Hacía mucho tiempo que ambos viajeros no contaban ya los días. Seguían al halcón que, tras haberlos guiado hacia el oeste, se había dirigido hacia el sur. Cada vez que la rapaz se posaba, Iker y Sekari encontraban agua o comida o ambas cosas. Y no se habían cruzado en su camino con ningún merodeador de la arena.
Luego, el desierto se hizo menos árido, adornándose con arbustos espinosos y tamariscos enanos.
Con un potente aleteo, el halcón ascendió hacia el sol y desapareció en la deslumbradora luz de mediodía.
—Nuestro guía nos abandona —se lamentó Sekari.
—Mira allí: lo sustituye otro.
En lo alto de una colina había una hermosa gacela blanca con los cuernos en forma de lira.
—Un narrador me enseñó que era el animal de Isis y que permitía al extraviado encontrar su camino —indicó el hortelano.
La gacela partió al galope.
—¡Lamentablemente sólo era una leyenda!
—No estés tan seguro —respondió Iker.
—¿No has visto cómo se largaba?
—Sigamos sus huellas en la arena. Tal vez nos aguarde más lejos.
Iker no se equivocaba.
El cuadrúpedo se divirtió desapareciendo y reapareciendo, ofreciéndoles el espectáculo de sus brincos prodigiosos y sus locas carreras, sin dejar demasiado tiempo en la angustia a los dos humanos de quienes se encargaba.
El paisaje cambiaba, el desierto retrocedía, la vegetación se hacía más abundante.
—Si mi intuición es acertada —profetizó Sekari—, nos acercamos a las mesetas que dominan el valle del Nilo. ¡Qué encanto tienen esas hondonadas y esos altozanos! Aquí, las plantas brotan tras la menor lluvia. Muy pronto veremos Balanites y acacias. ¿Te das cuenta? ¡Hemos sobrevivido al desierto!
—Gracias a Hator, al halcón y a la gacela —recordó Iker.
—Regresaré a mis huertos. ¿Y si tú olvidaras el pasado?
—No sólo no olvido el pasado, sino que no debo desdeñar, además, una nueva tarea: recuperar la reina de las turquesas. Ella me permitió ver de nuevo a la mujer que amo. Sin duda, esa piedra volverá a ayudarme.
—No cabe duda de que los merodeadores de la arena la robaron, Iker. Si, por desgracia, te cruzas en su camino, te matarán. ¡Hermosas mujeres las hay a miles!
El aprendiz de escriba se quedó inmovilizado, y luego obligó a Sekari a agacharse.
—Una veintena de hombres con arcos y perros… Vienen hacia nosotros.
—Cazadores, sin duda.
Inconsciente aún del peligro, la gacela mascaba la tierna hierba.
Iker se levantó e hizo grandes gestos.
—¡Vete, vete pronto!
Apenas el animal comenzó a correr cuando resonaron los ladridos.
Una flecha silbó en los oídos de Iker, y a continuación, una voz seca le ordenó:
—¡No te muevas o te mato!
Apuntándole, el arquero no bromeaba.
Al momento se le unieron sus colegas y una jauría bastante nerviosa. Sekari ni siquiera había intentado huir.
—¡Somos gente honesta! —afirmó.
—Di más bien merodeadores de la arena que nos privan de nuestra presa —afirmó un oficial mal afeitado y con el busto lleno de cicatrices, recuerdo de una fiera agresiva—. En la provincia del Oryx[12], eso es un delito severamente castigado. Y puesto que nos habéis agredido, estamos obligados a disparar. Eso es legítima defensa. Pero os daré una oportunidad: corred tan de prisa como podáis. Tal vez fallemos.
—No correremos —decidió Iker—. Acabamos de escapar de unos asesinos que han devastado el dominio de la turquesa y no imaginábamos que íbamos a caer bajo los golpes de unos bárbaros más crueles aún.
Varios cazadores parecieron molestos.
—No somos bárbaros —protestó uno de ellos—, sino soldados de la milicia del desierto al servicio del jefe de provincia Khnum-Hotep. Nuestra misión consiste en proteger las rutas de caravanas y proporcionarle caza.
—¿Y tú quién eres? —le preguntó el oficial a Iker.
—Iker, aprendiz de escriba. Y mi compañero es el hortelano Sekari…
—¡Bobadas! —lo interrumpió el oficial—. Sois espías y ladrones. Si os negáis a alejaros os degollaré aquí y ahora.
—Tus subordinados te acusarán de asesinato.
El oficial desenfundó su puñal, pero un soldado detuvo su brazo.
—No tenéis derecho a actuar así. El jefe de la provincia debe decidir. Nosotros nos limitaremos a llevarle estos dos sospechosos.
Cuando los cuatro porteadores dejaron la silla de alto respaldo inclinable en la que se había instalado Khnum-Hotep soltaron un suspiro de alivio. Corpulento, musculoso y gran comedor, el jefe de la rica provincia del Oryx pesaba considerablemente. Puesto que disponía de tres sillas de mano, con los costados decorados con flores de loto y se desplazaba mucho, transportarlo no era ningún regalo.
En cuanto puso el pie en tierra, sus tres perros de caza, un macho muy vivaz y dos hembras bastante gordas, corrieron hacia él.
—Hacía más de una mañana que no nos habíamos visto, amores míos.
El macho se levantó y posó sus patas delanteras en los hombros de su señor. Celosas, las hembras ladraron. Unas largas caricias las tranquilizaron.
—¿Les habéis dado correctamente de comer? —pregunto Khnum-Hotep al portador de su parasol.
—¡Oh, sí, señor!
—Espero que no me mientas.
—Claro que no. Además, no han dejado nada.
—Esta noche comerán liebre en salsa, como yo. No mimar a tus perros es como insultar a los dioses.
Ante la idea de aquel festín, los tres perros, que conocía perfectamente la expresión «liebre en salsa», se lamieron el hocico. Luego, siguieron a su señor cuando entró en el lujoso palacio de su capital[13], lugar de nacimiento de Keops, el constructor de la mayor de las pirámides de la altiplanicie de Gizeh.
Tras haber inspeccionado uno de los ricos dominios agrícolas donde los campesinos trabajaban duro pero obtenían excelentes rentas, a Khnum-Hotep le gustaba sentarse en un sillón de alto respaldo. Compuesto por dos grandes planchas de madera unidas en lo alto y fijadas en el asiento, soportaba sin rechinar la masa del más acomodado de los jefes de provincia. Gracias a sus cualidades de administrador, sus súbditos conocían una prosperidad notable. Y no se trataba de que un faraón, por muy Sesostris que se llamara, se inmiscuyera en sus asuntos. En caso de que el monarca, instalado en Menfis, intentara dar un golpe de fuerza, encontraría una feroz oposición.
Un servidor acercó una ancha jofaina; otro, una jarra de cobre con un largo pico. Éste vertió agua en las manos de Khnum-Hotep, que se las lavaba cuidadosamente varias veces al día con jabón vegetal.
A continuación, se le ofreció su ungüento favorito, a base de grasa purificada, cocida en vino aromatizado, que desprendía un olor suave que alejaba a los insectos.
Sin que fuese necesario dar la orden, su copero le ofreció una soberbia copa cubierta de hojas de oro cuya decoración representaba pétalos de loto, y que contenía el brebaje preferido del propietario del lugar, una sabia mezcla de tres vinos añejos que devolvía el vigor.
—Siento importunaros, señor, pero el comandante de una de las patrullas del desierto desearía veros en seguida.
—Que se acerque.
El oficial hizo una profunda reverencia.
—He detenido a dos individuos peligrosos. Cazaban en vuestras tierras y nos han agredido. Sin mi intervención, mis hombres habrían acabado con ellos. ¿Cómo deseáis que los elimine, señor?
—¿Son merodeadores de la arena?
—Es difícil decirlo, yo…
—Éste es un juicio muy ambiguo para un profesional de tu experiencia. Tráemelos.
—No es necesario, van a…
—Yo decido lo que es necesario.
Con las manos atadas a la espalda, Iker y Sekari fueron presentados al jefe de la provincia del Oryx.
—Doy pan al hambriento, agua al sediento, ropa al desnudo, una barca a quien no la tiene —afirmó el imponente personaje—, pero castigo con dureza a los criminales.
—Señor —declaró Iker gravemente—, no somos bandidos sino víctimas.
—No es ésa la opinión del oficial que os ha detenido.
—He puesto en fuga a una gacela porque era la mensajera de una diosa que nos ha salvado la vida.
—¡Ese cretino está loco o miente! —exclamó el oficial.
—Desata a los prisioneros y retírate —ordenó Khnum-Hotep.
—Señor, vuestra seguridad…
—Yo me encargo de eso.
A Sekari no le llegaba la camisa al cuerpo. Iker permanecía sereno.
—Ahora, mocetones, ¡decidme la verdad! Estáis en mi territorio y quiero saberlo todo.
—Estábamos empleados en las minas de turquesa de la diosa Hator —reveló Iker.
—¿Cómo especialistas o como prisioneros?
—Como prisioneros transferidos de las minas de cobre.
—Entonces, sois realmente criminales.
—Fui condenado a un año de trabajos forzados por haberme opuesto a un recaudador deshonesto.
—¿Y tú? —preguntó Khnum-Hotep a Sekari.
—Yo también, señor —farfulló el jardinero.
—¡Hacéis mal tomándome por un ingenuo!
—Mi amigo y yo nos encargamos de explorar la montaña para descubrir la reina de las turquesas —prosiguió Iker sin turbarse—. Como llevamos a cabo esa peligrosa tarea, fuimos liberados.
—¿Y tienes la prueba de lo que estás diciendo, claro?
—Hela aquí, señor.
Iker sacó de su taparrabos la tablilla de madera firmada por Horuré que lo convertía, como a Sekari, en un hombre libre que había pagado sus faltas.
Khnum-Hotep la leyó con atención, la mordió e intentó rascarla.
—Parece auténtica.
El jefe de provincia había oído hablar de aquel Horuré, un fiel a Sesostris, afamado especialista de las regiones desérticas. Era evidente que aquel orgulloso y decidido joven no mentía.
—¿Qué ha sido de la reina de las turquesas?
—El dominio de la diosa fue atacado por una pandilla armada que recibió ayuda de un prisionero, Jeta-de-través. Él asesinó a Horuré, los policías y los mineros fueron masacrados y sus cadáveres quemados. Somos, sin duda, los únicos supervivientes.
—Iker quería luchar —intervino Sekari—, pero habría sido un suicidio. Por eso huimos.
—¿Y habéis atravesado el desierto sin agua ni comida?
Iker no ocultó ni uno de los sucesivos milagros que les habían permitido sobrevivir.
La sinceridad del muchacho era tan evidente que Khnum-Hotep no puso en duda su relato, tanto menos cuanto las divinidades intervenían frecuentemente en el desierto.
Por primera vez, los merodeadores de la arena se habían atrevido a atacar las minas de turquesa, colocadas, sin embargo, bajo la protección del faraón.
Pero no le correspondía al jefe de la provincia del Oryx avisar a Sesostris. Otros acabarían por advertirle de que su autoridad había sido desafiada.
De ese modo, el monarca, debilitado, estaría ocupado en tareas más acuciantes que una confrontación con los grandes dignatarios hostiles a la extensión de su poder.
—¿Qué sabéis hacer el uno y el otro?
—Yo soy hortelano —respondió Sekari.
—Y yo, aprendiz de escriba.
—Mi provincia es rica porque aquí se trabaja mucho —advirtió Khnum-Hotep—. Un hortelano más no me será inútil. Pero no necesito un escriba suplementario.