La corte de Menfis estaba en plena conmoción. Según insistentes rumores, Sesostris, de regreso en la capital, no tardaría en reunir a los altos dignatarios que componían la Casa del Rey, verdadero cuerpo simbólico del monarca. Su función no se reducía a la de los ministros ordinarios. Comparados con los rayos del sol, su papel consistía precisamente en transmitir y hacer vivir los decretos del faraón, como expresión terrenal de la luz creadora.
Ahora bien, en aquel terreno, como en muchos otros, Sesostris acababa de efectuar una profunda reforma, reduciendo el número de responsables pertenecientes a la Casa del Rey, que funcionarían como un tribunal supremo donde se planificaría el porvenir del país.
Y todos se preguntaban, con inquietud y envidia, si sería uno de los afortunados elegidos. Algunos viejos cortesanos habían calmado los ardores de los ambiciosos recordándoles el enorme peso que los titulares soportarían sobre sus hombros.
Medes exteriorizaba su inquietud mientras aguardaba los nombramientos. ¿Conservaría su puesto? ¿Sería trasladado o, peor aún, exiliado a una ciudad de provincias? Estaba seguro de no haber cometido error alguno y, por consiguiente, de que no merecía reproche alguno. Pero ¿sabría el rey apreciar en su justo valor sus cualidades?
Cuando dos de los policías de Sobek el Protector solicitaron verlo, Medes se sintió desfallecer. ¿Qué indicio podía haber dado una pista a aquel maldito perro guardián? ¡Gergu… Gergu se había mostrado demasiado charlatán! Aquella basura no sobreviviría a su fechoría, pues Medes iba a acusarlo de mil delitos.
—Os llevamos a palacio —anunció uno de los esbirros.
—¿Por qué razón?
—Nuestro jefe os lo dirá.
Era inútil resistir. Medes no debía dejar que se advirtieran sus temores, pues tal vez pudiera alegar inocencia y conseguir convencer al monarca.
Ante Sobek le faltó valor. Ninguna de las frases que había preparado salió de sus labios.
—Su majestad me ha ordenado anunciaros que no sois ya responsable del Tesoro.
Medes oía ya cómo se cerraba la puerta de su celda.
—Ahora, os encargaréis de la secretaría de la Casa del Rey. Como tal, registraréis los decretos reales y velaréis por su ejecución en el conjunto del territorio.
Durante largo rato, Medes creyó que se había extraviado en un sueño. ¡Lo habían asociado al corazón del poder! Ciertamente, no entraba en el círculo fundamental cuyo centro era el faraón, pero se hallaba en una posición tangencial. Situado justo por debajo de los principales personajes del reino, sería el primero en conocer sus verdaderas intenciones.
Tenía que aprovechar del mejor modo aquella nueva situación.
Eran sólo cuatro en la sala de audiencias del palacio real de Menfis: Sobek el Protector, Sehotep[16], Senankh y el general Nesmontu.
Silenciosos, no se atrevían a mirarse ni a pensar que habían sido elegidos por el rey, en efecto, para formar su consejo restringido. Ninguno pensaba en los honores y sí en las dificultades que les aguardaban, sabiendo que Sesostris no admitía el fracaso ni las evasivas.
Cuando apareció el faraón, símbolo del Uno que ponía lo múltiple en armonía, se levantaron y se inclinaron. Gracias a su tocado[17], el pensamiento del monarca atravesaba el cielo a modo de halcón divino, recogía la energía solar y celebraba la más misteriosa de las comuniones, la de Ra y Osiris; por su taparrabos, que llevaba un nombre análogo al de la acacia[18], el rey testimoniaba su conocimiento de los grandes misterios, y por sus brazaletes de oro macizo, su pertenencia simbólica a la esfera divina.
El faraón se sentó lentamente en su trono.
—Nuestra principal función consiste en hacer que reine Maat en esta tierra —recordó—. Sin rectitud y sin justicia, el hombre se convierte en una fiera para el hombre y nuestra sociedad en inhabitable. Nuestro corazón debe mostrarse atento, nuestra lengua debe decidir, nuestros labios formular lo verdadero. Nos corresponde proseguir la obra de Dios y de los dioses, recomenzar cada día la creación, fundar de nuevo este país como un templo. Grande es el Grande cuyos grandes son grandes. Ninguno de vosotros puede comportarse de un modo mediocre, ninguno de vosotros debe debilitar el arte real.
La mirada del monarca se posó en Sehotep, un treintañero elegante y apuesto, de rostro fino animado por unos ojos que brillaban de inteligencia. Heredero de una rica familia, experto escriba, con el ingenio rápido hasta el punto de ser, a veces, nervioso, no era muy apreciado por los cortesanos.
—Te nombro Compañero único, Portador del sello real y Superior de todas las obras del faraón. Velarás porque se respete el secreto de los templos y por la prosperidad del ganado. Sé recto y auténtico como Tot. ¿Te comprometes a cumplir tus funciones sin desfallecer?
—Me comprometo a ello —juró Sehotep con voz conmovida.
Sesostris se dirigió luego a un cuadragenario de mejillas rechonchas y floreciente panza. Aquel aspecto de vividor, amante de la cocina refinada, ocultaba a un especialista de las finanzas públicas, de riguroso carácter, y también a un conductor de hombres tan intransigente como temido. Puesto que disponía de un limitado sentido de la diplomacia, con frecuencia topaba con los halagadores y los holgazanes.
—A ti, Senankh, te nombro ministro de Economía, gran tesorero del reino, encargado de la Doble Casa Blanca. Velarás por la justa distribución de las riquezas para que nadie padezca hambre.
—Me comprometo a ello, majestad.
Considerado demasiado austero y demasiado autoritario, el viejo general Nesmontu había destacado ya en el reinado de Amenemhat I. Indiferente a los honores, viviendo con la sencillez de un hombre de tropa en el cuartel principal de Menfis, sólo conocía un ideal: defender el territorio egipcio a toda costa.
—A ti, Nesmontu, te pongo a la cabeza de nuestras fuerzas armadas.
Puesto a menudo en cuestión por su habla franca, el viejo oficial no desmintió su reputación.
—Está claro, majestad, que obedeceré escrupulosamente vuestras órdenes, pero debo recordaros que las milicias de los jefes de provincia, una vez reunidas, formarán un ejército superior al nuestro. Y ya no hablo de la escasez de nuestro equipamiento ni de la vejez de nuestros locales.
—Sobre los dos últimos puntos establece sin más tardanza un informe preciso para que podamos acabar con estas carencias. Por lo demás, soy consciente de la gravedad de la situación y miraré de poner remedio.
—Podéis contar con mi absoluta fidelidad, majestad —prometió el general Nesmontu.
Sobek el Protector se habría retirado de buena gana de aquella asamblea donde consideraba que no estaba su lugar, pero el soberano lo contempló con gravedad.
—A ti, Sobek, te nombro jefe de todos los policías del reino. Te corresponde hacer reinar la seguridad sin debilidad ni exceso, garantizar la libre circulación de las personas y los bienes, velar por el respeto de las reglas de navegación y detener a los que generen disturbios.
—Me comprometo a ello —aseguró Sobek—, pero ¿puedo solicitar a vuestra majestad el favor de no confinarme en un despacho? Me gustaría seguir ocupándome de vuestra propia protección con mi restringido equipo.
—Encuentra el modo de conciliar el conjunto de tus deberes.
—¡Contad conmigo, majestad!
—La institución faraónica es una función vital —prosiguió Sesostris—. Aunque no tenga hijo ni hermano para perpetuarla, quien la ejerce debe restaurar las construcciones de su predecesor y llevar a cabo su propio nombre de reinado. Sólo el débil carece de enemigo, y la lucha de Maat contra isefet, la violencia, la mentira y la iniquidad no se interrumpirá nunca. Pero hoy toma un nuevo giro, pues algunos de nuestros adversarios, y, sobre todo, los más decididos a destruir la monarquía y el propio Egipto, no son visibles.
—¿Teméis acaso por vuestra vida, majestad? —se inquietó Sehotep.
—No es eso lo más importante. Si desaparezco, los dioses designarán a mi sucesor. Abydos está en peligro. Asaltada por fuerzas oscuras, la acacia de Osiris se marchita. Gracias a nuevos edificios que emitirán una energía regeneradora espero detener, por lo menos, el proceso, pero ignoro quién es su autor y, mientras no esté identificado, podemos temer lo peor. ¿Quién se atreve a manejar el poder de Set y a poner así en peligro la resurrección de Osiris?
—Para mí —intervino el general Nesmontu— no hay la menor duda: forzosamente es uno de los jefes de provincia que se niegan a reconocer vuestra plena y entera autoridad. Más que someterse y perder sus privilegios, uno de esos malvados ha decidido practicar la política de lo peor.
—¿Podría un egipcio estar lo bastante loco para desear destruir su país? —interrogó Senankh—. Un potentado como Khnum-Hotep no retrocedería ante nada para conservar su poder hereditario. Y no es el único.
—Yo respondo por Uakha, jefe de la provincia de la Cobra —afirmó Sesostris ante la gran sorpresa del anciano general.
—Con todo respeto, majestad, ¿no habrá fingido ante vos?
—Su sinceridad no puede ser puesta en duda. Uakha desea convertirse en un fiel servidor.
—¡Quedan cinco rebeldes más, mucho más temibles que él!
—Sobek se encargará de investigarlos. Yo intentaré convencerlos.
—Sin querer ser pesimista, majestad, ¿qué habéis previsto en caso de que fracaséis?
—De buen grado o por la fuerza, Egipto debe ser reunificado.
—Desde hoy prepararé a mis hombres para el enfrentamiento.
—Nada es más desastroso que una guerra civil —protestó Sehotep.
—Sólo la provocaré en último extremo —aseguró el rey—. Debemos cumplir otra misión: descubrir el oro capaz de curar la acacia.
—¡Buscad entre los jefes de provincia! —soltó el general Nesmontu—. Controlan las pistas del desierto que llevan a las minas y acumulan fortunas. Con semejantes riquezas pueden pagar generosamente a soldados y mercenarios.
—Probablemente tienes razón —deploró el monarca—, pero sin embargo confío a Senankh la labor de explorar el tesoro de cada templo. Tal vez descubra lo que necesitamos.
El faraón se levantó.
A partir de aquel momento, cada uno de ellos conocía la magnitud de su tarea.
Sobek abrió la puerta de la sala de audiencias y topó con uno de sus hombres, visiblemente excitado.
—Malas noticias, jefe. El policía del desierto que acaba de entregarme este informe es un hombre serio.
Tras leer un texto corto y terrorífico, Sobek creyó que debía rogar al faraón que prolongara la reunión de su consejo restringido.