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En una jornada, Iker había despachado más trabajo que dos funcionarios en toda una semana, y aquella actitud le creó numerosas envidias. Sin la protección de Dama Techat, el muchacho hubiera tenido múltiples dificultades. Su superior jerárquico decidió complicarle al máximo la tarea, pero Iker ni se inmutó. Meticuloso y obstinado, clasificaba los documentos con la esperanza de encontrar en ellos los nombres de Ojo-de-Tortuga, Cuchillo-afilado y El rápido.

Pero su labor seguía siendo estéril.

Convocado por su patrona, el ayudante del archivero no parecía, sin embargo, desalentado.

—¿Ningún resultado, Iker?

—Ninguno. ¿Nada tampoco, por vuestro lado?

—Tampoco —deploró Dama Techat.

—¡Y sin embargo no me inventé a esos hombres y ese barco!

—No pongo en absoluto en duda tu palabra, Iker, pero recuerda lo que te dije: las investigaciones pueden ser largas.

—¿No se han aclarado vuestros recuerdos?

—Lamentablemente, no; pero estoy casi segura de que el tal Ojo-de-Tortuga pasó por nuestra provincia. ¡Tienes que cambiarte las ideas, muchacho! Vamos a celebrar la fiesta de la diosa Pakhet, y me servirás de portaparasol.

Pakhet, «la que araña», era un guepardo hembra y residía en una gruta venerada por algunas sacerdotisas, en su mayoría esposas de los nobles de la provincia.

En la embarcación de Dama Techat, que la llevaba al paraje sagrado de la diosa[19], Iker disfrutaba de la pureza del aire y de la suavidad de un viento regular. Navegar por el Nilo seguía siendo un hechizo. Durante unos instantes, el muchacho pensó que podría interrumpir su viaje e instalarse en aquella provincia para vivir días tranquilos. Pero las preguntas sin respuesta lo asaltaron de nuevo, dejándolo en el estado de un sediento para quien beber resultaba vital. No, los acontecimientos que lo habían abrumado no carecían de significado. Él debía saber interpretarlos y desvelar el enigma de su destino.

La embarcación atracó a una buena distancia del magnífico ébano cuyas ramas cubrían la entrada de la gruta sagrada.

—Sobre todo, no toques este árbol —recomendó Dama Techat—. Aquí se oculta a menudo el guepardo hembra en el que se encarna la diosa. Salta sobre cualquier profano que no conoce las fórmulas de apaciguamiento.

—¿Cómo puedo aprenderlas?

—¡Qué curioso eres!

—Decidme, al menos, cuál es el papel de Pakhet.

«Decididamente —pensó Dama Techat—, este muchacho no es de la misma pasta que la mayoría de los seres humanos.»

—Esta diosa domina los fuegos destructores y puede transformarse en serpiente que se arroja sobre los enemigos del sol para impedir que hagan daño. Cuando la ven es demasiado tarde. Pero su función no se limita a luchar victoriosamente en favor de la luz. Con su magia, favorece el regreso de la crecida que ofrece la prosperidad al país entero.

—¿De qué modo?

—¿No crees que vas demasiado lejos, Iker?

—Iré tan lejos como me permitáis.

—Digamos que es la aliada de Osiris, y no me preguntes más. Limítate a observar y permanece silencioso.

O Dama Techat sabía y callaba, o no sabía y estaba fingiendo; para Iker, tanto en un caso como en el otro el resultado era idéntico. Si la molestaba, no le daría la menor explicación.

El muchacho protegió a su patrona con un parasol compuesto por un largo mango y una tela de lino rectangular.

Una sacerdotisa de edad avanzada salió de la gruta.

—Que las puertas del cielo se abran para que el poder divino aparezca en gloria.

Salieron a su vez cuatro sacerdotisas más, que se inclinaron ante la primera. Sus cabellos estaban echados hacia atrás hasta formar un extraño tocado que imitaba la corona blanca del faraón. Llevaban un corto taparrabos sostenido por unos tirantes que les cubrían los pechos.

—Así llegan los cuatro vientos del cielo —reveló la superiora—, dominados sean para que la riqueza del país esté segura. He aquí el Viento del Norte, fresco y vivificante.

La primera muchacha inició una danza lenta y solemne. La belleza de sus gestos fascinó a Iker.

—He aquí el viento del este, el que abre las puertas celestes, el que crea un camino perfecto para la luz divina y da acceso a los paraísos del otro mundo.

La segunda danzarina no era menos graciosa que la primera. Ni una sola vacilación y un ritmo embrujador.

—He aquí el viento del oeste que procede del seno de lo Único, antes de la creación del Dos. Brotó del más allá de la muerte.

La tercera bailarina superaba a sus colegas. Como si estuviera imbuida del mensaje espiritual que simbolizaba, desarrolló una coreografía más dramática y exigente. Algunas figuras evocaban la lucha contra el fallecimiento y la voluntad de acabar con él.

—He aquí, por fin, el viento del sur, que trae el agua regeneradora y hace crecer la vida.

Primero, Iker creyó que se equivocaba, engañado por un asombroso parecido.

Luego, toda su atención se concentró en el rostro de la joven sacerdotisa, cuyos movimientos eran de una gracia inigualable. De su ser emanaba una luz que traducía la intensidad de la vida resucitada que ofrecía el viento del sur.

Ella.

Era ella, la reconocía a pesar de su vestido y de su tocado.

—Sostén de forma correcta el parasol —se quejó Dama Techat—, ¡estoy al sol!

Iker rectificó la posición, sin dejar de contemplar a la mujer amada cuya danza le pareció terriblemente corta.

Los cuatro vientos permanecían inmóviles. La maestra de ceremonias adornó la frente de las sacerdotisas con una flor de loto.

—Así son reveladas las palabras divinas ocultas en la naturaleza. Que esas flores, cuyo olor suave anima la luz, sean garantía del milagro de la resurrección.

De cada loto brotó una resplandeciente claridad.

Luego, las cinco sacerdotisas subieron a un barco que se alejó del territorio sagrado de Pakhet, donde se organizaba un banquete en honor de las esposas de los dignatarios. Iker y los demás servidores almorzaron aparte.

—Pareces trastornado —observó Dama Techat.

—No, bueno, sí… ¡Ese ritual es tan turbador!

—¿Eres acaso sensible a la belleza de las danzarinas?

—¿Quién no lo sería? La que encarnaba el viento del sur alcanzaba la perfección. ¿Sabéis quién es y cómo se llama?

—No tengo ni la menor idea. Estas sacerdotisas han venido de Abydos para celebrar los ritos de la diosa Pakhet, y luego volverán a su templo.

—¿La habíais visto antes?

—No, debe de ser nueva. No obstante, te aconsejo que la olvides.

—¿Porque pertenece al «Círculo de oro» de Abydos?

Dama Techat frunció el ceño.

—¿Quién te ha hablado de eso?

—Un hortelano.

—Se trata sólo de una expresión poética, Iker. No le des importancia alguna. Y, te lo repito, olvida a esta muchacha. Se mueve en un mundo que tú nunca vas a conocer. Si te gustan las danzarinas, las hay más seductoras y, además, son accesibles.

Iker había clasificado en un tiempo récord los archivos de la provincia del Oryx, pero sin encontrar el menor rastro de los dos marineros y de su barco. Dama Techat le confiaría, pues, otro cargo para que tuviera el espíritu ocupado.

Por su lado, la misma decepción: ningún informador había podido proporcionarle datos fiables. Tendría que extirpar del corazón de aquel joven excepcional la idea de la venganza y convencerlo de que echara raíces en aquella región, donde se convertiría en un escriba de alto rango.

Reunía sus argumentos mientras contemplaba, desde lo alto de su terraza, la nueva luna que indicaba el triunfo de Osiris, cuando una voz la sobresaltó.

—¿Puedo hablaros, Dama Techat? ¡Tranquilizaos, no os deseo mal alguno! Sobre todo, no os volváis. Si intentáis verme, os derribaré.

—¿Qué… qué queréis?

—Por lo que se refiere a los dos marineros y al barco tal vez tenga una pista: pasa por la provincia de los sumos sacerdotes de Tot. Dejad que Iker parta hacia esos parajes.

—¿Quién eres tú para darme órdenes?

—Un aliado.

—¡Mientes! Dime la verdad o haré que te detengan.

—Si os la digo me meteréis en la cárcel.

—Te ofrezco un trato: la verdad a cambio de tu libertad.

—¿Tengo vuestra palabra?

—La tienes.

—Actúo por orden del faraón Sesostris. Al proteger a Iker me habéis ayudado mucho. Ahora, debéis permitir que siga su búsqueda.

—Que Iker olvide su pasado y viva feliz.

—Si conseguís convencerlo, ¿por qué no? Pero sed honesta con él y habladle de esta pista.

—Debemos referirnos a tu porvenir —dijo Dama Techat a Iker—. ¿Qué te parecería establecerte aquí y proseguir tus estudios de escriba?

—Vuestra oferta es generosa, pero debo rechazarla. Puesto que no habéis obtenido información alguna, iré a buscar a otra parte.

—¿Y si este vagabundeo no te lleva a parte alguna?

—Me robaron la vida, quiero recuperarla y comprender mi destino, cueste lo que cueste.

—Podrías perder definitivamente esta vida.

—Permanecer inerte me llevaría a la muerte con mayor rapidez aún.

—Puesto que resulta imposible convencerte, te ayudaré por última vez.

—¿Me echáis?

—Partes hacia la provincia de la Liebre.

—Lo que significa… ¿Tenéis un indicio?

—Tan delgado que no tengo nada más que comunicarte. Ve allí y arréglatelas.

—¿Me dejará partir el señor Khnum-Hotep?

—Arreglaré con él ese detalle. Llevarás un documento oficial destinado a Djehuty. Te presento como un aprendiz de escriba deseoso de perfeccionarse. Puesto que no tenemos lugar para ti aquí, solicito su benevolencia. Esperemos que acepte. Si tienes esta suerte, muéstrate lo más discreto posible al efectuar tus investigaciones. Djehuty no es un hombre fácil, no debes enojarlo en modo alguno.

—¿Cómo agradecéroslo, Dama Techat?

—Me hubiera gustado retenerte, Iker, pero la provincia del Oryx es demasiado pequeña para ti. He aquí mi último regalo, te protegerá.

Entregó al joven un objeto en forma de creciente lunar.

—El talismán se talló en el camino de un hipopótamo. Mi padre, un gran hechicero hoy desaparecido, grabó en él un grifo y una inscripción jeroglífica. ¿Consigues leerla?

—«Soy el genio que corto la cabeza a los enemigos machos y hembras.»

—Cada noche, antes de dormirte, póntelo en el vientre. Alejará de ti las fuerzas de la destrucción.