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Todas las vías de acceso terrestre a Abydos estaban custodiadas por soldados que no dejaban pasar a nadie. Para entrar en el territorio sagrado de Osiris sólo quedaba el embarcadero, muy bien vigilado. Y allí atracó una flotilla guiada por el navío del faraón.

Ante su mirada, los marineros descargaron bloques de piedra, bases de columnas y losas de pavimento. Luego desembarcó el equipo de artesanos de la provincia de la Cobra, con un maestro de obras, escultores y carpinteros. Todos habían prestado juramento de guardar silencio sobre su trabajo. Sabían que no volverían a ver a sus seres queridos antes de haberlo terminado.

El superior de los sacerdotes de Abydos se inclinó ante el monarca.

—¿Y la acacia?

—Su estado es estacionario, majestad.

—He venido a crear un templo, una morada de eternidad y una ciudad —anunció Sesostris—. Al sur del paraje se construirá la ciudad de Uah-sut, «La que soporta emplazamientos». Cada día será aprovisionada de carne, pescado y legumbres. Carniceros y cocineros vivirán allí, y los sacerdotes y artesanos no carecerán de nada.

—¿Cómo imagináis nuestro papel, majestad?

—De acuerdo con mi último decreto, ningún ritualista de Abydos podrá ser transferido a otro lugar. Ninguno de ellos será sometido al trabajo agrícola, ninguna institución tendrá derecho a tomar una sola pulgada del territorio de Osiris. Se admitirán dos clases de sacerdotes: los permanentes y los temporales. Cuando un equipo de temporales se retire para dar paso a otro, tendrá que haber cumplido a la perfección su tarea, so pena de sanción. Los permanentes serán «El calvo», responsable de los ritos de la Casa de Vida; «El Servidor del ka», que venerará y mantendrá la energía espiritual; «El que derrama la libación en las mesas de ofrenda»; «El que vela por la integridad del gran cuerpo de Osiris»; «Aquél cuya acción es secreta y ve los secretos»; «Los siete músicos que hechizan el alma divina», y, por fin, «El que lleva el planeta de oro sobre el que se han inscrito las fórmulas del conocimiento». A ti lo confío.

El rey entregó el valioso objeto al anciano.

—Me mostraré digno de vuestra confianza, majestad. ¿Cuándo nombraréis a los titulares de las demás funciones?

—Elige a los ritualistas más competentes. Pero antes de seguir adelante debo saber si el genio del lugar nos es favorable.

Sesostris se marchó solo al desierto.

A pesar de sus repetidas advertencias, Sobek el Protector tenía prohibido seguirlo.

Desde el alba de los tiempos velaba sobre Abydos una misteriosa divinidad, «El que está a la cabeza de los seres de Occidente»[9]. Tras haber pasado al otro lado de las tinieblas recorría, sin embargo, el dominio de los vivos cuando las puertas de lo invisible se abrían.

Sin su aprobación, la empresa del faraón estaba condenada al fracaso.

Se quedó inmóvil en el lugar preciso donde se edificaría el santuario de su templo. Allí, la tierra estaba, de un modo especial, en consonancia con el cielo.

La naturaleza entera guardó silencio.

Ni un canto de pájaro, ni un susurro de viento.

De pronto, brotando del más allá, apareció.

Un chacal negro, de altas patas, de cola inmensa y grandes orejas muy erguidas.

Desconfiado, se mantuvo a buena distancia del intruso. Al momento, Sesostris percibió sus exigencias. La encarnación del Primero de los Occidentales le ordenaba desvelar sus intenciones.

—Debo interrumpir la degeneración de la acacia —declaró el soberano—. Para lograrlo, edificaré un templo donde cada día, se celebrará un ritual que mantendrá la vitalidad de este lugar. Pero sería ineficaz sin la presencia de una morada de eternidad donde se llevarán a cabo los misterios de la muerte y la resurrección. Los artesanos harán nacer esos edificios no por mi propia gloria, sino para que Osiris siga siendo la piedra angular de la civilización egipcia. Lee los planos de la obra en mi corazón y márcalos con el sello de tu poder. Sin él no tendrán existencia.

El chacal se sentó sobre sus cuartos traseros, levantó la cabeza hacia el sol y cantó una melopea tan intensa y profunda que hizo vibrar el alma de todos los seres que vivían en la Gran Tierra de Abydos.

El Anunciador y su séquito acababan de cruzar una nueva meseta calcárea que sucedía a una serie de colinas pedregosas entrecortadas por picos. Aquí y allá aparecían islotes de inesperado verdor donde descansaban unas horas antes de seguir por el desierto.

Subyugados por su jefe, que ignoraba el cansancio y la duda, los hombres lograban poner aún un pie delante del otro. Ni siquiera se preguntaban ya cuánto tiempo sobrevivirían en aquel horno.

—No los encontraremos —afirmó Shab el Retorcido—. Será mejor renunciar, señor.

—¿Te he decepcionado ya?

—Nunca, pero ¿cómo creer en esta leyenda?

—¿Has visto alguna vez cadáveres destrozados por los monstruos del desierto?

—No.

—Yo sí. Y aquel día comprendí que esas criaturas poseían la fuerza que necesitamos. Con ella seremos invencibles.

—¿No sería preferible una buena milicia bien entrenada?

—Aunque cualquier ejército pueda ser vencido, el que yo voy a reunir será distinto.

—Con todo el respeto, de momento es sólo un atajo de piojosos.

—¿Crees, acaso, que unos simples piojosos estarían vivos aún si no hubieran escuchado mis palabras?

—Hay que admitir que… ¡es increíble que aguanten aún de pie!

Sólo eran unos veinte, pero habían aceptado seguir al Anunciador cuando les prometió la fortuna al cabo de duros combates. Delincuentes y fugitivos se alegraban de escapar así al castigo.

Cada vez que uno de ellos se disponía a renunciar o rebelarse, el Anunciador se acercaba a él y le reconfortaba con la mirada. Algunas palabras pronunciadas en un tono monótono y hechizador ponían de nuevo al extraviado en el buen camino. Un camino que, sin embargo, llevaba a las profundidades de un desierto sin fin.

Al caer la tarde, el que caminaba en cabeza creyó divisar al sedja, un monstruo con cabeza de serpiente y cuerpo de león.

—¡Muchachos, tengo una alucinación! Y si no lo es vais a ver lo que hago yo con ese horror.

Corrió hacia el animal para destrozarle la cabeza de un garrotazo. Sin embargo, el cuello de la serpiente lo esquivó y las garras del león se clavaron en el pecho del agresor.

—De modo que existe realmente —murmuró Shab, aterrorizado.

Aparecieron el seref, con cabeza de halcón y cuerpo de león, y el abu, un enorme carnero con un cuerno de rinoceronte en el hocico.

Dos miembros de la expedición intentaron huir, pero los dos monstruos los alcanzaron y acabaron con ellos.

En un fulgor rosado que inflamó el desierto se manifestó el sha, el animal de Set, un cuadrúpedo con una cabeza semejante a la del okapi. Aunque parecía menos temible que los otros tres, sus ojos rojizos petrificaron a los supervivientes.

—¿Qué hacemos? —preguntó Shab, cuyos dientes castañeteaban.

El Anunciador levantó los brazos.

—Todas las divinidades me inspiran, tanto las del mal como las del bien —declamó—. La luz del día y la fuerza de las tinieblas pueblan mi espíritu. Sólo a mí me hablan y sólo yo soy su intérprete. Quien me desobedezca será aniquilado, y quien me obedezca, será recompensado. De estas múltiples potencias haré una sola, y seré su único propagador. El mundo entero se someterá, ya sólo habrá una fe y sólo un dueño.

Shab el Retorcido era el único que no se había tendido en la arena para evitar ser descubierto por los depredadores. Sin embargo, no creyó lo que su mirada le mostraba.

El Anunciador se acercó a los tres monstruos asesinos, pasó lentamente las manos por las garras, el pico y el cuerno y se ungió con la sangre de sus víctimas.

Luego, arrancó los ojos ígneos del animal de Set y los colocó sobre los suyos.

Se levantó una tempestad de arena que obligó a Shab a arrojarse al suelo. Tan breve como violenta, dio paso a un viento gélido.

El Anunciador se había sentado en una roca.

No quedaba ni el menor rastro de los monstruos.

—Señor… ¿ha sido sólo una pesadilla?

—Claro, amigo mío. Semejantes criaturas sólo existen en la imaginación de los miedosos.

—¡Y sin embargo hay muertos, destrozados!

—Víctimas de una fuerza enfurecida por nuestra presencia. Sé ahora lo que quería saber, y vamos a culminar nuestra primera hazaña.

Shab había sido presa de uno de aquellos espejismos tan frecuentes en el desierto. Pero ¿por qué los ojos del Anunciador se habían vuelto de un rojo sangre?