29

La casa de Medes estaba en plena conmoción. Según algunos rumores pesimistas, el ex tesorero de palacio habría sido apartado de sus funciones y trasladado a una pequeña ciudad del sur, donde concluiría su carrera ante la general indiferencia. La hermosa morada de Menfis sería vendida y los domésticos dispersados.

Ya a primeras horas de la mañana la esposa de Medes, presa de un ataque de angustia, no paraba de atosigar a su peluquera y a su maquilladora.

—¿Has encontrado por fin el bote de las cinco grasas?

—Todavía no —respondió la peluquera.

—¡Es una negligencia insoportable!

—¿No lo habréis guardado en vuestra arquilla de marfil?

Sobreexcitada, la dueña de la casa tuvo que rendirse a la evidencia. Sin apenas formular la menor excusa hizo que le untaran el pelo con aquella pomada milagrosa, compuesta por grasa de cinco animales: león, cocodrilo, serpiente, hipopótamo y cabra montés.

—Haz que penetre bien en mi cuero cabelludo —ordenó—. Dentro de un rato le darás un masaje con aceite de ricino. Así, no tendré nunca el pelo blanco.

Tras la caída de Medes, su mujer no podría ya comprar aquellos productos de belleza, costosos pero indispensables. ¿Acaso podría divorciarse? Imposible, la fortuna era de él. Sin embargo, si lo acusaba de adulterio le correspondería la mitad. No obstante, necesitaría pruebas sólidas, so pena de ser condenada a no recibir pensión alimenticia alguna.

—¡Maquíllame mejor! —bramó—. Todavía se ven rojeces en mis mejillas y en mi cuello.

La maquilladora aplicó una capa de polvos a base de vainas y semillas de fenogreco, miel y alabastro, una mezcla especial que disimulaba las marcas de la edad.

Cuando Medes entró en la habitación de su esposa esbozó un movimiento de retroceso.

—¿Cómo te sientes, querida?

Ella se levantó de un brinco, apartando a las siervas.

—Tú… Nosotros… ¿Hemos sido destituidos?

—¿Destituidos? Al contrario, me han otorgado un importante cargo. En su sabiduría, el faraón ha reconocido mis méritos.

A Medes le costó tranquilizar a la furia que lo cubría de besos.

—Lo sentía, lo sabía, eres el mejor, el más grande, el más…

—Me aguardan pesadas responsabilidades, querida.

—¿Seremos más ricos aún?

—Sin duda.

—¿Qué tarea te ha confiado el rey?

—Secretario permanente del gran consejo.

—¿Conocerás entonces muchos secretos?

—Claro, pero estoy obligado a guardar silencio.

—¿Incluso conmigo?

—Incluso contigo.

Los asuntos de Estado no apasionaban en exceso a la esposa del gran dignatario, cuya fortuna le permitía satisfacer sus caprichos. ¿No era eso lo esencial?

Mientras la excelente noticia corría por todos los pisos de la casa y por el barrio, Medes se retiró a su despacho, donde, pocos minutos más tarde, recibió a Gergu.

Éste mascaba dos pastillas compuestas por juncia olorosa y resina de terebinto, que desinfectaban la boca y proporcionaban buen aliento.

—Felicitaciones por vuestro nombramiento. Tendremos las manos algo más libres aún, ¿no?

Medes desenrolló un papiro.

—Es una queja contra ti.

—¡Una queja! Pero ¿de quién?

—De una de tus ex esposas, a la que golpeaste en estado de embriaguez.

—Es posible…

—¡Es seguro! Había un testigo. Forzaste su puerta, la amenazaste y la abofeteaste.

—No es tan grave.

—En Egipto, sí.

—¿Quién es ese testigo?

—Su camarera, una muchacha de provincias.

—Tal vez podríamos…

—Ya me he encargado —reveló Medes—. Se ha marchado hacia su perdido poblacho con una buena indemnización, y tu esposa ha recibido varios muebles nuevos acompañados por excusas de tu parte, que yo mismo he redactado. La queja ha sido anulada.

Gergu se dejó caer en una silla baja.

—¡Os debo, por lo menos, una jarra de cerveza de lujo, patrón!

—Olvida tus antiguas conquistas y contén tu odio hacia las mujeres, Gergu. Un inspector principal de los graneros debe ser respetable.

—¿Yo inspector principal…?

—Senankh, mi superior jerárquico, ha firmado tu ascenso.

—¡Mañana mismo voy a cazar! Os traeré una pieza formidable.

—No.

Gergu quedó boquiabierto.

—Pero tengo el poder oficial, puedo…

—Tú y yo cambiamos de dimensión. Durante varios años hemos trabajado bien, aunque modestamente. Nuestro nuevo estatuto nos permite esperar algo mejor. Sin embargo, estaremos mucho más expuestos y, por lo tanto, deberemos redoblar nuestra prudencia.

—No consigo seguiros —reconoció Gergu palpando sus amuletos para tranquilizarse y, a la vez, aclararse el espíritu.

Medes andaba nerviosamente por la estancia.

—Ahora soy el primero en estar informado de las decisiones que se toman al más alto nivel de Estado. Me corresponde transcribir los decretos que adopta el faraón y divulgarlos. Cualquier paso en falso, cualquier grosera traición me señalaría de inmediato como culpable. Maniobrar por mi cuenta resultará, pues, especialmente difícil, ya que el rey y sus consejeros examinarán de cerca mis hechos y mis gestos.

—¡En ese caso… este ascenso es una catástrofe!

—No, si sé utilizarlo como es debido. Gracias a ti, que tienes libertad de movimientos, seguiré manteniendo la red de amistades e influencias. Además, crearé otras en el seno de la alta administración.

—¿Y nuestro nuevo barco, indispensable para llegar a Punt y traer el oro?

—No pensaremos en eso, de momento. Sesostris ha dado una orden curiosa: hacer el inventario de todos los tesoros de los templos para conocer sus riquezas reales.

—¿Por qué curiosa?

—¡Porque el rey tiene ya estas informaciones! Estoy convencido de que busca otra cosa. ¿Qué es lo que busca? Como tú estarás vinculado a esta misión, has de intentar averiguar algo más. Y ya de paso, descubrirás los santuarios más interesantes. Y eso no es todo… El faraón decreta la movilización general.

—¡Está, pues, decidido a atacar a los jefes de provincias!

—No lo captas, Gergu. Acaban de producirse algunos incidentes en el país de Canaán cuya magnitud y gravedad no conozco.

—Para provocar semejante reacción no debe de ser poca cosa.

—Eso creo también. Ignoro aún si el general Nesmontu se pondrá solo a la cabeza de las tropas o si el faraón se encargará personalmente de eso.

—Dicho de otro modo, Sesostris podría perecer en el combate y, por consiguiente, producirse un golpe de estado en Menfis.

—Preparémonos para cualquier contingencia de ese orden —reconoció Medes—. Los cuatro dignatarios que componen el consejo restringido de un faraón son considerados como incorruptibles y de fidelidad inquebrantable. Pero son hombres. Tratándolos, descubriré sus puntos débiles y sabré utilizarlos. Por lo que se refiere al propio monarca, goza de una protección especial que procede de su conocimiento de los secretos del templo cubierto. Sin ella, cualquier toma del poder sería ilusoria y estaría condenada al fracaso. Ignoro todavía cómo atravesar esa infranqueable muralla.

—¡Lo lograremos, no lo dudéis!

—Entretanto, Gergu, ni una sola metedura de pata. Tienes que convertirte en un hombre respetable y en un modelo para tus subordinados.

El interpelado soltó una sonrisa burlona.

—Si uno solo de ellos intenta imitarme, le romperé la cabeza.

Ambos aliados soltaron una carcajada. De pronto, Gergu se puso serio.

—¿Y si nos limitáramos a los resultados obtenidos? Nuestro balance no es desdeñable. El riesgo tiene un aspecto embriagador, pero sigue siendo riesgo. El país de Punt está muy alejado.

—No tanto como crees —lo corrigió Medes—. Tú, un excelente marinero que sólo se divierte en las tormentas, ¿cómo podrías renunciar a esto? Estamos sólo al principio del viaje, Gergu. Y, además, te pareces a mí: te gusta el poder por el poder, la fuerza por la fuerza.

El interpelado asintió.

—Los sabios de Egipto condenan la avidez y la ambición —prosiguió Medes—. Se equivocan. Son inigualables estimulantes gracias a los cuales no nos fijamos límite alguno. Y los acontecimientos que presiento me reafirman en esta convicción.

—Una pregunta me preocupa. Antes de hacérosla, dadme algo fuerte para beber.

Gergu apuró de un trago dos copas de licor de dátiles.

—¿Por qué hacemos el mal, Medes?

—Porque nos fascina. ¿Y qué es el mal?

—Oponerse a Maat, a la rectitud y a la luz.

—Repites las tonterías de los viejos sabios. ¿Crees que te servirán para enriquecerte y ofrecerte el puesto que deseas?

—Aún tengo sed.

Medes pensó que tendría que sostener, de vez en cuando, la vacilante moral de su testaferro. Gergu se equivocaba: no, no hacían el mal todavía, pues seguía faltándoles un apoyo o una conexión en el interior del templo.