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En cambio —prosiguió Khnum-Hotep—, necesito más soldados para que mi milicia pueda rechazar a cualquier agresor. Puesto que eres joven y sano es un lugar ideal.

—Quiero ser escriba, señor, no soldado.

—Escúchame bien, pequeño. Los dioses me han confiado una misión: convertir esta provincia en la más próspera del país. Aquí, a las viudas no les falta nada, las muchachas son respetadas, nadie se queda con hambre ni mendiga. Los débiles no se ven desfavorecidos con respecto a los grandes, no existe conflicto alguno entre los ricos y los modestos. ¿Por qué? Porque soy el pilar de esta región, sean cuales sean las dificultades. En las malas crecidas, yo mismo indemnizo a los cultivadores y anulo los impuestos atrasados. Cuantas más tasas se ponen, más se suprime la iniciativa. Ni los fraudulentos ni los funcionarios corruptos tienen en mi territorio derechos de ciudadanía. Pero ¡nada hay más frágil que esta felicidad! Hoy se perfila un peligro llamado Sesostris. Antes o después intentará apoderarse de mi provincia. Estás conmigo o contra mí. Si quieres gozar de mi acogida, soldados. No lamentarás lo que aprendas.

Al propio Khnum-Hotep le extrañaba haber expuesto tantos argumentos para convencer a aquel joven desconocido. Por lo general, se limitaba a dar órdenes y no soportaba que le contradijeran.

—Confío en vos, señor.

Una vez más el tesorero Medes se había hecho pasar por un generoso donante. El sumo sacerdote del templo de Ptah le había dado las gracias de forma calurosa, sin sospechar que la ofrenda procedía de una apropiación indebida de géneros alimenticios. Pero Medes seguía chocando con la puerta herméticamente cerrada del templo cubierto. Y debía admitir que no lograría comprar a quienes tenían la llave.

¿Qué procedimiento utilizar para conocer por fin el secreto de los santuarios? El alto dignatario dejó para más tarde aquella preocupación, pues la capital estaba llena de murmuraciones no carentes de interés. Al parecer, Sesostris había decidido emprender una verdadera reconquista de las provincias, comenzando por la de la Cobra, sobre la que reinaba el viejo Uakha.

A priori, el monarca no tenía posibilidad alguna de conseguirlo; sin embargo, aquella andadura no debía tomarse a la ligera, pues la fuerte personalidad de Sesostris no retrocedería ante el obstáculo.

Ahora bien, la fortuna de Medes dependía, en gran parte, de sus excelentes relaciones con los jefes de provincia, a los que informaba, por persona interpuesta, de lo que ocurría en la corte. A excepción de su testaferro, Gergu, nadie sabía quién era en realidad Medes y qué era lo que no dejaba de fomentar a la sombra.

Desde hacía algún tiempo tenía muchas dificultades para verificar ciertos rumores contradictorios. Era evidente que Sesostris había tomado en sus manos a buena parte de los cortesanos y alimentaba personalmente aquella confusión, para avanzar mejor en el camino que se había trazado.

Si el monarca lograba provocar una auténtica tormenta, ¿no sería arrastrado Medes? Para evitar ese desastre sólo quedaba una solución: suprimir a su autor.

Pero el asesinato de un rey no se improvisaba, sobre todo cuando estaba protegido por un policía tan eficaz como Sobek, que desconfiaba de todo el mundo, incluso —y sobre todo— de los íntimos del soberano. De modo que Medes no podía cometer la menor imprudencia.

Contar con la casualidad era utópico. Le tocaba, pues, poner a punto una estrategia que le permitiera golpear sólo sobre seguro.

El instructor segó las piernas de Iker, que cayó pesadamente de espaldas.

—¡Falta de atención, muchacho! Levántate e intenta golpearme en el vientre.

El intento se saldó con un doloroso fracaso, y el joven volvió a encontrarse en el suelo, con algunos cardenales más.

—Voy a tener trabajo… Pero con buena voluntad acabarás sabiendo combatir.

Iker apretó los dientes y se lanzó de nuevo al asalto, sabiendo que tardaría semanas, meses incluso, en igualar a los jóvenes reclutas que se burlaban de él.

Primero, no quejarse del destino que lo había llevado hasta allí y sacar el máximo partido de aquella situación en cuanto a enseñanzas; luego, observar sin descanso a los más aguerridos e imitarlos.

En vez de debilitarlo, el hecho de no tener amigo ni aliado multiplicó su energía. Al poder contar sólo consigo mismo, Iker obtuvo de su soledad la fuerza de concentrarse en aquel nuevo aprendizaje y únicamente en él.

Del giro de cadera a la zancadilla, asimiló numerosas llaves mientras rectificaba sus errores. Comprendió que la rapidez era más importante que la brutalidad y que era posible volver contra el agresor su propia violencia.

El instructor no era más hablador que Iker. Avaro de explicaciones y comentarios, le hacía repetir cien veces el gesto adecuado, fuera cual fuese el sufrimiento o la fatiga. Y como su alumno apenas protestaba, lo trataba con más dureza aún que a sus camaradas.

—Mañana —anunció—, eliminatorias para la carrera de fondo. Combatiréis con las manos desnudas. Sólo serán elegidos los que hayan obtenido dos victorias.

El primer adversario de Iker era más alto y más fuerte que él.

—¡Ven, amiguito, voy a aplastarte!

Iker hincó la rodilla en el suelo.

—¡Ah, te declaras vencido sin combatir! No me extraña. Sólo los muchachos de nuestra provincia son capaces de ser buenos guerreros.

—Y, sin embargo, no es ése tu caso.

—¿Qué te atreves a decir?

El fortachón se lanzó hacia adelante con los puños cerrados. Iker se desplazó, alargó la pierna para hacerle caer, lo derribó hacia atrás y bloqueó su cuello con el brazo derecho.

Cuando el vencido golpeó el suelo con la zurda, el instructor ordenó a Iker que aflojara su presa.

El segundo adversario era menos estúpido. Atacó de improviso y consiguió pasar su brazo derecho bajo el muslo derecho de Iker para intentar levantarlo. Pero el muchacho resistió, se soltó, se deslizó hacia la espalda del luchador con inesperada rapidez y lo agarró de los tobillos. El vencido cayó boca abajo. El vencedor lo aplastó contra el suelo, estrangulándolo.

—Dos victorias, está bien. Ve a beber y a comer.

Una cincuentena de jóvenes milicianos se lanzó hacia adelante. Aunque el instructor hubiese hablado de una carrera de resistencia, algunos partieron con demasiada rapidez, deseosos de deslumbrar a sus camaradas. Iker pareció retrasarse, pero se benefició de la experiencia adquirida durante su difícil travesía por el desierto. Sin forzar la marcha fue adelantando uno a uno a sus competidores, sorprendido él mismo por su resistencia.

Al día siguiente, la prueba volvió a empezar, más exigente aún.

—Los mejores de vosotros deben recorrer un centenar de kilómetros en ocho horas[14] —anunció el instructor—. La mayoría de los mensajes salen en barco, pero los carteros militares se verán a veces obligados a seguir caminos por tierra. Quiero, pues, hombres bien preparados.

Corriendo a un ritmo cada vez más elevado, Iker no dejaba de pensar en el sublime rostro que había contemplado en la reina de las turquesas. ¿Cómo no iba a darle confianza un signo tan extraordinario? La encontraría, a ella y a quienes lo habían condenado a muerte.

Cuando divisó, en el último momento, los fragmentos de cortante sílex diseminados por la pista tuvo el reflejo de lanzarse hacia un lado, cayó por un pendiente y acabó golpeándose contra el tronco de un tamarisco. Medio atontado, acababa de evitar lo peor, pues unas profundas heridas en los pies lo habrían inmovilizado durante un largo período.

Tras haber recuperado el ánimo, Iker acortó poco a poco la distancia que lo separaba del hombre de cabeza, un hijo de miliciano que lo detestaba y no dejaba de denigrarlo ante sus camaradas.

Cuando lo estaba superando, el otro intentó desequilibrarlo golpeándolo con el hombro. Iker esquivó el golpe.

—No diré nada al instructor, por lo del sílex. Arreglaremos ese asunto entre ambos, en el cuartel.

—Los que mejor manejan el bastón son los nubios —reveló el instructor—. De uno de ellos aprendí las técnicas que os enseño. Vais a ponerlas en práctica en un combate durante el que no contendréis los golpes. Necesito dos voluntarios.

—Yo —dijo Iker, sabiendo que provocaría la reacción del hijo del miliciano.

De hecho, éste aprovechó la ocasión.

Los dos adversarios eran de la misma talla y la misma fuerza, pero, de acuerdo con su costumbre, Iker apostó por la rapidez. Dejó creer al otro, furibundo, que temía sus asaltos y lo obligó a agotarse en una serie de molinetes e ineficaces ataques.

Con su bastón rígido y ligero, Iker golpeó una sola vez, en plena frente.

El otro cayó como una masa.

El instructor lo examinó.

—Cuando despierte, tendrá un buen dolor de cabeza.

—Hubiera podido golpear con más fuerza.

—No te reconozco ya, Iker.

—No soporto a los cobardes.

El instructor miró a su alumno por el rabillo del ojo.

—¿Nada que añadir?

—Asunto resuelto.

—Lo prefiero así, Iker. Lo que ocurre entre soldados no me interesa, siempre que sean disciplinados, competentes y valerosos. Te falta aún práctica en el salto.

Al principio, la cuerda tendida entre dos estacas no era muy alta. Pero fue elevándose hasta parecer infranqueable. Y fue necesaria tanta técnica como voluntad para dominarla y no encabritarse ante el obstáculo. También en aquel juego Iker resultó el mejor.

Una hermosa morena de unos cuarenta años se acercó al instructor.

—¡Dama Techat! ¿Qué nos traéis de bueno?

—Queso y hortalizas. Dime, ¿cómo se llama ese joven?

—Iker.

—¿Es originario de nuestra región?

—No, pero es un recluta excelente. Sin duda, lo convertiré en un oficial.

La mujer de negocios, tesorera de la provincia, esbozó una sonrisa enigmática. Desde su punto de vista, el tal Iker merecía algo mejor.