Antes de salir hacia las minas de turquesa del Sinaí, situadas al sudoeste de las de cobre, Sekari había preparado un remedio compuesto por comino, miel, cerveza dulce, calcáreo y una planta llamada «pelo de babuino». Tras haber machacado y filtrado los ingredientes había obtenido una bebida indispensable para mantener el tono y repeler los numerosos reptiles que merodeaban por el desierto. Incluso tomó una precaución suplementaria y necesaria: untarse todo el cuerpo con puré de cebollas para poner en fuga a serpientes y escorpiones. Tenía también la ventaja de desarrollar los cinco sentidos, ventaja no desdeñable en un medio hostil.
Sólo Jeta-de-Través había rechazado aquellas precauciones, pero olía tan mal que ni siquiera una víbora cornuda se arriesgaría a morderle.
—¿Conoces los secretos de las plantas, Sekari? —se extrañó Iker.
—Antes de hacer algunas grandes tonterías era jardinero y pajarero. Mira ahí, en mi cuello; es la cicatriz de un absceso que me produjo la gran pértiga de cuyos extremos colgaban los recipientes llenos de agua. ¡Cuántos miles de veces las habré llevado! Mi especialidad era cazar pájaros en los huertos. Me gustan estas bestezuelas, pero las hay que lo devastan todo. Si no se interviniera, no comeríamos ni un solo fruto. Entonces, con mi trampa de resorte y mi red, los capturaba para hacerles comprender que debían alimentarse en otra parte, y a excepción de las codornices, que acababan asadas o estofadas, soltaba a los demás. Incluso había aprendido a hablar con ellos. Con algunos, bastaba imitar su canto para que respetaran el vergel.
—¿En qué consistieron tus… grandes tonterías?
Sekari vaciló.
—Como sabrás, en nuestros oficios no es posible declararlo todo al fisco, de lo contrario no saldríamos adelante. Había un escriba inspector que se interesó por mí, un tipo alto, muy feo, con una nariz llena de granos. Un camandulero que se hacía pasar por incorruptible pero que mentía tanto como respiraba. En resumen, cuando la emprendió con mi territorio, puse en marcha la trampa. Dada la habilidad de aquel imbécil, cayó en la red y se asfixió. Nadie lo lamentó, pero la justicia consideró, de todos modos, que yo era culpable. Puesto que parecía un accidente, no fui condenado a muerte, pero no abandonaré las minas antes de que pase mucho tiempo.
—Está claro que los recaudadores no nos sientan nada bien. ¿Y no esperas que te reduzcan la pena por buena conducta?
—Por eso procuro no llamar la atención. Discreto y servicial, ésa es mi divisa. Así, los vigilantes me califican bien.
—¿Conoces las minas de turquesa?
—No, pero al parecer el trabajo allí es menos duro que en las de cobre.
—¿Y por qué nos mandan allí?
—Ni idea. Si quieres un consejo, desconfía de Jeta-de-través.
—Se muestra amable conmigo —objetó Iker.
—Eso es precisamente lo anormal. El tipo es un asesino, aunque sólo fuese condenado por robo y agresión. Estoy convencido de que te detesta y está fingiendo.
Iker frotó sus amuletos y no se tomó a la ligera la advertencia. De hecho, olvidando su primera impresión, había bajado la guardia. Él, el aprendiz de escriba, llevaría la piedra triangular de Sopdu cubierta con un velo. No se habían visto merodeadores de la arena por la región, pero más valía asegurarse la protección del dios.
—Ya llegamos —avisó un policía.
El paraje[10] era grandioso: sucesiones de montañas hasta el infinito y algunos uadi que rodeaban una meseta apartada de las depresiones que dominaba. Algunos arbustos espinosos, rocas troceadas, gres amarillo y negro, colinas rojas y un fuerte viento animaban aquel paisaje, hostil y atractivo a la vez.
Compuesta por policías, prisioneros transferidos, asnos portadores de agua y de comida, la caravana tomó un sendero pendiente que permitía acceder a la altiplanicie.
En el lindero de un camino procesional flanqueado de estelas y que llevaba a un templo les aguardaba un fuerte quincuagenario.
—Me llamo Horuré y soy el comandante del cuerpo expedicionario enviado por el faraón Sesostris. Dadas las condiciones climáticas mi misión es especialmente difícil y necesito más mineros. Por eso habéis sido escogidos. Estamos en el cuarto mes de la estación cálida, desfavorable para la extracción de la turquesa, que no soporta esta temperatura y, por lo tanto, pierde su intenso color azul-verde. Sin embargo, el faraón me ha ordenado que le lleve la más hermosa piedra nunca descubierta, y debemos conseguirlo. Veneraremos cada día a Hator, la soberana de este lugar, para que guíe nuestros brazos. Hoy habrá descanso. Mañana al amanecer os pondréis manos a la obra.
Las habitaciones se encontraban al este del templo. Los hombres libres que trabajaban en aquel lugar a cambio de un buen salario miraron con ojos inquietos a aquellos delincuentes que les imponían. Y el aspecto de Jeta-de-través no tranquilizó a nadie.
Varias cabañas de piedra seca se transformaron en celdas cuyas puertas fueron cerradas y custodiadas.
En las esteras había tortas rellenas de garbanzos, dátiles y agua.
—He conocido cosas peores —confesó Sekari lanzándose sobre la comida.
Severamente custodiados, el equipo de presos compareció ante Horuré. Sin decir palabra, los precedió hasta un templo compuesto por una sucesión de patios con pilares cuyos altares estaban cubiertos de ofrendas. Con total recogimiento, Iker tuvo la impresión de cambiar de mundo al penetrar en aquel dominio sagrado donde reinaban el silencio y el aroma del incienso.
Horuré los condujo hasta un gran patio flanqueado por cisternas y albercas de purificación.
Levantó los ojos hacia la montaña.
—Estáis ante el santuario de Hator, nuestra protectora. ¡Qué nos oriente en nuestra búsqueda y nos ofrezca la piedra perfecta!
En un altar, Horuré depositó una copa de alabastro que contenía vino, un collar, dos sistros y una estatuilla de gata.
—Cuando la diosa está furiosa y quiere castigar a los humanos, adopta la forma de una leona. En el desierto, mata a los extraviados. Cuando la Lejana regresa a la tierra amada por los dioses, se transforma en gata, dulce y afectuosa. Es poseedora de la piedra turquesa, símbolo de la alegría y de la renovación, capaz de triunfar sobre la desgracia y la decrepitud. Esta piedra transmite su energía a los hijos de la luz y hace nacer en ellos el júbilo. Hator, tú permites que el sol brote y resucitas cada mañana nuestro mundo. Que tu fulgor penetre en nuestros corazones.
Iker vivió cada una de las frases como una revelación. Se sentía tan bien en aquel santuario que el rostro de la hermosa sacerdotisa reapareció. Estaba allí, muy cerca de él, y compartía su emoción.
La breve ceremonia terminó demasiado pronto y todos salieron del templo. Horuré llevó a los condenados hasta el píe de un ingrato acantilado.
—El lugar es peligroso —reveló—. Por eso está reservado sólo para vosotros. Cuando le presentamos la estatua de Min, retrocedió. Dicho de otro modo, la cantera está preñada, pero se niega a entregarnos su fruto. Intentar excavar una galería supondría, pues, ofenderla, se vengaría matando a los mineros. Lo prudente sería esperar a que la propia montaña nos concediera autorización para explorarla. Pero, como ya os he dicho, tenemos prisa.
—¿Por qué no excavar en otra parte? —preguntó Sekari.
—Porque estoy convencido de que una turquesa única, inalterable, se oculta aquí. Vosotros elegís: o corréis el riesgo o seréis devueltos a las minas de cobre. Si lo lográis, obtendréis la libertad.
«¡Libre!»: la palabra resonó con intensidad en la cabeza de Iker.
—Me niego —decidió Jeta-de-Través—. Prefiero regresar a mis hornos. Si los especialistas lo evitan, es que la cosa huele mal.
Los demás prisioneros asintieron.
—Yo —interrumpió Iker— intentaré la aventura.
—¡Estás loco! —protestó Sekari—. ¿No has oído al patrón? ¡Incluso el dios Min retrocedió!
—Que me den las herramientas necesarias.
—Iker, sé razonable, te arriesgas a una catástrofe. Nunca un hombre solo podrá lograrlo.
—¿No vendrás tú conmigo? ¿Vacilas entre pudrirte en una mina de cobre donde tus posibilidades de sobrevivir son escasas o recuperar la libertad?
Turbado, Sekari contempló la pared.
—Visto de ese modo… Pero pasa tú delante.
—De acuerdo.
—¿No hay más voluntarios? —preguntó Horuré.
—Ninguno —respondió Jeta-de-Través, encantado por librarse del chivato.
Horuré hincó la rodilla en tierra y levantó las manos hacia la montaña en señal de veneración.
—La galería que vais a excavar se llamará «La que hace prósperos a los mineros y permite ver la perfección de Hator». Que la piedra viva acoja con benevolencia el golpear de las herramientas, que sepa que trabajamos por la luz y no para nosotros mismos.
El jefe de la expedición entregó a los dos voluntarios picos y percutores de sílex y dolerita.
—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Sekari.
Horuré señaló un punto preciso. Y el canto de las herramientas quebró el silencio de la montaña.