33

Esperando la cólera de Khnum-Hotep, Dama Techat dejó pasar la tormenta.

—¿Por qué habéis autorizado que partiera el muchacho?

—¿Tenía algo de particular, señor?

—Lo habíamos convertido en un excelente miliciano, y necesito buenos soldados para preservar mi independencia.

—Sin duda, pero Iker quería ser escriba.

—¡Los escribas no combatirán contra los soldados de Sesostris!

—No habría obtenido la victoria por sí solo.

Malhumorado, Khnum-Hotep se cruzó de brazos.

—Repito mi pregunta: ¿por qué lo habéis autorizado a partir?

—Porque me parecía especialmente bien dotado para su futuro oficio, y la provincia del Oryx no podía asegurarle la formación adecuada. La del dios Tot, en cambio, le ofrecerá lo que desea. ¿Acaso no fuisteis vos mismo, señor, quien le dijisteis que no necesitabais nuevos escribas?

—Tal vez, tal vez… Pero yo tomo las decisiones, ¡y nadie más!

Dama Techat sonrió.

—Si no me encargara yo del personal sin importancia, señor, estaríais sobrecargado de trabajo. Y sabéis, como yo, que Iker debía cumplir su destino.

—¿Y vos sabíais que ese destino pasaba por la provincia de la Liebre?

—Simple intuición.

—El muchacho es extraño. Parece decidido hasta el punto de que nada puede desviarlo de su objetivo. Me habría gustado conocerlo mejor.

—Tal vez volvamos a verlo.

Tras haber compartido un abundante desayuno mientras Iker se mantenía aparte, los aprendices de escriba se habían dirigido al aula, donde se habían sentado en esteras.

Cuando el profesor entró, Iker quedó a la vez decepcionado y ofendido: ¡el general Sepi! De modo que el jefe de la provincia de la Liebre lo había engañado mandándolo a un cuartel donde se formaban los milicianos.

El muchacho se levantó.

—Perdonadme, no tengo nada que hacer aquí.

—¿No deseas, acaso, convertirte en escriba? —preguntó Sepi.

—Ésa es, en efecto, mi intención.

—Siéntate entonces.

—Pero vos sois general y…

—… Y responsable de la principal escuela de escribas de la provincia de la Liebre. O me obedeces al pie de la letra o vas a probar suerte en otra parte. Quienes trabajan bajo mi dirección deben ser rigurosos y disciplinados. Exijo puntualidad y un aspecto impecable. A la menor negligencia, los excluyo. Comencemos rindiendo homenaje a nuestro divino dueño, Tot, y al ancestro de todos los escribas, el sabio Imhotep.

Sepi colgó una plomada de la viga principal del local.

—Miradlo con atención, aprendices, pues es el símbolo de Tot, inmutable en el corazón de la balanza. Rechaza el mal, pesa las palabras, ofrece la paz al conocedor y hace brotar lo que había sido olvidado.

De un cesto de papiros forrado de tela, el general Sepi sacó el material que utilizaban los escribas: una paleta de sicomoro, un estuche cilíndrico lleno de calamos y pinceles, una bolsa con papiros, otra con pigmentos, una pequeña herramienta en forma de mazo que servía para pulir, un alisador indispensable para las correcciones sobre papiro, cubiletes de tinta, panes de color rojo y negro, tablillas de madera y un rascador.

—¿Cómo se llama la paleta?

—«Ver y Entender»[22] —respondió un aprendiz.

—Eso es —asintió Sepi—. No olvidéis que la paleta es una de las encarnaciones de Tot. Sólo él os permitirá conocer las palabras de Dios[23] y desvelar su significado. Gracias a su paleta se inscriben la duración de la vida de Ra, la luz divina y la realeza de Horus, protector del faraón. Manejar la paleta es un acto grave y sagrado. Debe ser, pues, precedido de un rito.

El general depositó en el suelo una estatuilla de babuino sentado, con ojos profundos y meditabundos. Encarnación de Tot, inspiraba al escriba recogido. Luego, el profesor llenó de agua un cubilete.

—Para ti, señor de la lengua sagrada, derramo la energía que animará la mano y el espíritu. He aquí el agua del tintero para tu ka, Imhotep.

Tras un largo instante de silencio, el profesor rectificó la posición de varios aprendices, considerándola demasiado blanda o demasiado rígida. Luego les ofreció calamos y pinceles, finamente tallados, de veinticinco centímetros de longitud.

—¿Alguno de vosotros conoce el mejor material para fabricarlos?

—Junco que haya crecido en una marisma salobre —respondió un alumno.

—¿No sería preferible el bupleuro?[24] —sugirió Iker.

—¿Por qué razón? —interrogó Sepi.

—Porque es una planta resistente y aleja los insectos.

—No escribiréis en seguida sobre papiro —prosiguió Sepi—, sino sobre tablillas de madera cubiertas por una fina capa de yeso endurecido. Podréis borrar vuestros errores y limpiar fácilmente la superficie. Cuando la capa quede destruida, pondréis una nueva. Vuestros principales enemigos son la pereza, el abandono y la indisciplina. Os harán estúpidos y os impedirán progresar. Sabed escuchar los consejos de quienes saben más que vosotros y trabajad cada día con ardor. Si no estáis dispuestos a ello, abandonad de inmediato esta escuela.

Asustados por la severidad del instructor, dos aprendices salieron.

—Tot separó las lenguas —prosiguió Sepi—. Distinguiendo las palabras pronunciadas de una región a otra, puso al revés los pensamientos de los humanos que se apartaron de la verdad y del buen camino. Durante la edad de oro vivían los dioses que hablaban la misma lengua; hoy se enfrentan los humanos separados de lo divino y no se comprenden. Pero Tot nos transmitió también las palabras de poder que aprenderéis a descifrar y a inscribir en la madera, el cuero, el papiro y la piedra.

Debéis así respetar una regla fundamental: no pongáis una palabra en lugar de otra, no confundáis una cosa con otra. Aquí se os enseñará la escritura de la Casa de Vida, formada por signos que son otros tantos elementos de conocimiento, símbolos cargados de magia y de misterio.

»De la escritura justa depende el fulgor del espíritu. Si creéis que los jeroglíficos son sólo dibujos y sonidos, nunca comprenderéis. En verdad, contienen la naturaleza secreta de los seres y las cosas, las esencias más sutiles. El lenguaje sagrado es una fuerza cósmica, él creó el mundo. Sólo el faraón, el primero de los escribas, es capaz de dominarlo. Por eso su nombre, per-aa, significa «el gran templo». Los jeroglíficos no necesitan a los hombres, actúan por sí mismos. Deberéis, pues, ser respetuosos con los textos que descubráis o transmitáis, pues son mucho más importantes que vuestra pequeña persona.

Iker se sentía fascinado. Había presentido todo aquello; pero el general Sepi lo formulaba con tal precisión que varias puertas se abrían a múltiples caminos.

—No os convertiréis en escribas por vuestra propia gloria —precisó el enseñante—, sino para prolongar la obra de Tot. Él calculó el cielo, contó las estrellas, estableció el tiempo, los años, las estaciones y los meses. El soplo de vida reside en su puño, su codo es el fundamento de cualquier medida. Él, que no es víctima del desorden ni de la irregularidad, establece el plano de los templos. La ciencia de Tot no consiste en especular en vano, pues demasiada técnica y saber perjudican. Por sus palabras aprenderéis a construir un edificio y a repartir con justicia los alimentos o a estimar la superficie de un campo. Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, y Tot, el dos veces grande, os enseñará a no disociar el cielo de la tierra.

—Nos bastará, pues, con copiar fórmulas ya concluidas —protestó un aprendiz—. ¿O eso supone reconocer nuestra debilidad?

—Si quieres ser fuerte —respondió Sepi—, sé un artesano en palabras. El verdadero poder es la formulación, ya que las palabras bien empleadas son más eficaces que cualquier arma. Algunos escribas son sólo copistas, en efecto, pero no son por ello despreciables. Otros, muy escasos, penetran en la esfera de la creación.

—¿Qué cualidades se exige de ellos? —preguntó Iker.

—La escucha, el entendimiento y el dominio de los fuegos. Tú y tus camaradas estáis muy lejos de eso aún. Tomad vuestras tablillas y vuestros calamos. Voy a dictaros el Libro de Kemit, y corregiremos vuestros errores. ¿Qué significa ese término?

Kemit es una palabra formada con la raíz kem —afirmó Iker—, y significa «la tierra negra»; dicho de otro modo, la tierra de Egipto fertilizada por el limo, o «lo que está concluido, completo».

—Ambos sentidos deben tomarse en cuenta —añadió Sepi—. Este libro contiene, en efecto, una enseñanza completa para los aprendices de escriba y tiene por objeto hacer fértiles sus espíritus. Preparad vuestro material de escritura.

Iker llenó con agua dos conchas donde diluyó sus panes de tinta.

El profesor dictó los capítulos del Libro de Kemit.

El comienzo deseaba vida, coherencia y florecimiento eternos al Señor. Luego, trataba de la necesaria «justicia de voz» ante las divinidades y las almas de Heliópolis, la ciudad santa de Ra. A Montu, el dios toro de la provincia tebana, se le pedía su fuerza y su ayuda; a Ptah, la alegría y vivir muchos años.

«Que los escritos te hagan feliz», era el deseo que se formulaba para el escriba, a condición de que escuchara al maestro, respetara a sus mayores, no fuera charlatán, eligiera con precisión en todas las cosas y leyera los textos útiles, es decir, los que contenían luz.

Una frase hizo dar un respingo a Iker y estuvo a punto de perder el ritmo del dictado: «Que el buen escriba sea salvado por el perfume de Punt.»

Al cabo de dos horas de esfuerzos y atención, los aprendices estaban cansados. Algunos tenían calambres, a otros les dolía la espalda.

El general Sepi pasó lentamente por las filas.

—Es lamentable —concluyó—. Ninguno de vosotros ha conseguido escribir correctamente la totalidad de mis palabras. Vuestra cabeza vacila, vuestros dedos son inseguros. Mañana por la mañana volveremos a empezar. Quienes hayan cometido demasiadas faltas serán transferidos a otra escuela.

Iker guardó lentamente sus cosas. Cuando el aula estuvo vacía, el alumno se acercó al profesor.

—¿Puedo hacer una pregunta?

—Una sola, tengo prisa.

—Este libro habla del «perfume de Punt». Es un país imaginario, ¿no es cierto?

—¿Qué te parece a ti?

—¿Por qué un futuro escriba va a copiar ensoñaciones? ¿Y por qué el perfume de un país imaginario va a salvarlo?

—Te he dicho que una sola pregunta, Iker. Reúnete con tus camaradas.

Su recibimiento nada tuvo de cálido. Todos eran nativos de la provincia de la Liebre, y la presencia de aquel extranjero en la clase del general Sepi, de tan difícil acceso, irritaba a más de uno.

Un moreno bajo y de ojos agresivos abrió las hostilidades.

—¿De dónde sales tú?

—Estoy aquí y eso es lo esencial —respondió Iker.

—¿Quién te ha recomendado?

—¿Qué importa eso? A cada cual le corresponde de mostrar su capacidad. Frente a la prueba, estamos solos.

—Puesto que lo tomas así estarás más solo aún que los demás.

El grupo de los aprendices se alejó del intruso lanzándole miradas coléricas. De buena gana lo habrían apaleado para darle una buena lección, pero el general Sepi los habría castigado severamente.

Iker almorzó aparte, mientras releía su copia del Libro de Kemit. La palabra «Punt» no dejaba de obsesionarlo. Efectivamente, a causa de aquel misterioso país había estado a punto de morir.