Ocultos en el Delta, a dos días de marcha hacia el noroeste de la ciudad de Imet, Jeta-de-Través y sus alumnos vivían de la caza y de la pesca. Se daban un banquete cada día y su jefe lo aprovechaba para endurecer más aún el entrenamiento. En semejante medio era fácil organizar emboscadas e imaginar defensas. Dos reclutas habían perdido la vida, pero se trataba de un número de bajas bastante satisfactorio. Demostraba que el trabajo estaba dando sus frutos y que los comandos estarían muy pronto listos para actuar.
El objetivo de Jeta-de-Través era convertirse en el jefe de la mejor pandilla de bandoleros que nunca se había visto en la tierra de Egipto. Infligiría tanto sufrimiento a sus enemigos que acabarían pronunciando con espanto su nombre.
—El vigía nos advierte de que llegan intrusos, jefe.
—No es posible… ¡Vamos a divertirnos! Todo el mundo a sus puestos.
Naturalmente, la eventualidad estaba prevista. Y la pandilla de Jeta-de-Través estaba preparada para eliminar a los que molestaban.
—¿Cuántos curiosos?
—Cuatro hombres.
—¡Demasiado fácil! Dos de nosotros se ocuparán de ellos.
Era un día fasto para Shab el Retorcido, pues Jeta-de-través lo reconoció justo antes de lanzar su puñal.
Salió de las cañas como una fiera junto con su acólito.
—¡Salud, camarada! ¿Has hecho buen viaje?
—Me has asustado, imbécil.
—Pero… ¿dónde está el gran patrón?
—Una patrulla de policías del desierto lo detuvo y, probablemente, lo ha llevado a Siquem.
—¿Por qué no los habéis exterminado?
—Eran demasiado numerosos. Y, además, el Anunciador nos ordenó que huyéramos.
—Triste fin para un tipo como él —deploró Jeta-de-Través.
—¿Qué estás diciendo? Iremos a Siquem y lo liberaremos.
—¡Deliras, Retorcido! ¿Crees que los egipcios cometerán el error de dejar sin vigilancia la ciudad? Allí habrá un verdadero regimiento acuartelado.
—¿No están bien formados tus alumnos?
—Para operaciones concretas, no para un choque frontal.
—No atacaremos el cuartel sino la cárcel.
—En primer lugar, estará bien custodiada, y nada prueba que logremos liberar al Anunciador; luego, sin duda, llegaremos demasiado tarde.
—¿Por qué razón?
—Porque habrá sido ejecutado. ¿Crees que el faraón tratará con mucha dulzura al cabecilla de los rebeldes?
Shab hizo una mueca.
—Tu Anunciador está muerto ya. Ir a Siquem equivaldría a un suicidio, Retorcido.
—¿Qué propones, entonces?
—Aceptemos la fatalidad y ocupémonos de nuestro propio porvenir. Con ese equipo actuaremos mucho mejor que los merodeadores de la arena.
—Sin duda, sin duda, pero el Anunciador…
—¡Olvídalo! Ahora está asándose en los hornos del infierno.
—¿Y si le han dado una oportunidad?
—¿Qué oportunidad? —se extrañó Jeta-de-Través.
—La de evadirse. Sabes muy bien que no es un hombre ordinario. Tal vez sus poderes le permitan escapar de sus enemigos.
—¡De todos modos fue detenido!
—¿Y si lo hubiera querido así?
—¿Con qué intención?
—¡La de demostrarnos que nadie puede encarcelarlo!
—Crees que tu Anunciador es un dios.
—Tiene el poder de los demonios del desierto y sabrá utilizarlo.
—Todo eso son palabras… Nosotros estamos libres, vivos y dispuestos a desvalijar a los egipcios.
—Quedémonos aquí hasta la nueva luna —propuso Shab el Retorcido—. Si el Anunciador no ha llegado ese día, partiremos.
—De acuerdo —concedió Jeta-de-Través—. Lo aprovecharemos para comer y beber bien. En las granjas y las villas debe de haber buenas reservas de vino y cerveza. De las mozas nos encargaremos en último lugar.
En una celda con el suelo de tierra batida había una decena de hombres, postrados todos, a excepción del Anunciador. Oculta en un faldón de la túnica de éste, la reina de las turquesas evitaba la mala suerte. De hecho, desde que había sido arrojado a aquella maloliente mazmorra, el porvenir se había aclarado, pues uno de los prisioneros se le parecía como un hermano: casi tan alto como él, con el rostro demacrado y el mismo aspecto, sólo la barba debía crecer algunos días aún. El Anunciador estaba seguro de obtener aquel plazo, puesto que los militares egipcios interrogaban a fondo a los ciudadanos antes de encargarse de los pastores detenidos en las cercanías de la ciudad y reunidos allí.
—No me conocéis —declaró—, pero yo sí que os conozco.
Unas miradas interrogadoras se alzaron hacia él.
—Sois valerosos trabajadores explotados por un ocupante tan cruel que habéis renunciado a luchar. Yo he venido para ayudaros.
—¿Te crees capaz de derribar los muros de esta cárcel? —ironizó el propietario de un rebaño de corderos.
—Lo soy, pero no como imaginas.
—¿Cómo actuarás?
—¿Habéis oído ya hablar del Anunciador?
Sólo un pastor reaccionó.
—¿No será un hechicero aliado con los demonios del desierto?
—En efecto.
—¿Y por qué va a venir a liberarnos?
—No vendrá.
—Entonces estás diciendo tonterías.
—No vendrá porque ya está aquí.
El Anunciador posó la mano en el hombro del tipo alto.
—He aquí a vuestro salvador.
—¿Él? Pero ¡si apenas sabe hablar!
—Hasta ahora no lo habéis reconocido, y ése ha sido vuestro más grave error. En menos de una semana estará listo para vencer al adversario y liberarnos.
Los pastores se encogieron de hombros, y cada uno de ellos se acurrucó en su rincón. El Anunciador comenzó a formar a su sustituto, haciéndole repetir algunas frases sencillas que los habitantes de Siquem habían oído mil veces. Satisfecho de poder escapar al clima opresivo de la cárcel, el bobalicón dio pruebas de buena voluntad.
Acababa de transcurrir una semana.
La puerta de la celda se abrió con estruendo.
—Salid todos, vamos a interrogaros —anunció un policía egipcio.
—Sólo obedecemos al Anunciador —declaró un pastor que había aceptado seguirles el juego.
El policía se atragantó.
—¡Repite eso!
—El Anunciador es nuestro guía. Él y sólo él dicta nuestra conducta.
—¿Y dónde está ese famoso guía?
—Aquí, entre nosotros.
Los prisioneros se apartaron para dejar paso al sustituto, a quien el Anunciador había puesto su turbante y su túnica.
El policía puso el extremo de su garrote en el pecho del extraño personaje.
—¿Tú eres el Anunciador?
—Yo soy.
—¿Y fuiste el que provocó el motín de Siquem?
—Dios me ha elegido para acabar con los opresores del pueblo, y lo llevaré a la victoria.
—¡Ya lo veremos! Te llevaremos ante el general Nesmontu, muchacho.
—Ningún enemigo conseguirá vencerme, pues soy el aliado de los demonios del desierto.
—Atadlo —ordenó el policía a sus colegas.
El verdadero Anunciador se acercó.
—Nosotros somos pastores —murmuró— y nada comprendemos de esa historia.
Nuestros animales nos aguardan. Si no nos ocupamos pronto de ellos lo perderemos todo.
Hijo de campesinos, el policía fue sensible a aquel argumento.
—Bueno, vamos a interrogaros. Luego, veremos.
Siguiendo el plan previsto, los pastores alegaron su total inocencia. Uno tras otro fueron liberados. La policía estaba tan satisfecha por haber descubierto al pez gordo que desdeñaba encargarse de la pequeña pescadilla.
El general Nesmontu miró con suspicacia al hombre enturbantado.
—¿De modo que eres el rebelde que ordenó la matanza de la guarnición egipcia de Siquem?
—Soy el Anunciador. Dios me eligió para vencer a los opresores del pueblo y…
—… Y los llevarás a la victoria, ya sé. Lo has repetido veinte veces. ¿Quién está detrás de ti? ¿Los asiáticos, los libios o sólo los cananeos?
—Dios me eligió para…
El general abofeteó a su prisionero.
—A veces lamento que el faraón prohíba la práctica de la tortura. A pregunta clara, respuesta clara: ¿actúas solo o por encargo de alguien?
—Dios me eligió…
—¡Ya basta! Lleváoslo y que sigan haciéndole preguntas. Cuando tenga demasiada sed, tal vez acabe hablando.
Gracias a las enseñanzas del Anunciador, el bobalicón estaba convencido de poder plantar cara a los egipcios. Ninguno de ellos consiguió arrancarle nada más que las fórmulas cuyo enunciado lo hacía imperturbable.
—Le hemos echado el guante a ese loco criminal —dijo el ayuda de campo del general.
—Considero necesaria una última comprobación: paseadlo por las calles de la ciudad.
Tras sus primeros pasos, la patrulla encargada de la misión creyó que el prisionero era sólo un impostor, pues nadie se manifestaba a su paso.
De pronto, una mujer aulló:
—¡Es él, lo reconozco!
Y un anciano exclamó:
—¡El Anunciador ha regresado!
En pocos instantes, la gente se arremolinó. Los policías disolvieron con dureza la concentración y devolvieron a su prisionero al cuartel.
—No cabe duda alguna, mi general —declaró un oficial—. Ese demente es, en efecto, el Anunciador. Si deseamos evitar disturbios hay que mostrar su cadáver a la población lo antes posible.
—Que tome el veneno —ordenó Nesmontu.
Mientras el general redactaba un largo informe para el faraón, el bobalicón se sumía en la muerte con perfecta inconsciencia. ¿Acaso el Anunciador no le había prometido que sería admitido en un palacio magnífico, poblado por soberbias criaturas, muy acogedoras, que satisfarían todos sus deseos mientras los coperos se encargarían de ofrecerle los mejores vinos?