Según el informe, majestad —declaró un Sobek desamparado—, las minas de turquesa de la diosa Hator han sido atacadas y los mineros exterminados. Los policías del desierto que patrullaban por aquella región sólo han encontrado cadáveres abrasados.
Todos los miembros de la Casa del Rey estaban trastornados. Sesostris pareció más severo aún que de costumbre.
—¿Quién ha podido cometer tan abominable crimen? —preguntó Sehotep.
—Los merodeadores de la arena —estimó el general Nesmontu—. Como cada jefe de provincia afectada se preocupa sólo por su propia seguridad, dejan que prosperen.
—Por lo general, sólo la emprenden con las caravanas —objetó Sobek—. Son lo bastante cobardes para saber que devastar un dominio real les acarrearía muchos problemas.
—¿Olvidas que son inaprensibles? Esta tragedia es de extrema gravedad, y demuestra que algunos clanes se han federado con vistas a una revuelta general.
—En ese caso —dijo Sesostris— no se limitarán a eso. Que me traigan lo más pronto posible los informes referentes a los Muros del Rey y a las guarniciones de Canaán.
Senankh confió la tarea a Medes, que dio prueba de notable eficacia.
Tras examinar los documentos, el monarca advirtió que una sola localidad permanecía muda: Siquem.
—Pequeña tropa mediocre mandada por un oficial desengañado que no deja de exigir su traslado —indicó el general Nesmontu—. En caso de una ofensiva de beduinos lo bastante numerosos y decididos no aguantará el golpe. Lo más probable es que se pueda producir un levantamiento de la región y la agresión a nuestros destacamentos fronterizos.
—Que sean puestos en estado de alerta —ordenó Sesostris—. Tú, general, moviliza de inmediato nuestros regimientos. En cuanto estén en orden de marcha saldremos hacia Siquem.
Jeta-de-Través se estaba poniendo las botas. Su nuevo oficio de instructor de futuros terroristas le gustaba tanto que no contaba las horas de entrenamiento intensivo durante las que ningún combate era simulado. Cada día morían varios jóvenes: unos incapaces, según Jeta-de-Través, cada vez más exigente y brutal. El Anunciador quería comandos que no retrocedieran ante ningún peligro.
Su prédica cotidiana, a la que todos los habitantes de Siquem estaban obligados a asistir, exceptuando las mujeres, confinadas en sus viviendas, inflamaba los espíritus. El Anunciador no les ocultaba la necesidad de una lucha feroz, pues ése era el precio de la victoria total. En lo referente a los valientes que sucumbieran durante los combates, irían directamente al paraíso, donde unas magníficas mujeres satisfarían sus caprichos mientras el vino correría a chorros.
Shab el Retorcido descubría a los tibios y los entregaba a Jeta-de-Través, que los utilizaba como blancos para sus arqueros y sus lanzadores de cuchillos. Embriagado por aquella inesperada existencia, el brazo derecho del Anunciador no podía disimular, sin embargo, sus inquietudes.
—Señor, temo que nuestro triunfo actual sea de corta duración. ¿No creéis que el faraón acabará reaccionando?
—Claro está.
—¿Y no deberíamos ser… menos llamativos?
—Por el momento, no, pues me interesa la naturaleza y la magnitud de esta reacción, que me permitirán conocer el verdadero carácter del tal Sesostris; entonces, decidiré mi estrategia. Los egipcios respetan tanto la vida de los demás que se comportan como cobardes. Mis fieles, en cambio, saben que es preciso exterminar a los impíos y que el verdadero Dios se impondrá por las armas.
El Anunciador visitó a las familias más pobres de Siquem para explicarles que la única causa de sus desgracias era el faraón. Por eso debían confiarles a sus hijos, incluso los de corta edad, para transformarlos en militantes de la verdadera fe.
En una última prueba de lucha con las manos desnudas, Iker, gracias a su rapidez, había derribado a dos adversarios mucho más corpulentos que él. Con diez de sus camaradas se había convertido en miliciano de la provincia del Oryx, al servicio de Khnum-Hotep.
—Se te destina a la vigilancia del astillero naval —le anunció el instructor—. Dama Techat será tu superior. Sobre todo, no creas que va a mostrarse benevolente al tratarse de una mujer. El jefe de nuestra provincia la nombró tesorera y controladora de los almacenes debido a su extremada firmeza. Le confió incluso la administración de sus bienes personales, ¡pese a la opinión de sus consejeros! Para serte franco, muchacho, no podías tener peor suerte. Desconfía de esa leona, sólo piensa en devorar a los hombres.
El instructor condujo a su alumno hasta el astillero, donde lo recibió un capataz con cara de pocos amigos.
—¿Y ese chiquillo debe encargarse de nuestra seguridad? —bromeó.
—No te fíes de las apariencias y, sobre todo, no le toques las narices.
El capataz miró a Iker con más atención.
—Si esta advertencia no procediera del instructor de nuestra milicia me daría risa. Sígueme, muchacho, te indicaré tu posición. Una sola consigna: no permitas que nadie entre en el astillero sin avisarme.
Iker descubrió un nuevo mundo donde los artesanos modelaban las distintas partes de un barco. Ante sus ojos nacieron un mástil de pino, un gobernalle, una roda, un casco, un empañetado y algunos bancos para los remeros. Con extraordinario arte, los especialistas ensamblaban una auténtica marquetería formada por pequeñas tablas mientras sus colegas fabricaban sólidas cuerdas y velas de lino.
Fascinado, el muchacho contemplaba los gestos con extremada atención y los llevaba a cabo con el pensamiento.
Fue brutalmente devuelto a la realidad cuando un mocetón lo empujó para poder pasar.
—¿Quién sois? —le preguntó Iker sujetándolo del brazo.
—Voy a ver a mi hermano, uno de los carpinteros.
—Debo avisar al capataz.
—¿Quién te crees que eres? ¡Yo no necesito autorización!
—Y yo tengo órdenes.
—¿Quieres pelearte conmigo?
—Si es preciso.
—¡Con todo el equipo, vamos a darte un buen correctivo!
El mocetón levantó el brazo para llamar en su ayuda a los artesanos, pero lo bajó casi en seguida y dio un paso atrás como si acabara de descubrir un monstruo.
Iker se volvió y vio a Dama Techat, muy elegante con su vestido verde claro.
—Vete —ordenó al importuno, que se largó sin esperar el cambio.
Dama Techat dio vueltas alrededor del joven miliciano, inmóvil como una estatua.
—Aprecio a quienes ponen su función por delante de su interés, de su seguridad, incluso. Te comportaste de modo brillante durante tu formación militar, según parece. ¿Perteneces acaso a una familia de oficiales?
—Soy huérfano.
—¿Y querías ser soldado?
—Deseo ser escriba.
—¿Sabes leer, escribir y contar?
—En efecto.
—Si deseas que te ayude, tienes que decirme algo más.
—Me robaron la vida y quiero saber por qué.
Dama Techat pareció intrigada.
—¿Quién intenta perjudicarte?
Iker probó suerte.
—Dos marineros, Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado. Su barco se llama El rápido.
Siguió un largo silencio.
—Descríbeme al tal Ojo-de-Tortuga.
El muchacho lo hizo.
—Tengo la impresión de que el personaje no me es desconocido, pero mis recuerdos son vagos. Tendré que hacer algunas investigaciones que, sin duda, exigirán mucho tiempo.
Iker comenzó a soñar. ¡Por fin una esperanza! Pero la desconfianza hizo presa en él.
—¿Por qué vais a ayudarme?
—Porque me gustas. Oh, no te confundas, muchacho, sólo me complacen los hombres de mi edad, siempre que no me molesten en mi trabajo con la pretensión de ser más competentes que yo. Tú, Iker, no te pareces a nadie. Te anima un ardor desconocido, un ardor tan potente que los envidiosos sólo piensan en arrebatártelo. Ésa es, probablemente, la causa de tus problemas.
Permaneciendo ojo avizor, el muchacho no le hizo confidencias.
—Me encargaré de obtener tu traslado —anunció Dama Techat—. Mañana mismo serás el ayudante del guardián de los archivos de la provincia. Hay muchos documentos esperando ser clasificados. Tal vez encuentres ahí tu felicidad.