El Sorbedor podía estar contento de sí mismo. Tras haber recorrido durante diez años las pistas del istmo de Suez y desvalijado un número incalculable de caravanas, acababa de derribar a su principal enemigo sin combatir. El jefe de la banda adversaria había muerto, tontamente, al caer en un barranco, y sus hombres habían sido incapaces de ponerse de acuerdo para designar a su sucesor. Así pues, habían preferido ponerse bajo la autoridad del Sorbedor para formar la más temible pandilla de merodeadores de la arena de la región. Ahora, su eficacia aumentaría y ni un solo mercader podría escapárseles. Unas veces lo tomaban todo, otras se limitaban a quedarse con parte de los bienes y hacían jurar a sus víctimas que no los denunciarían, so pena de represalia. También violaban a las mujeres, sometidas también a la ley del silencio.
—Presa a la vista —anunció un vigía.
—¿Una buena caravana? —preguntó el Sorbedor, engolosinado.
—No lo parece.
—¿Qué es, entonces?
—Una veintena de tipos.
—¿Policías?
—Por su aspecto, en absoluto. Los tipos han debido de perderse por aquí. Son una pandilla de harapientos.
—Podríamos enrolar a algunos y acabar con los otros.
—Vamos a ver.
La prestancia del jefe del pobre grupo impresionó a los merodeadores de la arena. Avanzando varios pasos, su mirada era la de una fiera de ojos agresivos.
Avergonzado al sentir temor, el Sorbedor se dirigió al alto mocetón.
—¿Quién eres, amigo?
—El Anunciador.
—¿Y qué anuncias?
—Que los enemigos del faraón deben someterse a mi voluntad para aplastar al tirano.
El Sorbedor se puso en jarras.
—¡Caramba! ¿Y por qué debemos ayudarte?
—Porque soy el único intérprete de las potencias. Y sólo yo puedo vencer.
—Has perdido la razón, amigo, pero me diviertes.
—Y en ese caso, ¿por qué tiembla tu voz?
—Tu insolencia no me impresiona.
—Si deseas vivir, sométete de inmediato al Anunciador.
El Sorbedor soltó una carcajada.
—¡Basta de charla! Voy a examinaros uno a uno y enrolaré a los más fuertes. Los demás se desecarán en el desierto.
El Anunciador levantó el brazo izquierdo.
—Por última vez, sométete.
Cuando el Sorbedor se disponía a golpear, la mano del Anunciador se transformó en zarpa, y su nariz, en pico de rapaz.
—¡Es el halcón-hombre! —exclamó un merodeador de la arena—. ¡Nos exterminará a todos!
Sus acólitos se arrojaron al suelo con las manos sobre la cabeza. Si permanecían rigurosamente inmóviles, tal vez escaparan del furor del monstruo.
Un viento gélido los hizo temblar.
Uno de ellos, sin embargo, se atrevió a levantar la cabeza y mirar.
Vio el cadáver del Sorbedor, con la garganta abierta.
—¿Quién se niega a obedecerme? —preguntó el Anunciador con voz suave.
Los merodeadores de la arena se prosternaron ante su nuevo dueño.
—Ya está —advirtió un Sekari sudoroso—, ¡los pilares de sustentación están colocados! Ahora, tenemos una pequeña posibilidad de salir de ésta.
Hundiéndose en la galería que acababa de descubrir, Iker no había pensado en que el techo podía derrumbarse. Sin la intervención de su compañero, los dos exploradores habrían muerto enterrados.
—Estamos de suerte —consideró Sekari—. Sólo hace unos días que excavamos y hemos dado ya con esta galería en plena roca. Como si nos esperara.
—Algunos pilares más no me parecerían superfluos.
—Tienes razón: antes de proseguir, aseguremos.
Horuré se quedó pasmado al ver, una vez más, que los dos insensatos salían vivos.
—¡Un buen hallazgo, jefe! —gritó Sekari.
—¿Turquesas?
—Todavía no, ¡una galería que sin duda lleva al tesoro!
La noticia recorrió rápidamente el dominio de la diosa Hator, donde Jeta-de-Través y los demás refractarios se veían reducidos a tareas subalternas antes de regresar a las minas de cobre. La envidia se añadió a su amargura.
Desde el comienzo de su peligrosa aventura, Iker y Sekari no se mezclaban ya con sus ex compañeros. Y gozaban de una comida mucho mejor.
Mientras el sol se ponía, Horuré se sentó ante ellos.
—No os falta valor, ni al uno ni al otro.
—Yo —protestó Sekari— he agotado casi mis reservas. ¿No creéis que ya hemos hecho bastante?
—Necesito la más hermosa de las turquesas. Mientras no la descubráis, vuestra misión no habrá concluido.
—¿Puedo haceros una pregunta? —dijo Iker.
—Te escucho.
—¿Conocéis acaso a dos marineros llamados Ojo-de-Tortuga y Cuchillo-afilado, habéis oído hablar de su barco, El rápido?
—Mi terreno es el desierto, no la navegación. Intentad descansar: pasado mañana regresaréis al vientre de la montaña.
La caravana se detuvo junto al único uadi por el que corría aún un poco de agua. Bajo la vigilancia de los policías, los mercaderes descargaron sus asnos y se apresuraron a beber.
—Tres días de marcha aún —estimó el guía— y llegaremos a la franja del Delta. Allí hay canales, árboles y hierba. ¡Estoy contento de salir, por fin, de estas ardientes soledades! Esta vez, el viaje me ha parecido muy largo.
—Considérate afortunado de haber salido vivo —replicó el teniente de policía—. El lugar es cada vez más peligroso.
—¿Ataques de los merodeadores de la arena?
—El último fue una verdadera matanza.
—¿Por qué no interviene el faraón con más vigor?
—Al parecer, tiene otras preocupaciones. Pero, de todos modos, estoy aquí con una decena de expertos patrulleros.
—Vayamos a buscar las jarras de reserva. Merecemos una copiosa comida.
Cada guía conocía los emplazamientos donde, bajo la protección mágica de pequeñas estelas y amuletos, se habían ocultado las provisiones, que se renovaban regularmente. Servían de ayuda a los viajeros fatigados que habían calculado mal la cantidad de víveres indispensables para su recorrido.
La estela estaba rota y los amuletos derribados.
—¿Quién se habrá atrevido a hacerlo? —se indignó el teniente—. ¡Esos bárbaros ya no respetan nada!
El guía advirtió que la comida había desaparecido.
—¡Redactaré de inmediato un informe que va a hacer mucho ruido! —prometió el oficial—. Esta vez, el ejército peinará la región.
Unos aullidos alertaron a ambos hombres.
—¡Atacan la caravana!
El guía intentó huir, pero dos merodeadores de la arena lo alcanzaron y le destrozaron el cráneo a bastonazos.
El teniente, por su parte, plantó cara al enemigo, pero sucumbió muy pronto ante su número.
Sorprendido de que no lo mataran, fue llevado ante un hombre anormalmente alto y delgado, con los ojos rojos.
—¿Cuántos años hace que recorres el desierto? —preguntó el Anunciador.
—Más de diez.
—Entonces, conoces toda la región. Si quieres evitar la tortura, indícame los parajes esenciales para el faraón y descríbemelos detalladamente.
—¿Por qué razón?
—Limítate a responderme. Y sé preciso, sobre todo.
El policía habló de los fortines, de las etapas obligadas de las caravanas, de las minas de cobre y de las de turquesa.
—La turquesa —repitió el Anunciador en un tono extraño—. ¿La protege alguna divinidad?
—La diosa Hator.
—¿Y siempre se muestra benevolente?
—No cuando adopta la forma de una terrible leona que recorre Nubia y devora a los rebeldes. Gracias a la turquesa es posible apaciguarla.
—¿Está vigilado el lugar de explotación?
—Permanece permanentemente custodiado por policías.
—Ya no te necesito, valiente soldado, puesto que no eres hombre que traicione a su país.
El Anunciador volvió la espalda al teniente y Shab el Retorcido se encargó de ejecutarlo.