Tras haber acabado con los centinelas que vigilaban la meseta, los asaltantes caían como una oleada.
Ante la tranquila mirada del Anunciador, que ni siquiera había tenido que intervenir, Shab el Retorcido y los merodeadores de la arena mataron a policías y mineros.
Mientras el comandante Horuré intentaba organizar algo que se pareciera a la resistencia, Jeta-de-Través le destrozó la nuca a pedradas.
—¡Dadles duro, amigos, estoy con vosotros! —aulló dirigiéndose a los agresores.
Desamparado, Iker quería lanzarse a la batalla cuando alguien lo arrojó al suelo.
—Hazte el muerto —le ordenó Sekari—, vienen hacia aquí.
Con los garrotes ensangrentados en la mano, varios asesinos pasaron junto a ellos sin concederles la menor atención.
—¡Hay que largarse de aquí enseguida!
—¿Eres tú, Sekari?
—¿Tanto he cambiado? ¡Muévete!
—Debemos combatir, debemos…
—No tenemos posibilidad alguna.
Como si estuviera borracho, Iker se dejó arrastrar por Sekari.
—¿Tu nombre? —exigió el Anunciador.
—Jeta-de-Través.
—¿Por qué nos has ayudado?
—Estaba condenado a cadena perpetua en las minas de cobre. Me transfirieron aquí para encontrar a la reina de las turquesas.
—¿Lo conseguiste?
—Yo no. Pero un chivato de la policía, un tal Iker, la extrajo del vientre de la montaña.
—¿Dónde se encuentra esa maravilla?
—Probablemente en casa del comandante Horuré, al que he matado con mis propias manos. Ha sido para mí un placer liberarme de mis carceleros. Y voy a infligirles el peor de mis castigos, el que ellos reservan a los criminales: quemar sus cadáveres.
El Anunciador asintió con la cabeza.
Mientras Jeta-de-Través y Shab el Retorcido encendían unas piras, su jefe entró en la morada de Horuré. No necesitó mucho tiempo para apoderarse de un cofre de alabastro en el que se ocultaba la admirable turquesa. Mientras su banda banqueteaba, orgullosa de su primera gran victoria, el Anunciador ofreció la valiosa piedra a la luz lunar, para que se cargara de energía.
La turquesa se convertía, de ese modo, en una arma decisiva en el camino de su conquista.
—¿Quién sois realmente? —le preguntó Jeta-de-Través, con una curda considerable.
—El que te permitirá matar el máximo de egipcios.
—¡Sois entonces un general!
—Mucho más que eso. Soy el Anunciador, que extenderá su culto y su nueva religión por todas partes.
—¿Y qué me valdrá eso a mí?
—Mis discípulos conocerán la gloria y la fortuna.
—Me importa un pepino la gloria. La fortuna, me interesa.
—La mitad de las turquesas que se conservan en el tesoro de esta explotación te pertenecen.
A Jeta-de-Través se le hizo la boca agua.
—¡Vos sois un patrón estupendo! Yo no tengo cabeza para mandar. A ese precio, os seguiré. Pero intentad no ablandaros.
—No temas.
—Lo que me molesta es no haber identificado el cadáver del tal Iker. Pero esas carroñas arden tan bien que ya no se reconoce a nadie. ¿No bebéis con nosotros?
—Alguien tiene que mantener la cabeza fría.
Tambaleándose, Jeta-de-Través se guió por la luz de los braseros donde se consumían los cuerpos de los policías y de los mineros para reunirse con la vociferante horda de los vencedores.
Ni Sekari ni Iker se habrían creído capaces de correr tanto tiempo. Al final, sin aliento, se sentaron en unas piedras planas.
—No debemos detenernos —recomendó Sekari—. Sin duda, esos bandidos intentarán alcanzarnos.
—¿Quiénes crees que son?
—Probablemente, merodeadores de la arena. Por lo común, atacan las caravanas.
—¡Jeta-de-Través los ha ayudado!
—Normal, Iker. Su corazón es malvado.
Volvieron a ponerse en marcha y anclaron hasta agotarse. La sed secaba su garganta.
—¿Cómo encontrar el emplazamiento de las aguadas? —preguntó Iker.
—Ni la menor idea.
—Miremos de frente la verdad, Sekari: sobrevivir va a ser difícil.
—Tu verdad no me gusta en absoluto.
—Sin duda, mejor habría sido morir combatiendo.
—No, puesto que estamos vivos. Frota tus amuletos unos contra otros y póntelos en la garganta.
Iker lo hizo y la sensación de sed se atenuó.
—Ahora yo.
A continuación siguieron alejándose del lugar de la matanza, menos angustiados.
Mediado el día, la arena se hizo tan ardiente que les abrasaba los pies. Excavaron un agujero para refugiarse, con el taparrabos en la cabeza para protegerse del sol. Cuando la temperatura descendió, partieron de nuevo.
La sed era tan intensa que ni siquiera los amuletos conseguían calmarla ya.
Frente a ellos había una extraña montaña de reflejos dorados.
—No tendremos fuerzas para superar este obstáculo —advirtió Sekari.
—Se mueve.
—¿Qué estás diciendo?
—La montaña se mueve, Sekari.
—Es un espejismo… Un simple espejismo.
—Viene hacia nosotros.
Atento, Sekari no podía desmentir a su compañero.
—¡Estamos volviéndonos locos, mi pobre Iker!
Algunas rocas se desprendieron de la cima, rodaron por la ladera y cayeron con estruendo al suelo.
—¡Es un terremoto! —gritó Sekari, sin saber hacia dónde huir.
—Observa el color de la montaña —recomendó Iker, impasible.
A medida que las rocas se quebraban iba apareciendo un matiz azul-verdoso.
—Es Hator que nos protege. No nos movamos de aquí y venerémosla.
Poco convencido de lo acertado del punto de vista de su compañero Sekari se arrodilló, de todos modos, e invocó a la diosa del cielo.
A dos dedos de su pie izquierdo se abrió una grieta.
—¡Realmente, este lugar no es seguro!
—Contempla la obra de la diosa.
Toda la montaña se había vuelto turquesa, y los ruidos inquietantes se atenuaban.
Cuando la tierra dejó de gemir, Sekari lanzó una ojeada a la grieta. Y lo que descubrió lo dejó pasmado.
—Parece… ¡agua!
Hundió allí el brazo y lo sacó mojado.
—¡Agua, Iker, estamos salvados!
—Bebamos a pequeños tragos.
Por primera vez en su vida, aquel líquido le pareció a Sekari tan delicioso como el vino. Ambos compañeros se rociaron, se lavaron y bebieron.
—No tenemos odre —deploró Sekari—. Si nos alejamos de esta aguada, estamos listos. Además, comienzo a tener realmente hambre.
—Hator nos protege —recordó Iker—. Pasemos aquí la noche y esperemos otra señal.
—Si gozas de los favores de todas las diosas, tranquilízame en seguida.
—Como tú, soy sólo un hambriento perdido en este desierto. Pero ¿no es este mundo más misterioso de lo que parece? Si sabemos leer ciertos mensajes, tal vez descubramos una salida.
—Pues bueno, durmamos.
Cuando Sekari soñaba en una enorme costilla de buey asada a las finas hierbas y una jarra de cerveza fresca lo sacudió.
—¿Qué pasa?… ¿Se ha vuelto a mover la montaña?
—El sol acaba de salir. Nos hemos de poner en marcha antes de que haga demasiado calor.
—¿Cómo que en marcha? ¡Yo no me alejo de esta aguada!
—No hagamos esperar a nuestro guía.
El hortelano se levantó de un brinco y miro a su alrededor.
—¡No veo a nadie!
—Arriba, en el cielo.
Un halcón describía anchos círculos por encima ambos hombres.
—¿Te burlas de mí, Iker?
—Mi viejo maestro me enseño el nombre de Hator significa Morada de Horus[11]. Y la encarnación de Horus es, precisamente, este halcón que la diosa nos envía para guiarnos.
—¡El desierto te ha turbado definitivamente el espíritu!
—Ven, sigámoslo.
—Pero… ¿Y la aguada?
—Él nos indicará otra.
—Prefiero quedarme aquí.
—¿También prefieres ver cómo llegan los merodeadores de la arena?
El argumento sirvió. Aunque protestando, Sekari caminó detrás de Iker.
—Tu halcón no se preocupa de nosotros sino de su futura presa. Mira, se aleja y nos abandona.
Pero el halcón regresó.
Unas veces avanzaba y otras daba vueltas por encima de sus protegidos.
Al cabo de varias horas de marcha sintieron de nuevo la quemadura de la sed.
—¡El halcón acaba de posarse! —gritó Sekari tropezando con una piedra.
—Y tú acabas de golpear una pequeña estela. ¿Y si caváramos?
Al pie del modesto monumento había dos jarras con frutos secos, y algo más lejos una aguada.
—No es un festín —consideró Sekari—, pero nos bastará con eso.