Dama Techat había ofrecido a Iker el coste del viaje en barco hasta Khemenu, «la Ciudad del Ocho»[20], capital de la provincia de la Liebre. Mientras contemplaba el río cuya majestad le fascinaba sintió gravitar sobre él una insistente mirada.
Volviéndose, descubrió a un hombre de gran talla, más bien flaco, con ojos autoritarios.
—¿Te detienes en Khemenu o sigues hacia el sur? —le preguntó con voz seca.
—¿Por qué voy a responderos?
—Porque estás en mi territorio.
—¿Sois acaso el jefe de esta provincia?
—Soy su brazo derecho, el general Sepi, y velo porque se respeten las leyes. Cualquier extranjero en situación irregular es expulsado inmediatamente. O desvelas tus intenciones o te largas.
—Mi nombre es Iker, vengo de la provincia del Oryx con una recomendación de Dama Techat y pienso solicitar autorización para proseguir entre vosotros mis estudios de escriba.
—Dama Techat… ¿No ha fallecido?
—¡Está muy viva, os lo aseguro!
—Descríbemela.
Iker lo hizo. El rostro del general Sepi siguió hosco.
—Muéstrame esa recomendación.
—¡Está dirigida a Djehuty y a nadie más!
—Te muestras muy reticente, muchacho. ¿Tienes acaso algo que reprocharme?
—He aprendido a desconfiar de los desconocidos. ¿Qué me demuestra que sois realmente un general?
—Reticente y desconfiado… Son, más bien, cualidades.
El barco atracaba. Una veintena de soldados filtraban a los viajeros, sometidos a un largo interrogatorio. Un oficial se dirigió hacia Sepi y lo saludó.
—Me complace volver a veros, mi general. No me atrevo a preguntaros si…
—Mi madre ha muerto. Tuve la suerte de estar a su lado en sus últimos momentos y de dirigir sus funerales. Era una mujer recta, sé que el juicio de Osiris le será favorable.
Iker no se atrevía a alejarse.
—¿El muchacho va con vos, mi general?
—Lo llevo a la capital. Pon tus cosas en un asno, Iker.
El aprendiz de escriba obedeció. El animal no iría sobrecargado.
El general Sepi caminaba de prisa.
—Si eres originario de la provincia del Oryx, ¿por qué la abandonas?
—El señor Khnum-Hotep no necesita nuevos escribas. Y yo nací en Medamud.
—En Medamud, ¿de verdad?
—De verdad.
—¿Y por qué te alejaste de tu familia?
—Soy huérfano. El viejo escriba que me enseñó los rudimentos del oficio murió.
—Y probaste suerte en la provincia del Oryx… ¿Por qué razón?
—Por casualidad.
—Casualidad —repitió el general, escéptico—. ¿No estarás buscando a alguien, por casualidad?
—Sólo vengo para convertirme en un buen escriba.
—Me pareces tan decidido que debe de alentarte un ardor de naturaleza muy especial. Comprendo que no me digas de momento la verdad, pero si deseas hacer carrera en esta provincia tendrás que explicarte.
—¿Cuándo podré ver a Djehuty?
—Le hablaré de ti, y él decidirá. ¿Eres capaz de tener paciencia, Iker?
—Sólo cuando es necesario.
Jefe de la prestigiosa provincia de la Liebre, Djehuty[21] había olvidado su edad.
Superior de los misterios de Tot, sacerdote de la diosa Maat, pertenecía a una antiquísima familia cuyos orígenes se remontaban al tiempo de las pirámides. Tras haber conocido los reinados de los faraones Amenemhat II y Sesostris II tenía que soportar ahora el de Sesostris, tercero de su nombre, de quien sus consejeros y sus informadores le hablaban muy mal. ¿Por qué no permanecía el monarca encerrado en su palacio de Menfis, donde los cortesanos no dejaban de halagarlo? Si realmente se estaba forjando el proyecto de suprimir las prerrogativas de los jefes de provincia, la guerra civil sería inevitable. Pero ¿qué les reprochaba el rey a administradores tan concienzudos como Khnum-Hotep o él mismo? Sus dominios estaban bien administrados, sus rebaños eran numerosos y sanos, sus talleres prósperos. Ciertamente, disponían de milicias bien equipadas, pero el magro ejército del faraón no era capaz de garantizar la seguridad de las provincias.
No había que cambiar nada, eso era todo. Y Djehuty tenía la autoridad suficiente para convencer a sus colegas. Uno de sus pequeños placeres consistía en cambiar cada día de silla de mano para sus numerosos desplazamientos. Tenía tres, vastas y confortables, provistas de un parasol, en las que podía casi tenderse. Varios equipos de ocho hombres trabajaban alternándose, cantando de buena gana el antiguo estribillo: «Los porteadores están contentos cuando la silla va llena. Cuando el dueño está presente, la muerte se aleja, la vida queda renovada por Sokaris, el regente de las profundidades, y los difuntos resucitan.»
Con la cabeza afeitada, Djehuty presumía de no llevar peluca, lo que no le impedía ser un coqueto. Vestía una elegante capa cuidadosamente tejida y un largo taparrabos que le cubría las piernas. Seguir cuidándose retrasaba el envejecimiento.
Tras haber escuchado los informes positivos de sus aparceros, el notable había decidido concederse un paseo por el campo. Pero al salir de su palacio descubrió a su amigo de siempre, el general Sepi.
Una simple mirada le bastó para comprender que éste estaba viviendo una dolorosa prueba.
—Nadie puede compartir tu pesadumbre. Sé que no esperas de mí palabras de consuelo. Si deseas reposar antes de hacer tu informe…
—A pesar de la muerte de mi madre llevé a cabo mi misión. Las noticias no son muy alentadoras.
—¿Ha decidido Sesostris intentar la prueba de fuerza?
—Lo ignoro, pues mis contactos en la corte han enmudecido de pronto.
—Dicho de otro modo: el faraón ha vuelto a coger las riendas de los asuntos públicos. Mala señal, muy mala señal… ¿Qué más?
—La ciudad de Siquem se rebeló, su población acabó con la guarnición egipcia.
—¿Y reaccionó el rey?
—Del modo más brutal: ordenó al general Nesmontu que lanzara un ataque masivo. Siquem está de nuevo bajo control egipcio.
Así pues, el monarca no vacilaba en utilizar la fuerza. Era un mensaje claro para los jefes de provincia que se negaran a obedecerlo. Djehuty volvió la espalda a la silla de mano.
—Ven, vayamos a beber vino en mi pérgola. ¿Has dicho Siquem?, ¿la Siquem con la que mantenemos relaciones comerciales, no es cierto?
Sepi asintió con un movimiento de cabeza.
—Belicoso como es, este rey me acusará de ser el cómplice de los rebeldes. Pon de inmediato nuestra milicia en estado de alerta.
—Egipcios muertos por otros egipcios… ¡Qué desastre en perspectiva!
—Lo sé, Sepi, pero Sesostris no nos deja otra opción. Escribe a Khnum-Hotep y a los demás jefes de provincia diciéndoles que el conflicto es inminente.
—Creerán que intentáis manipularlos para obtener una alianza que ellos no desean en modo alguno.
—Tienes razón. No escribas entonces, ¡y que cada cual se las arregle solo!
El vino era excelente, pero Djehuty lo encontró mediocre.
—Un extranjero desea veros —dijo el general.
—Espero que no sea un cananeo de Siquem.
—No, es un joven que viene de la provincia del Oryx con una carta de recomendación de Dama Techat.
—¡No es lo que acostumbra! Por lo general, sólo se recomienda a sí misma.
Despídelo, no acepto visitas hoy.
—Me permito insistir.
Djehuty quedó intrigado.
—¿Qué tiene de excepcional tu protegido?
—Me gustaría que lo comprobarais vos mismo.
El general no era un fantasioso y nunca solicitaba prebendas.
—Trae a ese muchacho.
En cuanto vio a Iker, Djehuty comprendió el interés que por él sentía Sepi. Pese a su modesta apariencia, en el joven visitante ardía un fuego tan violento que la propia crecida del río no bastaría para apagarlo.
La carta de recomendación de Dama Techat se deshacía en elogios.
—En las actuales circunstancias —declaró Djehuty— necesito más milicianos que escribas.
—Pero yo, señor, he venido para ser escriba. ¿Dónde aprender mejor ese oficio que en la provincia de Tot?
—¿Por qué esta ambición?
—Porque estoy convencido de que el secreto de la vida se oculta en las fórmulas del conocimiento. Ahora bien, sólo la profunda práctica de los jeroglíficos me permitirá acceder a ellas.
—¿No serás muy pretencioso?
—Estoy dispuesto a trabajar día y noche.
—Demuéstralo comenzando sin tardanza. Mi intendente se encargará de ti, te alojarás en el barrio de los aprendices de escriba. Intenta no llamar la atención, me horrorizan los revoltosos. Si no satisfaces a tu profesor, serás expulsado de mi territorio.
Iker se retiró.
—Tozudo, valeroso, independiente… No te has equivocado, Sepi. Este muchacho no es uno cualquiera.
—Como yo, habéis percibido que no sólo tiene un carácter bien templado.
—¿Le crees capaz de entrar en un templo?
—Que dé pruebas de ello.