La prédica del Anunciador había obtenido más aclamaciones aún que de costumbre. En nombre del dios único, cuyas directrices él transmitía, todas las ciudades de Canaán iban a unirse para lanzarse al asalto de Egipto, matar al faraón, exterminar a los opresores y tomar el poder. Luego, los vencedores impondrían su creencia a todos los pueblos, por la violencia, si era necesario.
—Habéis despertado a los dormidos —advirtió Shab el Retorcido—, ¡pronto formarán un formidable ejército que se lanzará sobre el mundo!
—No estoy tan seguro de ello —asestó el Anunciador, quebrando el entusiasmo de su brazo derecho.
—Pero ¡esa gente cree en vos, os seguirá hasta la muerte!
—No lo dudo, pero no tienen armas y no son verdaderos soldados.
—¿Teméis acaso… una derrota?
—Todo dependerá de la magnitud de la reacción egipcia.
—¡Hasta ahora es inexistente!
—No seas tan ingenuo, amigo mío. Si el faraón se toma su tiempo, lo hace sin duda para golpear con mayor fuerza.
—Pero entonces… toda la población de Siquem será aniquilada.
—¿No es acaso la suerte previsible para un cebo? Esos primeros fieles no tienen otra función. Perecerán en la dignidad, seguros de alcanzar el paraíso que les he prometido. Lo importante son los especialistas que está formando Jeta-de-través. Ellos deben escapar a la represión y agazaparse en las sombras para actuar en el momento que yo elija.
Ambos hombres acudieron al campo de entrenamiento, del que sacaban el cadáver de un adolescente con el cráneo demasiado frágil. Golpeando sin compasión, Jeta-de-través continuaba endureciendo la preparación de sus comandos.
—¿Satisfecho? —preguntó el Anunciador.
—Todavía no. La mayoría de esos chiquillos están realmente muy tiernos. No pierdo la esperanza de formar a algunos, pero necesitaré tiempo.
—Temo que no tengamos mucho.
—¡En caso de ataque, veremos su capacidad sobre el terreno!
—No, Jeta-de-Través. Tú y tus mejores elementos saldréis de la región y os refugiaréis en algún lugar seguro, a dos días de marcha al nordeste de Imet, en el Delta. La zona está deshabitada, me aguardaréis allí.
—¿Qué significa este embrollo?…
—¿Te he decepcionado alguna vez, Jeta-de-Través?
—¡Ah, no, eso no!
—Entonces sigue confiando en mí.
Con los pulmones ardiendo a fuerza de correr, un centinela se detuvo a respetuosa distancia del Anunciador.
—¡Señor, ya llegan! ¡Soldados egipcios, centenares de soldados!
—Tranquilízate, valiente. ¿No lo había predicho? Avisa a nuestros partidarios, que se movilicen para defender Siquem. Dios estará a su lado.
El Anunciador reunió a los jefes de sección en la plaza mayor y les recordó la estrategia que debían seguir. Cada cual combatiría hasta la muerte. Victoriosos o vencidos, sus fieles conocerían la felicidad eterna.
Los comandantes de los fortines que componían los Muros del Rey agradecían a los dioses seguir vivos aún. Reunidos por el faraón en persona habían sufrido sus reproches y su fría cólera, más terrible que los gritos. Calificados de incapaces e inútiles por no haber previsto ni impedido la revuelta de Siquem, se veían condenados, por lo menos, a trabajos forzados en un penal de los oasis.
Sesostris había tomado otra decisión: mantenerlos en sus puestos, pero sin tolerar, ya, el menor error. Y aquel aguijón, profundamente clavado en la piel de los militares de carrera que dormitaban en su ilusión de seguridad, había sido muy eficaz. Saliendo de su sopor, los oficiales se habían comprometido a recuperar el control de antaño, a estimular a sus hombres y a volver a ser la primera barrera contra la invasión.
La firmeza y la autoridad de Sesostris habían actuado como un bálsamo. Servir a un rey de aquella estatura producía entusiasmo.
Saneada la situación de la línea de fortificaciones, el monarca se puso a la cabeza de su ejército para dirigirse a Siquem.
—¿Seguimos sin noticias de la ciudad? —preguntó al general Nesmontu.
—Ninguna, majestad. En cambio, nos comunicamos normalmente con las otras poblaciones de la región, lo que podría demostrar que la rebelión es limitada.
—La apariencia de un tumor no siempre revela su gravedad —objetó el soberano—. Manda una decena de exploradores que indaguen por toda la ciudad.
Los informes coincidían: se habían destinado centinelas cananeos en los cuatro puntos cardinales.
—La ciudad se ha levantado, en efecto —concluyó el general Nesmontu—. Probablemente, nuestra primera guarnición ha sido exterminada. Pero ¿por qué los alborotadores no han intentado hacer que se extienda su movimiento?
—Por una razón muy sencilla: primero deseaban saber cómo reaccionaría el faraón. Antes de recuperar Siquem bloquearás todas las rutas, pistas y caminos que llevan a ella. Exijo que nadie escape. Cuando nuestro dispositivo esté listo, atacaremos.
Convencidos por el Anunciador de que la ayuda de Dios les permitiría rechazar al invasor, los habitantes de Siquem se lanzaron aullando al asalto de la infantería de Sesostris. Sorprendido por la agresividad del adversario, armado con instrumentos agrícolas, se sobrepuso sin tardanza. Bajo el empuje del general Nesmontu, los cananeos fueron aplastados rápidamente.
La victoria se había obtenido tan de prisa que Sesostris no había tenido necesidad de intervenir personalmente. Pero la pérdida de unos treinta soldados demostraba la violencia del enfrentamiento. Incluso las mujeres y los adolescentes habían preferido perecer antes que rendirse.
Reconquistada la ciudad, las casas fueron registradas una a una. No había rastro alguno de depósito de armas.
—¿Has detenido a su jefe? —preguntó el rey a Nesmontu.
—Todavía no, majestad.
—Habrá que interrogar cuidadosamente a los supervivientes.
—La mitad de la población ha sucumbido. Sólo quedan ancianos, enfermos, niños y mujeres. Éstas afirman que sus maridos quisieron liberarse de la opresión egipcia con la ayuda del dios único.
—¿Qué nombre le dan?
—El dios del Anunciador. Éste reveló la verdad a los habitantes de Siquem, y todos lo siguieron.
—Es, pues, el inspirador de este desastre. Reúne el máximo de testimonios que puedas sobre él.
—¿Tenemos que arrasar la ciudad?
—Voy a emplazar el dispositivo mágico necesario para evitar que semejantes extravíos regresen. Una nueva guarnición, más importante, se encargará de la seguridad de los colonos que se instalarán aquí el mes que viene. Además, general, llevarás a cabo una gira de inspección por todas las ciudades de Canaán. Quiero que sus habitantes vean nuestro ejército y sepan que intervendrá sin miramientos contra los enemigos de Egipto.
En varios lugares, especialmente junto al templo saqueado cuya reconstrucción se llevaría a cabo sin demora, Sesostris hizo enterrar fragmentos de alfarería roja en los que se habían inscrito textos que execraban las fuerzas oscuras y a los cananeos. Si rompían una vez más la paz, quedarían malditos.
Y el rey se preguntó si el tal Anunciador era un loco ávido de violencia o representaba un peligro real.
A partir de entonces, el Anunciador ya lo sabía.
Sesostris no era uno de aquellos monarcas blandos e indecisos que se dejaban manipular por los acontecimientos sin saber qué decisión tomar. Aquel faraón no retrocedía ante el uso de la fuerza.
La lucha por el triunfo final sería, así, más excitante. Pero combatir frontalmente resultaba imposible. Incluso reunidos, lo que resultaba bastante improbable en un próximo futuro, las tribus cananeas y beduinas no proporcionarían un contingente de soldados lo bastante numeroso como para enfrentarse con los de Sesostris.
El único método eficaz sería, pues, el terrorismo.
Haciendo que el miedo se extendiera por la sociedad egipcia, reuniendo contra ella a contestatarios, rebeldes y destructores de todo pelaje, acabaría envenenándola y deshaciéndola.
Jeta-de-Través y sus comandos habían huido por el sur antes de que el enemigo colocara sus barreras. El Anunciador, Shab el Retorcido y tres hombres expertos habían elegido una pista del este, muy sinuosa, que serpenteaba entre colinas abrasadas por el sol.
—¿Adónde vamos? —interrogó Shab, inquieto ante la idea de una nueva expedición por el desierto.
—A convertir a las tribus beduinas. Luego, nos reuniremos con Jeta-de-Través.
Al caer la noche, el grupito se detuvo en el fondo de un barranco. El Anunciador subió a lo alto de una colina para visionar el próximo itinerario que deberían tomar.
—No te muevas —ordenó una voz enronquecida—. Si intentas escapar, acabamos contigo.
Al momento aparecieron una veintena de policías del desierto con sus perros.
Armados con arcos y garrotes, habían brotado de la nada.
Ni siquiera utilizando sus poderes, el Anunciador lograría acabar con todos aquellos profesionales aguerridos, sobre todo con los canes, que no temían a los demonios del desierto.
—¿Estás solo?
—Sí, estoy solo —dijo con voz lo bastante fuerte como para que sus compañeros lo oyeran—. Y como veis no llevo arma alguna. Soy un simple beduino en busca de sus cabras, que han huido.
—¿No vendrás, por casualidad, de Siquem?
—No, vivo aquí, lejos de la ciudad, con mi rebaño. Sólo voy allí para vender quesos y leche.
—Bueno, síguenos. Vamos a comprobarlo.
Un policía ató las muñecas del Anunciador con una cuerda bien apretada, y le puso otra alrededor del cuello para tirar de él como si fuera un animal reticente.
—¿Nadie más a la vista? —preguntó el jefe del destacamento.
—Sólo hemos encontrado a éste —respondió uno de sus hombres.