Preparad vuestro material —ordenó con sequedad el general Sepi.
Iker percibió la extensión de la catástrofe.
Habían sustituido su tablilla por otra, tan desgastada que era casi inutilizable. Sus calamos y sus pinceles habían sido rotos. De sus panes de tinta, duros como guijarros, no podía sacar nada bueno.
El joven se levantó.
—Mi material ha sido deteriorado.
Divertidas y satisfechas, las miradas se dirigieron hacia él.
—¿Conoces al culpable? —preguntó Sepi.
—Lo conozco.
Unos murmullos recorrieron las hileras de los aprendices de escriba.
—Hacer una acusación es un acto grave —recordó el general—. ¿Estás seguro?
—Lo estoy.
—Dinos su nombre, pues.
—El culpable soy yo mismo. Me he mostrado en exceso ingenuo creyendo que nadie se atrevería a cometer un gesto tan despreciable. Mido la extensión de mi estupidez, pero es demasiado tarde.
Con la cabeza gacha y el paso grave, Iker se dirigió hacia la puerta ante los ojos burlones de los vencedores.
—¿Nunca es tarde para corregirse? —preguntó el general—. He aquí una bolsa que contiene el material completo de un escriba profesional. Te la confío, Iker. Si tu vigilancia se relaja una vez más, será inútil que vuelvas a poner los pies aquí.
El aprendiz recibió con veneración aquel inestimable regalo. Buscó en vano una fórmula de agradecimiento para expresar su gratitud.
—Ve a sentarte en tu lugar —exigió el enseñante—, y prepárate con rapidez.
Iker olvidó a sus enemigos y se concentró en los objetos, nuevos y de buena calidad, que el general acababa de ofrecerle. Sin temblar, obtuvo una soberbia tinta negra.
—Escribid estas máximas del sabio Ptah-Hotep —dijo el profesor.
Que tu corazón no sea vanidoso a causa de lo que conoces.
Pide consejo tanto al ignorante como al sabio.
Pues no se alcanzan los límites del arte.
Y no existe artesano que haya adquirido la perfección.
Una palabra perfecta está más escondida que la piedra verde.
Se la encuentra, sin embargo, junto a las siervas que trabajan en la muela[25].
El texto no era fácil, y las posibilidades de hacer faltas numerosas, pero la mano de Iker corría con destreza, se empeñaba en cada palabra sin dejar de tener presente en su espíritu el sentido de la frase completa.
Cuando Sepi calló, Iker no sintió sensación de fatiga alguna. De buena gana habría proseguido mucho tiempo más. El general examinó las tablillas. Todos contuvieron el aliento.
—La mitad de todos vosotros no merece estudiar en mi clase. Proseguirán su aprendizaje con diferentes maestros. Los demás tienen que progresar mucho aún, y ciertamente no me quedaré con todos. Sólo un alumno ha cometido dos faltas: Iker. Será, pues, responsable del buen aspecto de este local, limpiándolo cada día. Le entrego la llave.
A los demás aprendices no les disgustó la decisión: ¿no era acaso una humillación infligida al extranjero? Ellos nunca se habrían rebajado a las tareas domésticas. Pero a Iker la función le pareció un honor y no un castigo. Se sintió también feliz cuando le encargaron el inventario de las tablillas, al que se consagró con su ardor habitual.
¡Qué placer estar en contacto con aquellos soportes de la escritura! Los clasificó por materiales, atribuyéndoles un número: tablillas de arcilla pura que exigían una punta dura; tablillas de sicomoro y azufaifo, de forma rectangular, constituidas por varias piezas ensambladas por vástagos; tablillas de calcáreo cuya superficie se aplanaba cuidadosamente.
No ver a ninguno de sus condiscípulos durante todo el día era realmente una suerte. Esperaba que el general Sepi, muy alejado de la idea que Iker se hacía de un militar, siguiera imponiéndole el máximo de trabajo para que esta situación perdurara.
La noche había caído cuando Iker salió del almacén para dirigirse al refectorio, donde cenó calabacines gratinados y queso fresco. Las Máximas de Ptah-Hotep se habían grabado tan profundamente en su espíritu que no dejaban de hechizarlo, como una música encantadora.
Un rayo de luz brotaba bajo la puerta de su habitación.
Sin embargo, no había dejado la lámpara encendida. Preocupado, empujó lentamente la puerta y descubrió el saqueo.
La estera desgarrada, el taparrabos hecho jirones, el arcón para la ropa destrozado, el material de aseo despedazado, las sandalias rotas, los muros manchados de pintura… Asqueado, casi llorando, ¿cómo conseguiría el joven procurarse el mínimo vital?
Puesto que debía permanecer allí, se durmió, hecho polvo.
Cuando despertó, de mal humor, Iker se preguntó si serviría de algo perseverar en aquel clima de odio en el que los golpes bajos podían multiplicarse. ¿Qué inventarían, aún, sus condiscípulos para desalentarlo? Solo contra todos era una posición demasiado incómoda para aguantarla mucho tiempo.
El aprendiz de escriba barrería el aula antes de la clase y luego presentaría su dimisión al general Sepi. Ante la puerta había un paquete.
«Un acto de malevolencia más», pensó Iker, que dudó antes de desatarlo.
Al hacerlo, halló dos camisas y dos taparrabos nuevos, un par de sandalias, productos de higiene, una estera fuerte… ¡Ganaba con el cambio! ¿Habría sentido remordimientos alguno de sus enemigos? ¿O acaso gozaba de la ayuda de un protector que permanecía en la sombra?
Un Iker elegante recibió a su profesor en un aula limpia como el papiro virgen.
Sus camaradas quedaron pasmados: ¿cómo se las había arreglado para obtener aquella ropa? Por su tranquilo rostro podía jurarse incluso que no había sufrido daño alguno.
—He aquí otras Máximas de Ptah-Hotep —dijo el general Sepi—. De esta escuela tendrán que salir muy pronto varios papiros con la versión completa de esa obra fundamental:
Cuando la escucha es buena, la palabra es buena.
El que escucha es dueño de lo beneficioso.
Escuchar es beneficioso para quien escucha.
Escuchar es mejor que cualquier cosa.
(Así) nace el amor perfecto[26].
De pronto, Iker tuvo la sensación de no estar ya copiando sino escribiendo. No se limitaba a transmitir frases pronunciadas, ya participaba en su significado. Con la forma de sus grafías, con la especificidad de su dibujo, daba al pensamiento del sabio un color desconocido aún. Era un acto ínfimo, ciertamente; sin embargo, por primera vez, el aprendiz sentía el poder de la escritura.
Terminada la clase, Iker barrió el local. Al salir se topó con el grupo de sus compañeros, alentados por el morenito de ojos agresivos.
—Renunciad a preparar otra jugarreta —les recomendó Iker con voz pausada—. Esta vez no permaneceré pasivo.
—¿Crees que nos das miedo? Somos diez y tú estás solo.
—Detesto la violencia. Pero si persistís en vuestras intenciones destructoras me veré obligado a daros un correctivo.
—¡Pruébalo!
Furioso, el morenito intentó golpear a Iker con su puño cerrado.
Sin comprender lo que le ocurría fue lanzado por los aires y cayó pesadamente de espaldas. Al acudir en su ayuda, su fiel lugarteniente sufrió la misma suerte. Y cuando un tercero, el más fortachón de la pandilla, se les unió en la humillación, los demás retrocedieron.
Por la mirada que Iker les lanzó comprendieron que podía ser mucho más violento.
—¡Sin duda has seguido una formación militar! —exclamó un flacucho—. Este tipo es capaz de rompernos los huesos. Dejémosle en paz antes de que se enfade de verdad.
Ni siquiera el morenito insistió.
Mientras el lamentable grupo se alejaba, Iker le dio las gracias a su suerte. Si se les hubiera ocurrido atacarlo juntos lo habrían derribado. Y agradeció también al jefe de provincia Khnum-Hotep haberlo obligado a convertirse en un pasable guerrero.
Camino del refectorio, el aprendiz contempló el vuelo de un ibis, tan majestuoso que se detuvo para admirarlo.
El pájaro de Tot comenzó a describir grandes círculos por encima de Iker, como si quisiera hacerle comprender que se dirigía a él. Luego voló hacia el Nilo, regresó hacia el muchacho y tomó de nuevo la dirección del río.
Iker lo siguió. El ibis efectuó varias veces las mismas idas y venidas. Beneficiándose de su experiencia en la carrera de fondo, el aprendiz de escriba recorrió en un tiempo récord la distancia que lo separaba del Nilo. El pájaro lo aguardaba sobre una espesura de papiros. Se inclinó unos instantes en lo alto de las umbelas, picoteándolas con su agudo pico, y luego se lanzó hacia el cielo.
No cabía duda, el mensajero del dios de los escribas lo había llevado a aquel lugar desierto para que hiciera un descubrimiento.
Aventurarse en aquella maraña vegetal no dejaba de ser peligroso. Un cocodrilo o una serpiente podían ocultarse allí. De modo que el explorador golpeó el suelo con el pie antes de apartar las cañas y de introducirse entre los papiros.
Unos gemidos lo inmovilizaron.
¡Había un bebé en aquella espesura! Olvidando los riesgos, Iker avanzó tan de prisa como fue posible y dio con… ¡un asnecillo! Un borrico herido en una pata, encogido sobre sí mismo a la espera de la muerte.
Lentamente, para no asustarlo, Iker lo liberó de la ganga que lo mantenía prisionero. Al infeliz sólo le quedaba la piel y los huesos, sus costillas sobresalían.
—Te tomaré en mis brazos —le anunció Iker— y te cuidaré.
Con los grandes ojos marrones llenos de terror, estaba claro que el asnecillo no guardaba un buen recuerdo de sus primeros contactos con la especie humana.
Para calmarlo, Iker se sentó a su lado e hizo un primer intento de caricia. El asnecillo tembló de miedo, convencido de que iban a golpearlo de nuevo. El contacto de una mano dulce y afectuosa lo sorprendió y lo apaciguó. Poco a poco, el joven escriba se ganó su confianza.
—Hay que salir de aquí y alimentarte.
El asno no pesaba demasiado. Iker temía una reacción violenta; sin embargo, por el contrario, su protegido se abandonó, sintiéndose seguro por fin.
Bruscamente, cuando su salvador tomaba el camino que llevaba a los campos de cultivo, el asno se agitó y gimió. No era difícil adivinar la razón de su temor: un campesino armado con una horca se acercaba a ellos a grandes zancadas.
—Arroja ese monstruo al pantano para que sea devorado por los cocodrilos —gritó.
—¿Dónde ves un monstruo? Sólo es un borrico herido y hambriento.
—¡No lo has mirado bien!
—Creo que sí, y he comprobado que había sido maltratado. Si eres el culpable de eso, serás condenado.
—¿Culpable de haberme librado de una criatura maléfica? ¡Más bien me felicitarán!
—¿Por qué lo acusas así?
—Te lo enseñaré.
—No, no te acerques.
—¡Mira en su nuca! ¡Mira la marca!
Iker advirtió la presencia de algunos pelos rojizos.
—¡Esta bestia es una criatura de Set, traerá desgracia!
—El ibis de Tot me ha llevado al lugar donde tú habías abandonado al borrico tras haberlo golpeado. ¿Crees que el dios de los escribas es incapaz de discernir el mal?
—Pero la mancha… ¡Los pelirrojos son criaturas de Set!
—Tal vez ésta posea su fuerza, tras haber sido purificado por el ibis de Tot.
—¿Y tú quién eres?
—Un aprendiz de escriba de la clase del general Sepi.
El tono del campesino cambió.
—Bueno, tal vez podamos arreglarnos. Este borrico es de mi propiedad, pero te lo doy a condición de que no me denuncies.
—Pides mucho.
—Escúchame, he creído actuar bien y, sin duda, un tribunal me absolvería. ¿Cómo podía yo prever la intervención de Tot?
—Trato hecho, amigo.
Feliz de salir tan bien librado, el campesino se largó. Casi de inmediato, el asno se relajó de nuevo.
Cuando la suave brisa procedente del norte comenzó a soplar, el borrico olisqueó el aire con interés. Finalmente, apareció en sus ojos la curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Con la mirada llena de un infinito amor hacia su salvador despertaba a la vida.
—Tu nombre es evidente —estimó Iker—. Te llamarás Viento del Norte.