómo educarte a ti? Tu corazón es agitado; tus oídos, sordos. Tú, un alumno de mi clase, te has emborrachado y has manchado el hábito del escriba.

—He sido víctima de una conspiración —declaró el acusado, cuyo espíritu estaba brumoso aún.

La cólera del general pareció apaciguarse.

—¿Y quiénes fueron los conspiradores?

—Gente que se aprovechó de mi credulidad.

—¡Di sus nombres!

—Soy el único responsable; hubiera debido desconfiar más. Drogaron mi comida y me hicieron beber a la fuerza.

—¿Quiénes?

—Si os lo dijera no me creeríais. Y si me creyerais, nada podríais hacer para castigar a los culpables. Su único objetivo era hacerme perder toda credibilidad ante vuestros ojos. ¿Qué merece un aprendiz de escriba borracho, salvo ser expulsado de vuestra escuela e, incluso, de la provincia que lo había acogido?

—Los hechos son los hechos, Iker. Y tus explicaciones son demasiado embrolladas para resultar creíbles. Si quieres probar tu inocencia, tienes que señalar a tus adversarios y organizar un careo.

—No conduciría a nada, general.

—Entonces, sólo una señal del otro mundo podría modificar mi decisión.

Sepi llamó a los soldados para que acompañaran a Iker hasta la frontera sur de la provincia de la Liebre. El profesor lamentaba separarse así de su mejor alumno, pero la falta era en exceso grave.

—¡Allí, mi general, mirad! —exclamó un militar retrocediendo.

Había hecho su aparición en la estancia un camaleón de vientre blanco, que clavó sus extraños ojos en Sepi. Éste pronunció de inmediato unas palabras de apaciguamiento. Tras una breve vacilación, el animal se retiró.

—El camaleón es una de las manifestaciones de Anubis —le dijo a Iker—. Pareces gozar de notables protecciones.

—¿No… no me expulsáis?

—¿Quién estaría lo bastante loco como para desdeñar la intervención de Anubis?

—¿Creéis, general, que algún día perteneceré al «Círculo de oro» de Abydos?

Sepi quedó inmovilizado. Iker tuvo la sensación de estar contemplando una estatua de ojos inquisidores.

—¿Quién te ha hablado de este «Círculo»?

—¿Es algo más que una simple expresión poética, no es cierto?

—Responde a mi pregunta.

—Un hortelano. Nuestros caminos se cruzaron durante un tiempo.

—Los poetas saben hacernos soñar, muchacho. Pero tú trabajas para convertirte en escriba y encargarte de lo real.